HOMENAJE
La nuestra es una familia muy unida. Siempre celebramos juntos todas las fiestas anuales de rigor, sean las de Navidad, Semana Santa, locales, o cumpleaños y santos, entre otras de menor enjundia. Cada una es bienvenida, preparada y disfrutada en el esplendor de su singularidad. A ninguna le concedemos una mayor prioridad ni trato especial respecto a las demás. Sin embargo hay una excepción, en la cual el arraigo de las tradiciones sí son recibidas y esperadas con una ilusión muy particular, y hasta diría que con una vehemencia y una entrega apasionada que la distingue de las demás. El motivo de este arrebato se debe a que la periodicidad de su celebración suele dilatarse en el tiempo, dado que lo marcan las circunstancias, de modo que cuando llega la ocasión, todos sentimos una felicidad tan plena, que a veces a alguno de nosotros, no a mí, por supuesto, le ha embargado un cierto frenesí, reprimido de inmediato por el grupo, en respuesta a una disposición de ánimo atávico, en virtud de la cual se conmina a quienes forman parte de este núcleo familiar a mantener la mesura y las buenas maneras en todo momento, en cuyo caso contrario se procede a inscribirlo en el calendario de tales festejos, con vistas a preparar su homenaje, cumplido un año exacto en las mismas fechas, aun pasando por alto las normas consuetudinarias que lo regulan. Porque así es cómo se llama esta conmemoración tan nuestra: Fiesta del homenaje.
La última estuvo dedicada a Pascual, mi abuelo materno. El día elegido, como siempre, fue el domingo siguiente al del octogésimo cumpleaños del protagonista. Amaneció un día radiante de abril. Todos los miembros de la familia comenzaron a llegar por la mañana a la quinta de San Froilán, destinada en exclusiva a estos eventos por estar situada en mitad de una dehesa, que dista cien quilómetros de la población más cercana, lo cual nos asegura una intimidad absoluta, condición requerida para que nada perturbe las distintas fases de la ceremonia.
─¡Pascual, estarás contento! Hoy es tu gran día. Quién te lo iba a decir hace unos años, que por fin llegaría tu turno ─le dijo su hermana Brígida con emoción contenida.
─Bueno... sí, no, yo... bueno..., en realidad... No te preocupes, tú tienes setenta y ocho años, dos menos que yo ahora, así que ya te queda poco para que te toque a ti también ─atinó a contestarle, primero balbuceando sin saber a ciencia cierta qué responder, y después haciéndolo como si lanzara un dardo con la intención de suscitar en ella una respuesta tal vez oculta para ambos.
Según fueron llegando los demás, se apeaban de los automóviles y de inmediato se acercaban hasta él, sentado solo en una mesa situada a un lado del porche, decorada con un centro de lirios violetas y calas, en la que había un enorme cuenco con sangría y unos vasos pequeños. Después de que uno por uno le dedicaran unas palabras elogiosas, les correspondía sirviéndoles la bebida con un cazo para darles la bienvenida y agradecerles su presencia. Después tomaban sus respectivos equipajes y se dirigían a las habitaciones, donde podrían asearse y cambiarse de ropa. No es que vinieran de muy lejos, puesto que todo el clan vivíamos en la ciudad y en el pueblo del que éramos oriundos. El primo Ladislao y el tío Esteban eran quienes venían de más lejos, aun así dentro de la provincia. Según se cuenta a veces en estos ágapes, un tío abuelo llamado Teófilo se marchó con el propósito de atravesar el océano, y así prescindir de la poderosa influencia que ejercían nuestras ancestrales costumbres, creyó que con ese acto conquistaría la libertad a la que se referían