IGUANAS EN LA NOCHE
No recuerdo en qué momento preciso de mi infancia comencé a pensar que cuando las mujeres se encuentran libres de miradas, su belleza más conmovedora se expande por cada uno de los espacio-soledades que las envuelve, sin que ellas participen de tal revelación de manera consciente. Mi presencia, por mucho que lo intentara con todos los artificios posibles de seducción, siempre las convertía en seres incompletos y enigmáticos a mis ojos, como si en mi contemplación anidara un error de codificación, gracias al cual lo más hermoso de su realidad me fuera hurtado. Sin embargo, a pesar de los continuos descalabros, jamás dejé de frecuentar su compañía. La esperanza de dar con la entrada al goce más puro me impedía desistir de intentarlo sin descanso. No se trataba de perseguir ninguna quimera platónica sobre arquetipos ni perfecciones, sino de pretender el acceso, siquiera una vez, a aquel paraíso tan esquivo, antes de que la naturaleza caduca de mi tiempo me relegara a quedarme fuera, en el mejor de los casos convertido en un viejo guardián del vergel de los deseos. Para que mi intuición no quedara en un persistente y disparatado sueño infantil, arrastrado hasta la madurez con denodada obsesión, tenía que descubrir en qué consistía el fundamento en el que se basaba mi percepción subjetiva, transensorial, de esta idea, tomada como peregrina y hasta irrisoria por aquellos a quienes hice partícipes de la misma. En ello puse mi empeño, en los lazos que me unieron a ellas, sobre todo de quienes estuve más cerca de arrebatarles el secreto.
I
Tenía cinco años cuando, dos semanas después de recién inaugurado el curso escolar, la directora del colegio abrió la puerta del aula una hora antes del recreo. Hizo pasar delante de ella a una nueva alumna. Nos la presentó con el nombre de Candelaria, para después acompañarla hasta su pupitre, situado dos puestos delante del mío en la fila de mi izquierda. Según caminaba hacia su asiento, quedé obnubilado por su dulce semblante, salido de una ensoñación de la luz que se filtraba a través de los cristales traslúcidos de la puerta. A partir de entonces tuve que hacer esfuerzos ímprobos para apartar la vista de ella cuando algo o alguien requería mi atención. Su cabello lacio y trigueño caía por su espalda dejando un rastro de filamentos dorados en el trayecto desde su cabeza hasta mis ojos. Todo en ella era claridad y armonía. Me transportaba a regiones ignotas de inmenso regocijo, como jamás había sentido en mi corta vida. Conforme se sucedían las horas y los días, aquella emoción fue intensificándose. Hubo momentos en que me llegué a asustar por la irresistible atracción que ejercía sobre mí con solo aparecer por clase, o siquiera en mis cercanías. A veces me enfadaba, no sé si conmigo o con ella, porque aquel halo mistérico suyo se interponía en mi trato con los demás compañeros y amigos, que no entendían mi actitud distraída, como tampoco la entendía yo, puesto que la batalla se libraba en estancias ocultas de mi mente, al margen de mi voluntad. Con ella delante quedaba a merced de un instinto primario, y sin embargo aquella fragilidad me fortalecía, bastaba con que me dedicara un mínimo respingo de sus músculos faciales, o una imperceptible estela azul de sus ojos atravesando mi campo de visión, para que se obrara mi transformación interior. Tras un mes la inquietud causada por la distancia entre ambos me amenazaba con desesperados insomnios. No se debía a la falta de correspondencia de Candelaria, que no parecía reparar en mí lo más mínimo, al menos de la manera que yo esperaba, sino a lo irracional que me resultaba mi situación, además de las incógnitas que irradiaba su angelical aspecto. Para poner remedio resolví acercarme a ella. La primera vez fue en la fila para salir al recreo. Me coloqué justo detrás. Entre los empujones de unos y otros fui a toparme con su espalda. Llegué así a percibir la textura sedosa de su pelo en mi cara y el tacto de su carne blanda contra la mía, se diría desposeída de toda estructura ósea, cual mariposa invertebrada. Pero lo que más me conmovió fue aspirar su olor íntimo, escondido, vedado a los mortales que no traspasaran el umbral prohibido. No supe distinguir las esencias aromáticas del agua de Colonia, de la fragancia natural que emanaba cada uno de sus poros epidérmicos en ebullición. Formaban un único perfume que nos envolvió en una placenta embriagadora durante aquella porción de segundo, de la que fui expulsado con un salvaje e inmisericorde guantazo de Candelaria, por haber tratado de permanecer gozando de aquel éxtasis, según su errónea consideración, más de lo que dictaban las reglas de la física del empellón, a las cuales estábamos sometidos en la fila. Durante muchas semanas disfruté de la rememoración de aquel placer inédito. Lo peor es que el desenlace final no me invitó a repetir la experiencia, no porque me faltaran ganas, sino porque el bofetón recibido indicaba el límite más allá del cual solo suscitaría su animadversión, y no estaba dispuesto a destruir lo que había conseguido hasta entonces. Con todo, pronto creció dentro de mí una cierta alarma, en aumento cuanto más la miraba desde lejos. Su figura parecía descomponerse ante mí en pedazos que se expandían y contraían, en cuyo movimiento algunos quedaban difuminados, dando al conjunto un aire de obra inacabada. Sí, era eso, me dije, me faltan piezas de Candelaria para conocerla en toda su adorable extensión. Pero... ¿Dónde hallarlas? ¿Cómo llegar a ellas? Demasiadas preguntas para una inteligencia en los primeros albores de su formación. Con esta zozobra llegué hasta los últimos días del curso. Así que, viendo que poco podía perder ya en la antesala del verano, época en la que a esa edad la memoria suele encontrar escaso arraigo en las vivencias, aposté por el arrojo de acercarme a ella por última vez, no fuera que la fortuna me sonriera con alguna respuesta concluyente, y con esa tinta inmarcesible, materializada en estas palabras, preservar el recuerdo de Candelaria en el tabernáculo sagrado de mi futura nostalgia. La ocasión llegó cuando antes del recreo nos disponíamos, como siempre, a tomar nuestro almuerzo cada uno en su sitio. Se nos permitía que nos