Cualquier viandante que se hubiera internado por el paseo de los castaños del parque a eso de las nueve de la mañana de aquel día, habría visto a un hombre de mediana edad, a juzgar por la complexión de su cuerpo, unido a las trazas de un incipiente abatimiento. Estaba sentado en un banco de granito, vestido con un pantalón vaquero, zapatos de piel marrón y una sudadera negra con capucha, que le cubría toda la cabeza, inclinada, vencida sería más apropiado decir por lo que a continuación se relatará, hacia el suelo, igual que el torso. Lo cual no permitía ver su rostro, a menos que se irguiera para echar un trago de una de las latas de cerveza que tenía a su lado. Daba la impresión de que al concluir el último sorbo de la última de las seis, se desplomaría definitivamente al asfalto.
Julio, hijo de Ubaldo Llamas y Águeda Valbuena, preso de los primeros signos de embriaguez, recordó el día que le comunicaron a todos los vecinos, que el valle iba a ser anegado por las aguas debido a la construcción de un pantano, y que recibirían una indemnización por sus hogares y tierras, de modo que solo tenían dos opciones, marcharse a otro lugar donde comenzar una nueva vida o quedarse en el pueblo que levantarían junto a la presa, a salvo de la inundación. Pero... ¿Qué indemnización puede reparar el dolor por la memoria sumergida de un valle? Se preguntaron todos con desesperación ante la pérdida inminente de su polo magnético.
Su padre, previo acuerdo con su madre, tomó el dinero que le ofrecieron y, junto con los pocos ahorros de que disponían, siguieron el curso del río abajo, hasta las vegas de una localidad donde las aguas transcurrían remansadas. Allí compraron una nueva casa donde vivir y soñar con un futuro para su hijo, tierra para cultivar y cabezas de ganado.
El amanecer que abrió la compuerta de la acequia para darle el primer riego al maíz casi recién plantado, escuchó las voces húmedas de sus muertos empapando las débiles raíces. Sobresaltado, llamó a su esposa Águeda con la idea de ponerla al corriente de aquellos murmullos, con la intención de que ella no corroborara su desvarío. Sin embargo, no solo las escuchó también, sino que identificó algunas sílabas de sus ancestros, quienes se lamentaban por el olvido al que habían sido condenados.
Desde entonces, al sentimiento de desarraigo se le sumó la melancolía. Presintieron que aquel estado de ánimo, tarde o temprano, los llevaría a la tumba sin remisión. Ante tal vaticinio, optaron por no decirle nada a su hijo, por miedo a que le ocurriera lo mismo que a ellos, aunque pensaran que a tan temprana edad ni el pasado ni el paisaje impreso en este habían tenido tiempo de arraigar en su joven alma. Cuando vieron llegado su final, se les ocurrió que la mejor manera de prevenirlo contra aquel mal, era vender sus propiedades y dejarle el dinero, para que así no tuviera más alternativa que alejarse de aquellos rumores de profundidades acuáticas, donde la melancolía que los había devorado a ellos no le alcanzara. Con una semana de intervalo uno de otro, se despidieron de la luz y de su hijo. Julio dispuso ambas urnas funerarias en una caja de zinc y subió hasta el pantano, en cuyo embarcadero alquiló una barca de remos. Como el estío estaba a punto de concluir, la techumbre de la iglesia de su pueblo natal sobresalía sobre la superficie rizada por el viento. Remó hasta ella y, situándose en la vertical donde estaba el camposanto, tomó la caja metálica convenientemente lastrada y dejó que las cenizas de sus padres descendieran hasta el lugar que les correspondía, para que pudieran descansar en paz.