algunas lecturas de su adolescencia, por supuesto no autorizadas ni por su padre, madre ni nadie cercano. El caso es que todos confiaron en que el mejor perseguidor para hacerlo regresar lo acompañaría siempre, incluso contra su voluntad, allá donde fuera, porque estaba dentro de su propia alma, educada según nuestras convenciones. Y como todos sabían que ocurriría tarde o temprano, regresó pasados cincuenta años, a punto de cumplir los ochenta, con la única intención de someterse a la Fiesta del homenaje, rito supremo fuera del cual no podemos cerrar el círculo vital que nos catapulta hacia la única eternidad tangible, la que representa la perpetuación de nuestra tribu, cuyos orígenes y memoria se pierde en los pueblos oscuros venidos de mundos lejanos, allá por la edad de bronce, que poblaron y aún seguimos poblando estas tierras, ahora ricas en recursos, pero no en aquellos tiempos, cuando la carencia cíclica de alimentos nos ponía de vez en cuando en riesgo de una absoluta y total extinción. Que se sepa, desde entonces no ha habido más casos como el de Teófilo, su ejemplo disuadió a varias generaciones de enfrentarse al horror del desamparo que supone no reconocer tu propia identidad más allá de la sombra que proyectas. Aunque, todo hay que decirlo, antes de este tuvimos un disidente que pretendía modificar las bases telúricas en las que se asienta la idiosincrasia de nuestra máxima celebración, invariable y firme desde hace más de cinco mil años, y practicada en secreto riguroso a través de la historia. Para hacer frente a eventualidades como esta sin salir de nuestro dominio, fuera del cual no se entendería la decisión, se optó por considerar al interfecto, al margen de la edad que hubiera alcanzado, maduro para recibir el homenaje, porque se estimó que su propuesta de cambio obedecía a una avanzada degeneración que nada aportaría al grupo, por eso lo mejor, como ya queda adelantado, era sumarlo a nuestro torrente sanguíneo antes de que su semilla insana pudiera afectarnos con dicha fatalidad. El dictamen salió del Consejo familiar al que asistieron los diez más viejos, entre los que se encontraba Marialba, hermana de Bernabé, el reformista insurrecto, quien, a pesar de ello, no tuvo miramiento en plantear su propuesta para ser discutida. Al principio los seis varones se opusieron sin ninguna razón aparente a dicha medida. No se sabe, porque los detalles de las deliberaciones son reservadas, si fue por falta de audacia o miedo a enfrentarse a algo que superaba su imaginación con las posibles consecuencias. En cambio, las otras tres mujeres pronto estuvieron de acuerdo en que la solución de Marialba evitaría lo peor. Los seis hombres en edad provecta, a muy pocos años de recibir su homenaje, entendieron después de muchos siglos que las mejores guardianas de la Fiesta del homenaje eran las mujeres, y no ellos, aquejados de una pusilanimidad creciente que no auguraba nada bueno para la conservación del núcleo medular de su existencia, en torno al cual su linaje continuaba en el mundo con una orientación diáfana y duradera. Esta fue la razón por la cual propusieron que ellas tuvieran una representación mayoritaria en la siguiente renovación del Consejo, como defensa no solo de la Fiesta, sino de la custodia de nuestros valores comunitarios. No tuvieron la menor duda, tras el arrojo de las deliberaciones, de que serían unas cancerberas rigurosas y eficaces, como así lo han demostrado desde entonces y lo siguen haciendo, pues bien mirado ninguna debilidad ha podido constatarse jamás en ninguna de ellas, ni recientemente ni a lo largo de los siglos pasados.
