Capítulo 2
Dentro de la chamarilería había un cuarto aparte en el que no había nada. Era un reducto sin ventanas, con una sola bombilla y azulejos blancos en las paredes. Era el polo opuesto al resto de la tienda, lo contrario al ‘horror vacui’ que dominaba lo demás. En cuanto entré noté la ausencia de lo humano, la falta del tiempo, aunque fuese como recuerdo que retenían las cosas fantásticas de la otra parte del local. En el suelo había un agujero, que era la letrina, con un cubo de agua al lado. Había un espejo, roto en una esquina y sin marco, colgado de un clavo negro. Me vi en él sin el fondo de las cosas de la tienda, con la blancura sucia de los azulejos, muy viejo, todo canoso, con barbas del librovejero asesinado pegadas aún a mis barbas y otra vez, un ojo muy grande y otro muy pequeño, uno como viendo algo extraordinario y otro apagado, dormido, muriendo. Todavía tenía barro de la riada metido en el fondo del surco de mis arrugas. También había en ese cuarto una pequeña nevera. Al abrirla encontré algunas botellas de vino muy bueno, de quince o veinte años, y latas de comida que podrían servirme para bastantes semanas.
En una zona de la tienda donde abundaban los juguetes antiguos, los soldados de hojalata, los tiovivos que no giraban, madelmanes amputados, muñecas de porcelana cascada y pelo revuelto que parecían haber sido violadas o animales de trapo caídos en combate, había un colchón que casi no se veía. Después de que pasaron los primeros días me di cuenta de la silueta que mi cuerpo había dejado en aquel colchón. Era la silueta de un hombre tumbado bocarriba que no se había movido durante horas y horas.
Karenino se venía al colchón a dormir conmigo. A media noche siempre tenía pesadillas, no llegaba a despertarse pero hacía un pequeño aullido que parecía un lloro y se ovillaba metiendo su hocico bajo mi espalda. Cada vez le veía más humano, con cara más humana, y luego cada día le encontraba un parecido a alguien. El día que el perro se parecía a Lamieva era yo el que me pasaba las horas aullando.
El cadáver seco del librovejero no intentó más salir del reloj de pared pero se movía y emitía a veces ruidos raros, sobre todo desde que puse el mecanismo en funcionamiento y sentía dar las horas y, especialmente, mientras le daba cuerda.
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