levantáramos sin pedir permiso para acercarnos a la papelera a tirar los envoltorios, las cáscaras de los plátanos o cualquier otro desperdicio, pero aprovechábamos para zascandilear de una mesa en otra, compartiendo unas galletas o cualquier cosa, o simplemente hacerle una visita a un compañero distante. Se me ocurrió cambiarle mi sitio a María Urbino, íntima de Candelaria, que se sentaba a su lado. Para ello tuve que sobornarla con las cuatro gominolas que me quedaban en el plumier. En la segunda fase de mi aproximación, con la Urbino ya lejos, le ofrecí mi botellita de zumo de piña, para que amenizara la deglución de sus dos sándwiches de mantequilla y mermelada. Cautivada por el aroma meloso que salía del recipiente abierto, colocado justo debajo de su nariz, accedió al ofrecimiento. Cuando ambos teníamos agarrada la botella, con sus glándulas salivales inundando de humedad su lengua, antes de que mi mano la soltara, aproveché para ponerle la condición de que me dejara comer mi bocadillo a su lado. Con una sonrisa tímida, a pesar de sibilina, ejerció su potestad magnánima de aceptar mi propuesta. Sin perder un solo segundo, acerqué la silla para sentarme junto a ella y posé mi rebanada de pan con chorizo sobre la mesa, junto a su almuerzo. Después de paladear un trago de zumo de piña, alargó los dedos índice y pulgar de su mano derecha hasta uno de los sándwiches, mientras con la otra mano lo sujetaba, para así pellizcar un pequeño trozo, que introdujo en la boca con elegante distinción de niña cursi. Todo era distinto en ella desde tan cerca: sus labios carnosos parecían haber sido dibujados en el rostro por un helado de fresa, sus ojos garzos lucían más luminosos y redondos, sus mejillas más aterciopeladas, y hasta su voz sonaba como un arrullo. Pero no era solo esta perspectiva deslumbrante detrás de lo que andaba, si bien tampoco sabía qué. Seguí el trayecto de sus dedos hasta la boca entreabierta, cuyas yemas, nada más depositar el alimento sobre la lengua, quedaron ligeramente mojadas, emanando como consecuencia un efluvio sutilísimo y arrebatador, que amenazaba con atrapar el alma de quien lo aspirara, de haber sido más persistente en la atmósfera, porque al secarse los dedos desapareció, y con ello su efecto. Sin haberme recuperado de la deliciosa enajenación a la que fui conducido mientras tenía lugar el refrigerio, me centré igualmente en el recóndito proceso que sufrirían las porciones de sándwich dentro de su sistema digestivo, y aún de su cerebro. Nadie sería testigo de la comunicación que aquellos bocados establecerían con sus mucosas, células, jugos gástricos y sistema nervioso. En esas tinieblas se agazapaban las piezas ausentes de Candelaria, del mismo modo que había emergido fugaz el olor de su epidermis al contacto con la saliva. Ya no tenía la menor duda. La verdadera intimidad, esa que permanecía inaccesible incluso para ella misma, incólume mientras no fuera avistada por nadie, era la pieza elemental sin la cual sería una criatura inacabada dentro de mí. Siendo así que solo con la imaginación podría contemplar sus atributos inalterables. Por eso, mientras daba fin a su almuerzo, la soñé sola en su habitación, tras la pantalla de rayos X en la consulta médica, bajo el disfraz de carnaval, al otro lado de sus ojos cuando los cerraba... en todos y cada uno de los instantes en que la soledad le hacía brotar aquellos gestos, ademanes e inclinaciones tan únicos como delicados, tan reservados y suyos, pero siempre desconocidos para quienes la rodeaban, por mucho que intentáramos acecharla como un voyeur. Fue entonces cuando caí definitivamente rendido ante ella, con una entrega tan ciega que hasta me provocó dolor de puro contento, gracias a la intermediación de la hermosa Candelaria soterrada y esquiva, efervescente en su fluir dentro de mi torrente afectivo.
El deleite de haber dado con la clave para disfrutar de su ser sin dejar rastro en ella de mí, salvo la impronta exterior que pudiera quedar en alguna de sus neuronas, me duró apenas dos días, porque las vacaciones nos separarían, no hasta el comienzo del otoño, como era de prever, sino para siempre, porque no volvió al colegio por haberse trasladado con su familia a otra ciudad. Su definitiva pérdida me dejó extraviado durante muchos años. Con este desenlace la sensibilidad para acceder a ese mundo femenino se me fue disipando, así como la esperanza de recuperarla.
II
¡Cómo eché en falta esa capacidad para recrear lo impenetrable, lo intangible! Pero más duro fue enfrentarme al esfuerzo por recobrarla. Tuve que llegar a la adolescencia para al menos intentarlo de nuevo. Sucedió cuando en el instituto coincidí con Camila. Por entonces el recuerdo de Candelaria había sucumbido a mis cambios hormonales y al nacimiento de una sexualidad urgente, como la de todos los púberes. Ello no fue óbice para que los restos de aquella ensoñación quedaran larvados, a la espera de la temperatura adecuada para germinar. La reanimación de aquella necesidad acaeció el anochecer de un viernes en que Camila se disponía a regresar a casa tras despedirse de sus amigas, después de haber visto una película en el cine y degustado una hamburguesa con ellas en el centro comercial del barrio. En mi caso, andaba dando vueltas por ahí, errante, ansioso, sin saber a dónde ir, qué pensar, ni qué me hacía infeliz, inmerso en el desamparo de los héroes melancólicos, como los de las películas que me gustaban, perdedores sacrificados, caídos en defensa de causas imposibles. Aunque estas idealizaciones ya no se llevaban por entonces, confirmaba que poseía un espíritu antiguo, anclado en viejas lecturas románticas de biblioteca, motivo por el cual mantenía estos gustos en secreto para no hacer el ridículo con mis amigos ni con nadie. Pero volviendo al encuentro con Camila. Mientras atravesaba la Plaza de Pizarro, escuché una voz aguda que gritaba mi nombre desde lejos.
—¡Máximo, Máximo...!
Miré en derredor mío sin dar con quien me llamaba por mi nombre completo, algo inusual porque todos se referían a mí como “Maxi”, hasta que la vi levantando el brazo para llamar mi atención de manera visible. Expectante por lo inusitado del hecho, detuve mi marcha en espera de que llegara a mi altura.