Pero volviendo a la celebración del abuelo Pascual, a media mañana llegó la hora de las ofrendas. Tuvo lugar en la explanada trasera de la casa, cubierta con un espeso manto de hierba esmeralda. Las cincuenta y dos personas congregadas tomamos una silla plegable del cobertizo construido al efecto para su almacenamiento, salvo los bebés, que permanecerían sobre el regazo de sus padres. Fuimos colocándolas en forma de triángulo, marcado con una línea de piedras incrustadas en el suelo para facilitar la proporción y el equilibrio, algo esencial para destacar la jerarquía de manera visible. En el vértice se situó el homenajeado, por ser el de mayor edad y por formar parte del Consejo, aunque a partir de ese día lo abandonara con carácter permanente, como no podía ser de otra manera. Delante de él había una pequeña mesa de mármol inmemorial, cubierta en parte por un lienzo corporal de lino blanco. A los lados se situaban los nueve miembros del Consejo, además del entrante, haciendo prevalecer la mayoría de representación femenina sobre la consideración de la edad. A continuación tomaron asiento quienes pasaban de los sesenta años, tanto más cerca del vértice cuanto mayores fueran. A partir de esa edad hacia atrás, nos colocamos por unidades familiares, teniendo en cuenta la edad media de cada una, así que cuanto menos tiempo sumaran, más alejados del vértice. El último lado que cerraba el triángulo no estaba fijado, pues su longitud variaba según la fertilidad de las familias en esa época, que por otro lado solía ser muy elevada entre nosotros. Lo constituía una estrecha mesa desmontable por partes, cubierta con una tela roja adamascada, sobre la cual la mujer y el hombre más próximos a la ochentena habían dispuesto a lo largo de ella unos baúles que contenían multitud de cajitas con unos gramos de cenizas pertenecientes a los ya fallecidos, con sus nombres grabados en las tapas, práctica que databa desde que se decidiera honrar la memoria de los finados con la cremación de sus restos y registrarla, para dar testimonio de su existencia a las generaciones venideras, hacía varios centenares de años. En el centro se había dejado un espacio para colocar las antiquísimas vasijas ceremoniales de bronce y terracota, que contenían vinagre, sal, aceite y multitud de especias, romero, clavo, pimentón, orégano, canela, menta, eneldo, laurel, albahaca, nuez moscada, pimienta negra y blanca, además de otras solo conocidas por los oficiantes actuales o que habían participado alguna vez de manera activa en la preparación del banquete, que daban al ágape un sabor único y característico, como nadie ajeno experimentaría a lo largo de su vida. Una vez dispuestos conforme a la edad, familia y rango, comenzó la formalidad de las ofrendas a cargo de cuatro niños elegidos de entre aquellos que no contaran menos de siete años y no más de doce. Portaban el vinagre, la sal, el aceite y un cesto con las especias que utilizarían los cocineros encargados de preparar el refectorio ceremonial. Se dirigieron con ellos hasta el homenajeado, a quien le entregaron todo en mano con una solemne reverencia. Este a su vez iba posando todos los elementos sobre la mesita, tras mostrarlos a la concurrencia y besarlos con el pudor y la veneración con que se besan los objetos sagrados.
Tras finalizar esta parte, Pascual procedió a elegir por sorteo a los cuatro cocineros del condumio colectivo entre quienes se presentaran voluntarios, que solían ser numerosos, porque se consideraba un honor la prestación de este servicio en día tan señalado, aunque antes habría que precisar que estaban excluidos de esta actividad, así como de cualquier otra referida a la celebración, los familiares directos hasta el segundo grado. Para ello extrajo de un raído saquito de piel curtida los cuatro papelitos en los que constaban sus nombres, leídos por él mismo en voz alta. Tras escucharlos, estos abandonaron sus asientos y se dirigieron a recoger los ingredientes básicos conocidos, porque los otros les serían revelados y entregados por Pascual, si es que ninguno de ellos había participado antes en tal menester. Después se marcharían a la gran cocina, donde antes de comenzar la faena debían ponerse de acuerdo en quienes se dedicarían a cocinar el asado y quienes el primer plato y el postre. No se trataba de un banquete pantagruélico, sino austero, que tenía por único objetivo reforzar la hermandad entre nosotros. Así es que nadie puso jamás la más mínima objeción a que el menú consistiera siempre en lo mismo, un guiso de alubias con verduras, carne a la brasa y natillas sin galletas de postre. Ni que decir tiene que la singularidad de esta sencilla comida estribaba en los aderezos.
