Capítulo 21
Salimos a la calle a esperar a Lamieva y nos apostamos detrás de un contenedor de basura en la sombra de un portal. Larsen se durmió como un perrillo vagabundo enroscado en sus harapos protegiendo los libros robados de Vokislav. También me dormí yo hasta que el chasquido metálico de la puerta me despertó. Larsen siguió roncando. Lamieva tardó poco en volver a salir a la calle. La seguí dejando abandonado al trapero. Subió por la Cuesta de Castañones hasta la Plaza de las Tiendas. Aún estaban cerrados todos los bares del Barrio Húmedo. Unos cuantos cuervos volaron hasta los aleros de las casas y varias plumas negras planearon hasta los charcos secos de meadas de borrachos. Por la de Berrueta salimos a la Catedral y ella miró a izquierda y derecha como si temiese que alguien la observase, sacó un llavín y abrió la puerta de la casa Siena-Pombal. Tuve que volver atrás para subir por la muralla. Corrí como un loco. A medida que mi cuerpo iba desplegando los miembros para realizar los movimientos necesarios me iba dando cuenta de que no había corrido desde hacía años, lustros, decenios, quizá más de treinta años, desde que era un niño y, de pronto, me asaltaron recuerdos inconexos, fogonazos de sol, de viento, trozos incomprensibles pero perfectamente reconocibles para mí en los que aparecía al borde de un río de verdes orillas con ranas decapitadas a los pies, o en la penumbra fresca de un portal en verano con una niña que nos enseñaba las bragas.
En eso entré por la calle de las Cercas y en su medio se me apareció un tipo viejo y flaco, plantado en el centro del paso. Me acerqué encorvado como una presa que se resiste a ser capturada. Tenía el presentimiento de que aquel sujeto me conocía y que iba a pegarme. Algún negocio malparado o alguna cosa le tenían de enemigo mío. Podía volver atrás pero quería seguir para encaramarme a la muralla y encontrarme con Lamieva. Me acerqué más. Vi entonces que el hombre llevaba una casaca echada a perder de camuflaje militar y, debajo, una camiseta de baloncesto alquitranada y con tirantes de hilo, pantalones vaqueros anchos, cortos y colgones, llenos de lamparones en la zona de la bragueta y unos zapatos cuarteados que debieron ser de charol o algo parecido. Con una mano se tocaba los genitales y con la otra se tentaba algo como si llevase una navaja. Me aproximé aun más a él. La calva le llegaba al cenit de la cabeza desde el cual le salían, hacia atrás, unos pelos en melena rucia y reteñida de brillos caobas que le daban un aire de espectro de yonki de los años ochenta. Saqué el morro de entre el gabán y le desafié con el mentón. El viejo flaco me sostuvo la mirada unos instantes, escupió sobre su hombro izquierdo, y se retiró unos centímetros para que pasara. Cuando estuve a su altura me palpó los bajos. Me revolví y me embistió y quedé estampado contra las piedras de la muralla como una mosca con la mandíbula floja.
Me desperté en una cama con el cuerpo como una losa, como si tuviera los miembros de pedernal. Me veía incapaz de levantar un dedo. Abrí los ojos a un cielo de telarañas y desconchones y mugre. Giré la cabeza y vi una hilera de camastros. Alguien me había recogido de la calle y transportado a un refugio de transeúntes. Uno deambulaba por la sala de catre en catre. Iba con el cogote pelado y una barba negra y picuda cuya punta metía en la cara de los yacentes. Al poco vi que no se trataba de un asistente social sino de otro indigente más que iba de cama en cama desplumando a las marmotas. Casi nunca sacaba nada más que mierda de los bolsillos. Cuando se aproximó a mi jergón fingí estar dormido. Él pegó su cara a la mía para comprobar, entre las penumbras, que efectivamente dormía. Ronqué para que se confiara y cuando me iba a echar mano le enganché con una mano la barba y, con la otra, le di un puñetazo en toda la cara que le reventó la nariz. Me incorporé de un salto sin soltar al ratero de la barba y lo llevé como a un perrillo del collar contra la pared. Sonó su cabeza como un cacharro de barro hueco y se desplomó. Le vacié los bolsillos y me llevé los miserables siete euros que el infeliz llevaba en calderilla. Mientras buscaba la puerta de salida iba viendo a una colección de hombres descacharrados sobre los camastros, aureolados de su miseria de olores putrefactos a orines y basura, a ropa vieja y sucia y a vomitonas de vino malo de cartón. Uno de ellos tenía, atada con una cuerda a la pata de la cama una rata de cloaca, que debía ser su mascota, su único amor y familia sobre la tierra.
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