—Disculpa, no quería molestarte, igual tienes prisa y te estoy importunando —se disculpó jadeando por la carrera que se había dado hasta alcanzarme.
—No te preocupes, no iba a ningún sitio —le contesté sorprendido por haber reparado en mí: un chico ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni listo ni tonto, del montón, vamos, de los invisibles para las chicas de esa edad. Fingí indolencia, porque si mostraba interés, con toda seguridad sospecharía cualquier cosa y saldría huyendo, después de haber sido ella quien solicitara mi compañía.
Detrás de mi actitud había algo más que simple previsión para evitar su recelo. Habíamos coincidido más de una ocasión en el mismo grupo y en el mismo colegio, pero nunca dejé de verla como una de tantas chicas con largas piernas delgadas y torso desproporcionado en relación con estas, en el que ya destacaban unos pechos generosos y alocados en su tersura, debido a los movimientos descontrolados a los cuales eran sometidos, por haberse desarrollado demasiado rápido en una niña acostumbrada a estar sin ellos. Nada había en Camila que la hiciera destacar entre las demás, como no fueran las bromas y chanzas mordaces que desataba entre los chicos de clase, nunca supe por qué, lo cual significaba que estaba muy lejos de interesarme siquiera un mínimo. Esta indiferencia hacia ella cambió, sin que me percatara de ello, cuando coincidimos después de haber perdido su rastro. Había cambiado, lucía unos ojos cautivadores de mirada densa, como densa era la sensualidad tentadora de su carne en movimiento, que dejaba en mis entrañas una estela de naciente ardor, fruto de su caminar cimbreante. Todo ello me llenaba el paladar de un sabor acaramelado y ácido, del cual pronto me convertí en adicto desde la distancia. Este proceso se fue agudizando a causa de la frecuencia con que ocupaba mi mente, sin que me resistiera en absoluto a tal irrupción. Cabría pensar que era algo pasajero, propio de los desórdenes de la edad. Sin embargo, la desesperanza por no pertenecer siquiera a su tercer o décimo círculo de amistades, me llevó a la invención de una autómata confeccionada con las hechuras de su fisonomía, a la cual se inmolaban todas mis ansias cuando estaba solo, a pesar de su inmaterialidad. A partir de entonces esta Camila comenzó a prosperar dentro de mí, al margen de la otra, para aplacar mis frustraciones y apetitos. Resultaba gratificante, parapetado como un furtivo camuflado en la muchedumbre, alimentarla con minuciosos detalles sustraídos a la real: un rubor aparecido en sus mejillas por haber escuchado una palabra procaz, la huella imperceptible de sus incisivos marcada en el labio inferior ante una sorpresa insospechada, la disimulada reptación de su mano bajo la ropa interior, el arqueo grácil de los dedos atusándose su melena pelirroja... Cuanto más compleja era mi creación, más cerca estaba de poder imaginar que llegaría a prescindir de su referente. Albergué la insensatez de que incluso se independizara de la otra por sí misma, de que llegara a tener voluntad propia, pero propensa a mi adoración, lejos del menosprecio que parecía demostrarme aquella. Así terminó el curso, con las contradicciones entre mi construcción idealizada de Camila y la pujanza enervante de mi libido, tendente esta a la destrucción de aquella, siempre y cuando hubiera mediado entre nosotros un ayuntamiento amoroso. Esto es lo que pensé años después, no ahora, deformado por las teorías que apuntan a que los anhelos concretos, materiales para ser más exactos, son quienes en realidad crean las ideas sublimes en nuestro camino hacia ellos, de tal guisa que estamos aherrojados, cual galeotes en la bodega de una nave a la deriva, a nuestras percepciones más primitivas, como timoneles de nuestro acontecer. Quizás por eso encaré el verano con la seguridad de que mi Camila no habría de ponerme en la tesitura de elegir entre una de las dos, y de que ella jamás perecería en las fauces del tiempo, hecha como estaba de todas aquellas peculiaridades observadas en la de carne y hueso, tamizadas por mis ensoñaciones, a salvo de ninguna degeneración futura. Ni que decir tiene que con estos antecedentes a punto estuve de no recobrarme del vuelco que me dio el corazón tras el encuentro de aquella noche de plenilunio. Lo que estaba sucediendo y sucedería escapaba a todo pronóstico, porque durante los meses precedentes no hubo ni un solo indicio que lo augurara.
Después de saludarnos, me contó que estaba sola en casa, porque sus padres y hermana no llegarían hasta el día siguiente a media mañana, por haber viajado a un pueblo de la costa levantina, donde pondrían a punto el apartamento que tenían para pasar las vacaciones estivales. Así que podía llegar a casa todo lo tarde que quisiera, en vez de a las once, como era de obligado cumplimiento durante el verano. Con esta declaración entendí que no tendría prisa por deshacerse de mí. Caminamos sin rumbo por la ciudad, charlando sobre el instituto, la gente que conocíamos, el último de los viajes escolares y un sinfín de asuntos comunes, hasta que sin saber cómo, ni pretenderlo, nos encontramos hablando sobre gustos y recuerdos personales, conocidos solo por los muy allegados. Cuando la conversación viró hacia regiones más confidenciales, me di cuenta de que habíamos estado dando vueltas en círculo por las mismas avenidas, los mismos parques, paseos..., lo cual denotaba su embebimiento en el diálogo que manteníamos, y quizás hasta se encontraba a gusto conmigo, por el hecho de darle igual qué dirección tomáramos. Entrada la noche, sin apenas transeúntes por las calles, coincidió que circundábamos por fuera el pequeño Jardín de Santa Ana, situado en la confluencia de cuatro avenidas, alrededor del cual el tráfico se distribuía a gran velocidad. Camila me tomó de la mano para que la siguiera hacia la espesura vegetal del jardín, compuesta en una primera línea por setos de boj y agracejos de considerables dimensiones. Cruzamos los cuatro carriles, justo enfrente de una escueta senda bien hollada. Una vez dentro, encontramos una muy alta, tupida y frondosa circunferencia de bambú, que atravesamos por un lado donde las cañas permitían trasponerla colocándonos de lado, para lo cual hubimos de bordearla unos metros desde donde nos encontrábamos. No había duda de que Camila conocía bien aquel itinerario, a juzgar por la seguridad con que se desplazaba.
