Los
tres meses de confinamiento obligatorio los pasamos Laura y yo cada uno en su
casa con su familia. La primera semana fue la más dolorosa. Las largas sesiones
de videoconferencias no podían sustituir nuestros prolongados besos, ahora
diseminados sobre el vidrio de nuestras respectivas tabletas electrónicas. Con
el tiempo construiríamos un mundo de ensueño entre los dos.
Todo
comenzó la noche que nos exhibimos en la soledad de nuestra habitación, mostrándonos
de cuerpo entero en pijama. Más tarde acompañamos los posados con palabras
“sugerentes” y miradas tórridas. Pero no quedó ahí la cosa, porque llegó un
momento en que todo eso se nos antojó insuficiente. Hubo un vacilante titubeo
antes de desbrozar la selva espesa que daba entrada a ciertos paraísos
inexplorados, sobre todo porque nunca nos habíamos atrevido a tanto, ni
siquiera a soñar con intentarlo. Cualquier objeto que tuviéramos a mano
oficiaría de llave mágica, para acceder al tesoro de los placeres del otro,
máxime cuando logramos vencer nuestros prejuicios respecto a lo prohibido y lo
reprobable. La imaginación y el deseo obraron el milagro de los hallazgos que
hicimos: el elástico de una prenda íntima, unos dedos siervos de una voluntad
ajena, un patito infantil de goma, recuerdo de travesuras acuáticas, la
lubricidad luminosa de un lápiz de labios, la viscosidad insinuante de dos
gotas de gel nacarado, unas esquirlas de hielo desafiando al ardor de la
epidermis... Transitando por este camino de perfección sin límites, llegó el
día en que tuvimos que abandonar la virtualidad de nuestras citas clandestinas
a media noche.
Ardíamos
en deseos de encontrarnos después de nuestra dilatada separación. Frente a
frente, parapetados tras nuestras respectivas mascarillas, nos tomamos las
manos y nos miramos durante un buen rato, en silencio, suspendidos en el ritmo
frenético de nuestras pulsaciones. Tratamos de reconocer nuestro sofisticado
universo de emociones en el destello de nuestras pupilas, creado a lo largo de
los noventa días pasados, y especialmente de sus noventa noches. Pero no lo
hallamos desbordándose por doquier, como esperábamos. Permanecía oculto,
cubierto por la espesa capa de un pudor antiguo y censor, que terminó por
disuadirnos de continuar con el encuentro, en vista de que ninguno estábamos
dispuesto a que nuestra relación prosiguiera donde la habíamos dejado, cuando
nos despedimos aquel atardecer ya lejano, ni a olvidar nuestras noches de deleitosa
fantasía. Soltamos nuestras manos al unísono con un gesto de mutua, silente aprobación.
Y regresamos de nuevo a nuestra casa, a nuestra habitación, con la urgencia de
dos amantes compulsivos, a encender nuestras tabletas de inmediato, con el fin
de inundarlas cuanto antes con toda nuestra libido más loca e íntima, sin la menor
necesidad de la realidad táctil del otro, como si fuéramos dos esplendorosos
personajes de ficción dentro del lector más perverso que uno pueda imaginar.
José
Miguel López-Astilleros
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