—Nunca os quedéis dormidos sobre la hierba —nos decían nuestros
padres—. Si lo hacéis, vendrá un lagarto y se os meterá en la cabeza.
—¿Por dónde? —preguntábamos.
—Por el oído.
—¿Para qué? —volvíamos a preguntar.
—Pues para comeros el cerebro. No hay nada que a un lagarto le guste más
que nuestro cerebro.
—¿Y qué pasa después? —insistíamos.
—Os volveréis tontos, igual que Gregorio —afirmaban nuestros padres muy
serios. Gregorio era el nombre de uno de los personajes de Obaba—. Eso en el
mejor de los casos. Porque la verdad es que a Gregorio le comieron muy poco
—añadían.
Después, y para no asustarnos demasiado, nos informaban de que había dos
formas de protegerse contra los lagartos. Una era no quedarse dormido sobre la
hierba. La otra —para los casos en que el animal lograra meterse en la cabeza—
era ir andando lo más rápidamente posible a siete pueblos y pedir a los
párrocos que hicieran sonar las campanas de sus iglesias; porque entonces, no
pudiendo soportar tanta campanada, los lagartos salían de la cabeza y huían
despavoridos.
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