El interior consistía en una superficie circular de mullido césped. Situados en el centro, nos tumbamos boca arriba, iluminados por el reflejo plateado de la luna en su apogeo, al abrigo de miradas indiscretas y del ruido perturbador de los pocos automóviles de esas horas, que frenaban al incorporarse a la rotonda y aceleraban al salir. Nos quedamos en silencio, mirando hacia el cielo, sin movernos. La quietud fue alterada cuando ella se puso de lado, tan cerca de mí que su respiración se confundía con la mía. Con un desplazamiento de su torso, apoyada en la punta de sus zapatos de lona e impulsada por su brazo derecho, logró ponerse encima de mí. Nuestros vientres desnudos se fundieron en uno, tras haber quedado su minifalda de volantes recogida en el talle, como si en unos instantes fuera a comenzar un trasvase de intimidades a través de nuestra epidermis, pues con antelación Camila me había subido el polo más arriba del ombligo. No podía creer que sus más profundos secretos me fueran a ser revelados, y que esta fuera la única manera posible. Al fin entraría en la sala de los espejos inversos, donde tienen lugar las reacciones de la misteriosa química femenina, o al menos la de Camila, quien se disponía a manifestarse en todo su esplendor. Preparado para almacenar todo aquel torrente de estímulos eléctricos en mi cerebro, me sobrevino una perturbación que luchaba por priorizar el instinto del deseo por encima del conocimiento, siendo así que se estableció una batalla entre mi sexo y mi razón, aquel pendiente de saciar su sed a toda costa, como tributo impuesto por la naturaleza, y esta, ignorante de su debilidad, tratando de ejercer su poder de persuasión contra la avidez sicalíptica. La victoria se saldó a favor de la segunda. Como prueba de ello, Camila se dejó caer sobre su espalda, al percatarse de que una frialdad paulatina había empezado a propalarse por mis venas, dejándola inerme, con su ascensión al templo del éxtasis detenida en los primeros peldaños, preparándose para la resignación del descenso. Por mi parte, debido a mi bisoñez, no me di cuenta de las alteraciones que había provocado en ella la flacidez inducida de mi sexo, como tampoco de que la apertura de las esclusas por donde rebosaría la verdadera Camila estaban ligadas a nuestro celo desatado. Sé que resulta inverosímil, pero el sexo sin más aderezo ni horizonte, encarnaba una rémora a la que había de sobreponerme, por mucho que me atenazara, porque lo concebía como una decantación natural de las emociones, sin las cuales me era imposible el conocimiento de las interioridades que ambicionaba.
Si en ella la impetuosa velocidad del deseo había sufrido un retroceso hasta extinguirse casi por completo por mi causa, mi afán ciego por conocer a la Camila en potencia, valga el concepto aristotélico, no se detuvo. En su reciente estado de pasividad se parecía a la autómata de mi cosecha. Me sobresalté porque di en pensar que ambas eran la misma criatura, quizás una sola invención holográfica y conceptual de mi psiquis, que me impediría alcanzar el antiguo propósito recobrado aquella noche de calor tórrido. No me arredré ante tales escollos, por parecerme igual de irreales la inconsistencia de mis lucubraciones y su sobrevenida impasibilidad. Por eso decidí tomar la iniciativa, a sabiendas de que el descalabro por el intento de revertir el proceso abortado de desvelamiento, podría tener repercusiones aciagas. Esta vez fui yo quien me volteé hasta ponerme de lado junto a ella, con una pierna mía encogida sobre las suyas. Mis ojos realizaban una topografía multidimensional de su rostro, atentos a la mínima actividad de la comisura de sus labios y las aletas de su nariz, así como de sus músculos faciales. Pero no bastaba con poner en alerta la vista. Mi olfato rastreaba cualquier cambio en sus emanaciones corporales, aun las más etéreas. Mis oídos dispuestos, como un sonar de precisión submarina, a captar el sonido inaudible de sus fluidos internos más hondos. Sin embargo, tras varios minutos, continuaba inmóvil y silente, a excepción de la actividad producida por sus constantes vitales. Aún más, toda ella estaba envuelta en una apatía combativa, recelosa de cualquier interferencia mía. La exasperación y el pesimismo me llevó a tomar la determinación que me hundió en el abismo. Le abrí la boca y le introduje los dedos índice y corazón entre los dientes, no sé exactamente con qué fin, todavía me lo pregunto, quizás para arrancarle algún auspicio de su regreso a la carnalidad de su existencia.
—¿Qué haces? Quita... —me dijo en un tono despectivo, agarrándome la muñeca para sacar mis dedos de su boca.
Se puso en pie de espaldas a mí, se alisó la falda, se atusó el pelo y se marchó sin mediar ninguna palabra más, dispensándome la misma displicencia que solía durante el curso recién concluido. Ahora me duele que no se hubiera interesado por ninguna explicación sobre mi comportamiento. Aunque, por otra parte, tal vez fuera mejor así, no haber advertido que detrás solo había una superficie plana de dos dimensiones, y que de ella no podría haber obtenido más de lo que expresaban los impulsos animales de la especie. Con todo, aquella experiencia me sirvió para no volver a insistir en una empresa que a juicio de cualquier persona equilibrada hubiera parecido una insensatez abstracta, carente de sentido y hasta absurda en su formulación, por la cual hubiera sido calificado como un tarado, o cosas peores que no merece la pena referir por decoro. Esto no quiere decir que diera por terminada mi relación con las mujeres, de ninguna manera. Después de aquello, a lo largo de los años, tuve amigas, compañeras y algunas amantes, en las cuales ya no perseguí más de lo que me ofrecieran sus apariencias. Me conformé, en el caso de las últimas, con fingir plenitud en los momentos más álgidos de nuestro idilio, dejando al margen la idea de escudriñar en ellas las dimensiones femeninas latentes en sus caras abaxiales, incluso al otro lado de los cinco sentidos, que tanto había intuido, teorizado y pretendido. No puedo decir que no gozara de aquellos afectos en grado sumo, sin embargo, tarde o temprano, siempre terminaba por incubar una insatisfacción que se cronificaba con los días, cuyo origen estaba en lo banal que me resultaba la superficialidad evidente de lo manifiesto, sabiendo que los fondos pelágicos de sus identidades atesoraban maravillosas galaxias inexploradas por emerger. Este era el padecimiento que me aquejaba la fría noche de invierno en que las iguanas me condujeron, demediado el tiempo por vivir, hasta la mujer sin nombre.