Una vez cumplimentados los trámites ordenados por ellos al notario, se marchó a la ciudad, donde con la herencia pondría una panadería con horno de leña, en el que haría el mismo pan que hacía su madre. Esa sería su contribución al mundo. Tras muchos años y madrugadas de soledad amasando hogazas que él mismo vendía por la mañana en un pequeño despacho, sintió una comezón en las vísceras, por lo que recabó el diagnóstico de un médico, quién a su vez solicitó unas pruebas para determinar la causa. Una semana después de realizadas estas, se presentó en la consulta a primera hora de la mañana. Con el veredicto de la sentencia mordiéndole el juicio, salió a la calle con la mente desordenada. Como un autómata sin apenas voluntad, entró en un supermercado por el que pasaba y compró un pack de seis latas de cerveza, que se bebería en un parque cercano, donde a través de estas palabras hemos dado con su historia.
Se acordó de su hermano mayor, Orestes, y tuvo envidia de su destino. Se había marchado cinco años antes de que tuviera lugar aquella fatídica reunión vecinal, con el rencor de sentirse abandonado por la tierra de su infancia, que ya le era imposible amar. Harto de tanta miseria, como él decía, emigró a Canadá, un país en plena construcción, donde hacía falta mano de obra. Allí recibiría un sueldo suficiente que le permitiera labrarse un porvenir, cuando menos sin privaciones extremas, como entre aquellas montañas. Un año después Águeda abrió la primera carta suya, en la que aseguraba estar bien. No hubo respuesta por orden expresa de Ubaldo, quien se negó no solo a leerla, sino a que nadie le refiriera lo que ponía, pues nunca aceptó su deserción, siendo así que relegó su presencia a la silente oscuridad de sus entresijos emocionales. Sin embargo, Julio había sorprendido alguna vez a su madre escribiéndole en secreto al apartado de correos del remite. Dos años después recibieron una nueva comunicación. Fue también por Navidad. Contaba cómo le había ido en el trabajo y la vida que llevaba. Al papel con sus palabras le acompañaba una foto en blanco y negro, en la que se le veía en el jardín de una casita, junto a un lago. Estaba acompañado por una mujer de su misma edad, a la que nombraba como Mia, su reciente esposa, según aclaraba en el reverso. Ya no dejó de escribir por esas fechas, ni de acompañar las cartas con una fotografía de los hijos que iban nutriendo su familia, así como el efecto del transcurso del tiempo sobre ellos. Solo después de la diáspora, Ubaldo se avino por fin a mirar las fotografías para conocer a su nuera y a sus nietos, a quienes dedicó unas palabras en una carta escrita por él mismo. Su orgullo mancillado le impidió poner al día a su primogénito sobre la derrota que suponía el expolio al que habían sido sometidos. Julio recordó con envidia y a la vez con pesar a su hermano, pero eso no le impidió celebrar que hubiera conseguido arraigar sus pies en la tierra. ¿Qué más daba en qué latitudes estuviera? Tierra al fin y al cabo.
Aun habiendo terminado de beberse la última cerveza y no estar acostumbrado a la ingesta de tanto alcohol, su cuerpo no terminó cayendo de bruces al suelo como consecuencia. Como tampoco su mente quedó ofuscada hasta el extremo de no discernir un pensamiento de otro. Tan solo un ligero letargo de sus extremidades y su lengua fueron los síntomas de aquella incursión en la bebida redentora. Antes de levantarse del banco, sintió el golpecito de una castaña en la cabeza. Al suelo cayeron el erizo por una parte y el fruto por otra. Se agachó y tomó este último con una mano, observó el brillo prístino de la cáscara y la acarició con delicadeza, como si se tratara de algo frágil y valioso. Levantó sus ojos hacia las copas de los árboles y observó las primeras hojas revoloteando a merced de las constantes ráfagas de un viento del noroeste. Pronto llegará el invierno, es tiempo de regresar voces arriba, se dijo, recordando aquellas que le había escuchado al río que traía las aguas hasta la llanura, cuando regresaba de dar sepultura a sus padres, mientras atravesaba sus riberas. Alquilaría una casa frente al embalse, con la esperanza de que alguien, por piedad, depositara sus cenizas en el fondo cuando llegara el momento, para que su lengua de ultratumba enmudeciera y el silencio clausurara el linaje de su estirpe a este lado del océano.
José Miguel López-Astilleros
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