Previo a la elaboración de las viandas tenía lugar uno de los momentos más importantes de la Fiesta del Homenaje, conocido como ceremonia de la mostración, que fue la que nos llenó de oprobio a los familiares más allegados del abuelo Pascual. El agasajado señalaba por voluntad propia a dos de los asistentes para llevarla a cabo. La única condición que deberían cumplir era que su vigor físico estuviera en su plenitud vital, por lo que deberían andar entre los veinte y treinta y cinco años, sin menoscabo de estos límites caso de ser evidente su robustez, porque la habrían de necesitar para la ejecución del acto. Se puso en pie para designar a Carlos Arranz, un joven bajito de estructura rocosa, descendiente por línea materna de una familia de bodegueros, que se habían establecido como tales a finales del siglo XVI, y a Manuela Claraboya, una mujer fornida de mandíbula neandertal, descendiente de una línea paterna de bastardos, reconocidos por el Consejo hacía más de un siglo, y dedicados al curtido artesanal de pieles vacunas. Ambos abandonaron sus respectivas sillas, se dirigieron hacia el vértice del triángulo y, con una inclinación de cabeza le agradecieron la elección a Pascual, quien a su vez se levantó también para situarse entre los oficiantes. Los tres se marcharon hacia el interior de la casa atravesando todo el espacio libre de la figura geométrica, para salir de la misma por el ángulo izquierdo del fondo, mientras eran seguidos por las miradas ansiosas de los presentes, que quedaron en compás de espera durante unos minutos, hasta que Manuela y Carlos aparecieron de nuevo, vestidos con monos blancos ceñidos a la cintura con un fajín púrpura, tocados con unos chapiris lisos a juego, así como unos zuecos cerrados en los pies también del mismo tono. Sus manos derecha e izquierda estrechaban las de Pascual, a quien sacaban de la casa completamente desnudo, como dicta la tradición. Se encaminaban de nuevo hacia el vértice, y allí, delante de la mesita de mármol, mostraban su cuerpo haciéndolo girar tres vueltas sobre sí mismo con lentitud, para ser contemplado con todo el detalle que cada uno deseara. Pascual lucía un aspecto enjuto, seco, de tan pocas carnes que se le distinguían los huesos por todas partes, apenas le quedaba un miserable ápice de grasa y el recuerdo maltrecho de algún débil músculo. Al finalizar la última comenzó a ascender un rumor creciente, que terminó por concretarse en algunas intervenciones particulares en representación de la opinión mayoritaria.
—¡Pero... cómo... con ese aspecto no vamos a tocar a nada! —se oyó decir con displicencia a Máximo, un sexagenario rollizo que gestionaba el matadero municipal de la ciudad.
—¿Acaso no habéis tenido la perspicacia de alimentarlo bien para la ocasión, como se suele hacer en estos casos por deferencia hacia la comunidad? —concluyó Fedra, una reputada y exitosa abogada penalista.
Pascual hincó los ojos en el suelo, porque no le correspondía a él contestar, visto que su intervención en nada modificaría tanto el desengaño provocado como la acusación de negligencia. Quien tomó la palabra fue mi madre, concernida en lo más profundo de su orgullo porque se trataba de su padre.
—Lo siento de veras, pero nada pudimos hacer para remediarlo. Una profunda depresión no sabemos si endógena o exógena, de origen desconocido a decir de los psiquiatras que lo trataron durante este último año, le fue devorando las hechuras hasta sumirlo en esta desgraciada delgadez. De todos modos, si sirve de algo, aunque ya sé que el pasado jamás nos redime del presente, debo recordaros que hace dos años fuimos felicitados porque el homenaje de mi madre fue de los que hacen historia.
Con estos argumentos trató de desviar la atención de lo verdaderamente importante del caso. Pues la escasa cantidad de materia digestible que nos tocaba del abuelo, no aseguraba la permanencia de nuestra progenie en la composición celular de los demás miembros, lo cual nos haría perder influencia. Llegué incluso a considerar si nos aceptarían la porción de cenizas testimoniales una vez incinerados sus huesos roídos.
José Miguel López-Astilleros
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