III
Acabada la sintonía del programa, introduje un bloque de cuñas publicitarias, tras lo cual me levanté y dejé el sitio libre al operador técnico siguiente, que esperaba fuera del estudio. Tantas horas de concentración no me habían dejado ganas de volver a casa, necesitaba respirar aire puro para despejarme antes de cenar e irme a la cama si no quería ser pasto de mis recurrentes insomnios. Vagué por varias calles sin rumbo y a solas, porque a esa hora tardía la incipiente helada había vaciado las aceras de transeúntes. Solo me crucé con algún que otro noctámbulo irredento con el cuello del abrigo levantado hasta las orejas, además de un par de mendigos en pos de un lugar en el que ponerse a salvo de la gélida intemperie. Solo las fachadas de los locales nocturnos lucían animadas, el resto de la urbe estaba sumida en el silencio, vulnerado en exclusiva por la carrera urgente de un taxi o los vómitos de un borracho circunstancial. En una minúscula calleja perpendicular a la calle Santa Olalla, que pasaba inadvertida por su aspecto anodino y ruinoso, chisporroteaban las vistosas letras de neón que anunciaban un club, de dudosa reputación, se me antojó pensar sin motivo. Decidí atravesarla por curiosidad sin la menor intención de detenerme en Las iguanas, mi humor no estaba para fiestas ni celebraciones. En la puerta había un ventanillo enrejado, cuya portezuela habían dejado abierta de par en par quizá por descuido, a través del cual el portero comprobaría la identidad de los asistentes sin distorsiones ópticas. En un rapto de osadía recorrí sin dilación los pocos metros que me separaban de la mirilla, con el propósito de fisgonear lo que se cocía en aquel antro. Me situé a unos prudentes cincuenta centímetros de ella, desde donde me asomé con cautela para evitar un posible altercado, así que no pude columbrar las dimensiones por entero del establecimiento. Desde ese ángulo me llamaron poderosamente la atención dos iguanas negras dentro de un terrario iluminado por fluorescentes de color violeta, emplazado en un extremo del mostrador de madera, cuyo borde estaba rematado con un capitoné de piel verde, sobre el cual los antebrazos de los clientes encontrarían cómodo apoyo. Una mujer iba y venía, y se afanaba con la vajilla de un extremo a otro en el interior de la barra. Apenas me fijé con detenimiento en su aspecto, porque no había nada que destacara en ella. En vista de que nadie había reparado en mí, me acerqué aún más con el fin de curiosear con mayor amplitud. Lo que me extrañó fue que no hubiera nadie dentro, salvo ella, envuelta en el aura roja de las lámparas que colgaban del techo a lo largo del mostrador, que le prestaban un aire de escenario respecto al resto del espacio. Como no sospeché ningún peligro inminente, me apresté a tirar de la puerta para entrar. El silencio reinante en la atmósfera de los no más de cincuenta metros cuadrados, me dio el valor suficiente para internarme en un mundo desconocido, puesto que jamás había frecuentado lugares como aquel. Dirigí mis pasos hacia el extremo de la barra donde dormitaban las iguanas, con la determinación teatral de un usuario habituado a ello. Al llegar me senté en uno de los taburetes con asiento de eskay raído.
—¡Hola! —saludé a la camarera, con un ligero temblor en la garganta que delataba mi falta de costumbre en aquel ambiente, y echaba por tierra mi actuación.
—¡Buenas noches! Usted me dirá. ¿Qué va a tomar? —me contestó con un fuerte acento extranjero, cerrando las vocales y prolongando las eses, a la vez que hacía un levísimo gesto de desagrado con la comisura de sus labios en señal de contrariedad, conminándome a que le aclarara qué hacía allí, y si mi propósito era solo beber algo.
—Sí... bueno... yo... en fin... ¡Póngame un gin-tonic de Watensi y Fever-Tree, por favor! —le repliqué engolando la voz para impresionarla, solicitándole una combinación que había leído en una revista de alta cocina para gourmets, puesto que nada sabía de preparados espirituosos, por no formar parte de mis costumbres.
—¿Me está vacilando? —me reprendió con dureza.
—¡Disculpe, no quería ofenderla! Es que... ¡Elija usted la ginebra y la tónica que quiera! —me excusé avergonzado por haberme puesto en evidencia.
—¡De acuerdo, tranquilo, no se preocupe! —me disculpó sin mirarme, mientras preparaba el cóctel—. ¡Aquí tiene, son dieciocho euros, por favor! —me urgió a pagar, clavando sus pupilas con severidad en las mías durante unas décimas de segundo.
—¡Gracias! ¡Tome, quédese con la vuelta! —concluí, mientras le tendía un billete de veinte.
—¡Gracias a usted! —remató la conversación, pronunciando la frase con una inflexión amable—. Por cierto, si se las mira bien, no son tan repugnantes —añadió señalando con un dedo a los reptiles, como contrarréplica a una mueca que hice al acercarme a su caja de cristal.
Bebí a pequeños sorbos, no fuera a emborracharme, dada mi abstemia. De esta manera, además, lograría que mi aversión por aquel brebaje no se me notara demasiado. Después de que ambos nos quedáramos petrificados como estatuas, ella con sus caderas apoyadas en una estantería de acero inoxidable que tenía detrás, ensimismada en la puerta de entrada, sin parpadear, y yo con el cuello girado hacia las iguanas, imprimí con un pie apoyado en el suelo la fuerza suficiente para que el taburete comenzara su lento desplazamiento giratorio. En el recorrido hallé una gramola de los años 70 del siglo pasado tras unos veladores, estaba enchufada y todo hacía presagiar que aún funcionaba. Coloqué el otro pie en el suelo y fui hasta la máquina, con la avidez de un arqueólogo que hubiera adivinado la edad de un vestigio apenas fuera del terreno. La examiné concienzudamente, dejando que la memoria ordenara las vivencias en las que antaño había pasado horas escuchando las canciones de moda. Los títulos de los discos también pertenecían a la misma época, salvo uno, que desentonaba del conjunto.
—Si quiere poner un disco, solo tiene que pulsar la tecla correspondiente, no hace falta introducir moneda —me interrumpió la camarera, con la seguridad de que estaba deseando hacerlo.
—¡Muchas gracias, lo haré, se lo agradezco! Hacía mucho que no veía una de estas —le contesté con una sonrisa complaciente en señal de gratitud.
Me llevó más de quince minutos decidirme. Al final elegí el único que estaba fuera de lugar en aquel establecimiento. Se trataba de una selección de piezas de Schubert. Hundí el pulgar y el mecanismo se puso en marcha con lentitud y dócil obediencia. Pocos segundos después sonaron los primeros acordes del Trío no 2, en Mi bemol mayor, op. 100.
Ella salió desde detrás de la barra y se acercó a mí por detrás. Su proximidad me permitió percibir su respiración agitada.
—¿Le gusta esta música? —me preguntó en una voz tan baja que parecía un susurro, sorprendida por mi elección.
—Sí, es apasionante —le confirmé sin darme la vuelta, absorto en el desplazamiento de la aguja—. Aunque me gusta más la versión que forma parte de la banda sonora de una película que se titula El ansia. El tempo es más lento y con ello su capacidad de evocación es mucho mayor, al menos para mí.
—¿También le gusta esa película de vampiros? —me preguntó incrédula, después de situarse a mi lado sin dejar de mirarme con intensidad.
—Ya veo que conoce la película. ¿Acaso no le interesa el amor, la inmortalidad, la belleza, la vejez, la lealtad...? —le contesté a su vez, haciendo un inciso de varios segundos en cada sustantivo, como efecto dramático para que le diera tiempo a reflexionar sobre ellos.
—¡No sabe hasta qué punto! Solo manifestaba mi asombro por haber encontrado a alguien que compartiera conmigo esos gustos. No conozco mucha gente con la sensibilidad suficiente como para apreciar el significado tanto de la película como de esa obra de Schubert —recalcó con celeridad, quizás para no darme tiempo a que la tomara por una mujer vulgar sin instrucción—. Además, ese disco lo introduje yo en el aparato para escucharlo a solas —apostilló, señalándolo—. Si le gusta esa clase de música y ese tipo de películas..., espere a que haga una llamada a mi jefa y cierre el local, hoy ya no vendrá nadie, ni las otras chicas, alguien en comisaría se ha encargado de ello —me dijo en un tono cómplice e irónico, para a continuación regresar tras el mostrador, donde vuelta de espaldas mantuvo una breve conversación que no pude escuchar—. ¡Ya está! Puede aguardarme fuera mientras apago las luces y bajo el cierre metálico —concluyó, extendiendo el brazo hacia la salida.
Tardó más de lo que preveía en salir, luego entendería por qué. Una vez en el exterior, nada quedaba en ella del top de lentejuelas brillantes, ni de la falda ajustada, ni de los zapatos verdes de plataforma, ni de las medias de rejilla, ni del espesor del maquillaje, ni de la peluca rubia platino. Ya a mi lado se abotonó el abrigo azul marino y se subió el cuello hasta arriba. Su imagen era la de un personaje romántico de otros tiempos, con su corta melena azabache y los labios pintados de color cereza, resplandecientes en la tez nacarada de su rostro.
—¡Sígueme! —me ordenó con una dureza imperativa, dulcificada por la pronunciación rehilante de la primera ese—. No temas, no soy la vampira Miriam, ni te condenaré a sufrir la eternidad —me espetó, al retrasarme un paso respecto a ella, cuando se puso en marcha hacia la calle Santa Olalla.
Subimos la costanilla final, tomamos una callejuela estrecha llamada Travesía del equinoccio, en la que solo se escuchaba el eco de nuestros zapatos, y que desembocaba en la desconocida Plaza de Lope de Aguirre. ¿A quién se le habría ocurrido dedicarle una plaza a un loco cruel y sanguinario? Pensé. Allí tenía parada una de las líneas nocturnas del autobús circular. Llegamos hasta la marquesina y nos guarecimos bajo ella, porque habían comenzado a caer las primeras gotas de una lluvia tan fina como heladora. Por fortuna, unos quince minutos después, apareció el autobús por una de las bocacalles opuestas.
—¿Te espera alguien? —inquirió, con la certeza de que me había formulado una pregunta retórica, cuya respuesta solo pretendía un acercamiento entre nosotros.
—No —le respondí lacónico, sin devolverle la pregunta por parecerme redundante la respuesta.
Subimos al autobús y nos sentamos hacia la mitad. Viajaban en esos momentos una anciana desgreñada con una bolsa de plástico en la mano al principio, y un hombre de edad imprecisa debido las abultadas ojeras y delgadez extrema en los asientos finales. Me pregunté si también nosotros tendríamos la misma apariencia espectral que ellos, anegados en la fluorescencia frigorífica del habitáculo.
—Si nos revelamos nuestros verdaderos nombres, seremos engullidos por la vanidad de nuestras mentiras. ¿No te parece? —me demandó, para corroborar que nuestro silencio estaba siendo propagado en la misma longitud de onda, y que yo no desistiría de continuar con nuestra singladura hacia un universo en ciernes.
—Creo que tienes razón —le confirmé, impresionado por el despliegue poético de su exposición—. Aun así, ¿te importa que te llame Iguana? Las iguanas tienen un tercer ojo, llamado ojo pineal, que regula los ritmos circadianos —le devolví la interpelación.
—No, no me importa —contestó con un conato de sonrisa—. En mi caso no te pondré nombre, porque tú eres el narrador de esta historia, y no creo que te interese cuál te hubiera puesto, al fin y al cabo es tu punto de vista el que se dilucida en el relato, no el mío —reflexionó sin agrura.
—Te equivocas, Iguana, no solo me interesa, sino que lo necesito para seguir aquí contigo. Una existencia sin nombre se hace cuesta arriba —la contradije, sin ánimo de enojarla—. Pero te lo pondré fácil, ya que me atribuyes un poder absoluto sobre nuestro devenir. Me llamarás Blaylock, como el personaje masculino de El ansia, aunque como ves, nada tiene que ver mi fisonomía con la de David Bowie —aseveré con sorna.
—De acuerdo, Blaylock. Aunque para estar a tu altura... ¿no sería mejor que atendiera por Miriam? De este modo ya sabríamos el final del argumento, aunque para ello nos haría falta una doctora Sarah Roberts —continuó la broma con ingenio.
Entre tanto se sucedía nuestra conversación, ya sin el tratamiento formal del comienzo, el autobús se había ido alejando del centro hasta llegar a un barrio desolado de las afueras sin apenas edificios. Se detuvo frente a la marquesina de la última parada, próxima a la rotonda donde daría la vuelta. Iguana se levantó y me tiró de la manga para advertirme que habíamos llegado a nuestro destino. La pertinaz lluvia seguía cayendo, perpendicular, desde unas nubes difusas a esas horas de la noche. Razón por la cual, después de haberme distraído ojeando los alrededores, eché a trotar detrás de ella, quien, tras doblar por el único bloque de pisos, construidos en mitad de una planicie yerma, había acelerado el paso hasta enfilar hacia una pequeña casa de dos pisos, erigida en medio de un solar de varios miles de metros cuadrados, saturado de maleza. Abrió la cancela desvencijada que daba acceso a un jardín descuidado, inculto. La senda de entrada era una trocha angosta de tierra pegajosa. Llegamos a la puerta levantando los pies para pringarnos lo menos posible de barro, algo fuera de mi alcance, porque iba a tientas, entre enganchones con las zarzas laterales, a la sombra de Iguana, debido a la luminosidad mortecina de una lamparita colgada en el porche. Ya dentro, me conminó a colgar la chupa en un perchero de pie, como hizo ella con su abrigo. A continuación, la seguí hasta la escalera, por la que ascendimos a un amplio salón del segundo piso. Gracias al tenue resplandor de los apliques de la escalera pude atisbar en medio de la habitación un piano de cola, que sorteó en su trayectoria hacia una consola de dos patas, apoyada en la pared izquierda, sobre la cual había un candelabro de tres brazos con las velas a medio consumir, de las cuales solo prendió una con el encendedor que extrajo de una cajita de madera con incrustaciones de nácar. Como a Iguana le molestara la competición entre las dos de luces, me ordenó que pulsara el interruptor de la escalera, con objeto de que predominara el fulgor del pábilo.
—¡Entra y siéntate ahí, por favor! —me rogó, señalando una banqueta de cuero negro, similar a la del piano, justo al lado de la consola, en línea con la otra, pero bien separada.
Cuando hube tomado asiento, ella dio unos pasos hasta el piano, levantó la tapa superior y colocó el soporte para dejar al aire la caja de resonancia. Después se sentó y abrió también la del teclado. Tras unos instantes, durante los cuales se había quedado abismada en el rectángulo charolado del atril, los dedos de sus manos comenzaron a evolucionar sobre las teclas. Las primeras notas del segundo movimiento del Trío no 2, en Mi bemol mayor, op. 100, de Schubert, comenzaron a dispersarse por la penumbra, como una fruta madura que se desgranara sobre un paladar melancólico. La música eclipsó por completo las gotas de lluvia que habían arreciado sobre los cristales de la ventana, cuyo reflejo me devolvía su imagen concentrada en la melodía. El vello de mis brazos, animado por un hormigueo compungido y sensitivo, se me erizó, liberándome de la pesada gravedad de mi cuerpo. El ritmo sincopado anegó la estancia vacía de profundidades, sobrevoladas por escamosas luciérnagas abisales en plena danza nupcial. Con la última nota del andante con moto extinguiéndose lentamente en el espacio, se mezclaron nuestros suspiros entrecortados al unísono.
—¿Sabes que Schubert compuso esta pieza poco antes de morir? —me dijo con las manos descansando en el regazo, como si las eximiera de la responsabilidad de haber interpretado de manera tan conmovedora aquella pieza.
—Sí, además le dio tiempo a escucharla en vida, con los cuatro movimientos de los que consta —aduje para completar el apunte.
Iguana se levantó y me invitó a hacer lo mismo tomándome la mano derecha. Con los dedos índice y pulgar de su izquierda estranguló el pábilo, que humeó en la oscuridad hasta que la mecha perdió toda su débil incandescencia. Ciego como estaba, frágil y expoliado de toda iniciativa por la circunstancia tan excepcional en la que me hallaba, solo me quedaba la resignación de que ella oficiara de lazarillo para mis pies y mis ojos. Seguí tras ella por la escalera, un escalón tras otro, en un descenso que no parecía terminar nunca, quizás por la parsimonia con que nos desplazábamos, no por ella, bien conocedora de la casa, sino por mí, naufrago anclado a la voluntad de los sargazos. Cuando los ojos se me acostumbraron a la falta de luz, observé en su piel una refulgencia fluorescente que no tildaría de sobrenatural por mi escepticismo ante estos adjetivos, aunque no tuviera explicación para tal fenómeno. Quizás se debiera a una acumulación de los fotones residuales de la vela, captados por mi retina en aquellas condiciones de deslumbramiento emocional. Razoné así para desprenderme de la deriva hacia la fantasía, a la que tan propenso era. ¡Tan poco seguro estaba de mi integridad psíquica, de la que siempre dudé, sobre todo cuando en mi vida aparecía una bifurcación, y una de las opciones se presentaba ante mí con la fortaleza de una imagen poética! No tardaría en comprobar, una vez más, que mi existencia estaba ligada indefectiblemente a las ilusiones pergeñadas por la imaginación, no solo mía, sino aun de los concurrentes, de Iguana en este caso.
—¡Tranquilo, pronto llegaremos, confía en mí, un poco más y ya estamos! —me calmó, por haber notado cierta resistencia en mis extremidades.
Estuve por tantear la pared con la mano libre en busca del interruptor, pero no sabía a qué altura nos encontrábamos. Solo cuando dimos varios pasos en redondo sin bajar un solo escalón, supuse que habíamos llegado al primer piso. Sin embargo, seguimos descendiendo por la escalera, que ahora parecía distinta, mucho más estrecha, agobiante, por la cual cabíamos solo de uno en uno. El riesgo de despeñarnos disminuyó, porque no era tan súbita como había sido la otra. La única explicación es que fuera otra diferente, que conducía hacia el subsuelo, quizás a un sótano, a tenor de la frescura de las paredes y el polvillo del salitre que se desprendía del yeso al rozarlo. No entendí por qué habíamos bajado sin la ayuda de la más mínima claridad hasta muchas horas después, tras haber consumado mi participación en el más loco de los delirios. Según nos precipitábamos ad ínferos, presumí una textura diferente en la piel de su mano, que presagiaba el comienzo de su transformación y la más inquietante de las sorpresas que pueda acaecer en un sueño, tan vívido y ardiente como el dolor de una herida abierta hasta la médula. Jamás creí que el deseo irrefrenable por conocer a Iguana me llevaría a traspasar la frontera de nuestra naturaleza. Como tampoco creí que me faltara por hacer el descubrimiento primordial, sin el cual nada de lo sucedido en el envés salvaje de aquella oscuridad hubiera ocurrido, ni de aquella ni de ninguna otra posterior, dentro de cuyas aguas buceé a pulmón libre desde entonces. Porque se hallaba dentro de mí mismo, en el umbral de la fugacidad, siempre había permanecido invisible a mis cavilaciones.
—¡Ya hemos llegado! —me advirtió, para atajar mi sofoco, a pesar de haber demostrado con mi mansedumbre la claudicación a su ansia —. Ya puedes quitarte la ropa, yo haré lo mismo —pronunció con la impostada curva tonal de una antigua actriz de radio.
Sin plantearle la más mínima objeción, acaté su orden con una obediencia que rayaba en la sumisión. Estuve más atento al proceso de su desnudamiento que al mío propio, que realicé mecánicamente sin la conciencia de que lo estaba haciendo. Escuché cómo sus prendas se deslizaban por su cuerpo hasta el suelo, tapizado con una gruesa moqueta bien mullida y confortable, en la que se hundían nuestros pies. Unas caían con más levedad que otras, dejando en el aire tras de sí un fuerte aroma a canela y almizcle, cuyo efecto embriagador me desposeía de la poca lucidez que le quedaba a mi juicio.
Percibí la suavidad de sus huellas dactilares palpándome los ángulos externos de los ojos, bordeando las cuencas en círculo, hasta pulsarme los párpados con la placidez de un hálito. Fue entonces cuando mis retinas se vieron perturbadas por las irisaciones intermitentes de algunos de sus dedos, que semejaban los destellos bioluminiscentes que emiten las luciérnagas para atraer a las hembras. Continuó, así, reconociendo toda la superficie de mi cuerpo, demorándose en el perfil de mi boca, de la nuez de mi garganta, de mis pectorales...
—De acuerdo, la respuesta de tu parpadeo al mío nos exhorta a que pasemos a la siguiente fase —respondió a una intervención mía que no sabía de dónde había sacado. Quizás hubiera observado en mí los mismos centelleos que yo había visto en ella, aunque esperaba que no hubieran partido de una superficie escamosa, como en su caso, lo cual me abocaría a una locura sin remedio—. Ahora te empujaré y caerás de espaldas. No temas, te lo digo para que no te precipites con tu imaginación más allá del lecho de las iguanas —me advirtió, mientras se inclinaba sobre mí y descargaba todo su peso haciéndome perder el equilibrio. No duró mucho el vértigo, porque pronto fuimos acogidos por una superficie de terciopelo grueso y cálido, a una altura de unos cincuenta centímetros del suelo, más o menos.
Juntos, entrelazados, amalgamados, amasamos nuestros cuerpos con toda la extensión de nuestra epidermis, con fruición, uno a otro, en movimientos envolventes, desesperados por moldearnos como una sola criatura, hasta encontrarnos a nosotros mismos al otro lado de nuestros tactos. Penetramos, de este modo, como un solo embrión, en el vitelo nutritivo de un mismo huevo telolecito, donde confundidos gozamos de un placer metafísico, inefable, a pesar de la coreografía carnal en la cual estábamos inmersos, que, sin embargo, nada tenía que ver con el sexo, sino con el conocimiento mutuo más estrecho, en un intercambio de partículas elementales que hacía medrar a ese nuevo ser, forjado en la renuncia de ambos al predominio sobre el otro. Comprendí entonces el motivo de mis fracasos anteriores.
—Con este descubrimiento ya estás preparado para alcanzar el último estadio de nuestro encuentro y la verdad sobre tu propia naturaleza, condición indispensable para internarte en el vergel de los deseos, como tú lo llamas, según leí en el relato que escribiste —concluyó, en la que sería su última intervención escuchada por mí.
Tras ella fuimos recuperando nuestra individualidad a través de una suerte de mitosis, no como destino final, sino como tránsito hacia otro sueño, en el cual Iguana me regaló los mejores excesos de su extraña sensualidad, no basada en la belleza de sus facciones ni el perfil de sus curvas, sino en algo de etiología impenetrable que trascendía desde su más recóndita intimidad. Como consecuencia del balanceo voluptuoso de sus caderas, atraje su boca hacia la mía, pero antes de que le introdujera la lengua en un beso prolongado, ella hizo lo propio con la suya, una lengua larga, viscosa y ubicua como la de un reptil, anulando el avance de la mía. Culebreó de un lado a otro de mis dientes hasta introducirse en mi garganta. Con la asfixia mi excitación se acrecentó, lo cual propició que en un acto reflejo ciñera mis brazos a su espalda, coronada por una cresta de espinas que se extendía hasta su cintura, al mismo tiempo que mi sexo hendía el suyo. Sin embargo, no estaba ante el último espanto, aunque no lo tuve como tal sino ahora al recordarlo, porque en una cabriola más de mis alucinaciones, aquel monstruo se escindió en otro igual, que completaba y complementaba al de origen, respecto a la función propia de su sexo. Como efecto se operó en mí un desdoblamiento de la personalidad, en germen desde hacía unas horas, cuyo objeto era comprender y satisfacer los deseos de cada uno de mis amados monstruos, y que cada uno de ellos, así mismo, pudieran hacer lo mismo conmigo.
El agotamiento por la pasión puesta en tanta insania logró que me durmiera profundamente durante no sé cuánto. Supe que había despertado cuando abrí los ojos, extendí ambos brazos y no encontré a Iguana. Tanteando el suelo di con mi ropa. Después de ponérmela, recorrí el perímetro de aquel sótano hasta dar con la escalera. Ya en el exterior, me cegó la grisura del amanecer invernal que se colaba por la vidriera superior de la puerta de entrada, en la cual una chincheta roja sujetaba una nota manuscrita que rezaba:
Buena suerte, Máximo.
Miriam
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