II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM
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La llegada al nuevo cementerio sucedió a las diez, con el frescor de la atmósfera ahuyentando el calor despavorido de la luminiscencia urbana. Lo supe por las diez campanadas altilocuentes de algún reloj oficial, encaramado a alguna torre cercana, y por la estación en la que nos hallábamos, según sabía por algún libro que ocurría a aquella hora en las ciudades. Ya en aquel momento comencé a sospechar si todo lo que recordaría más tarde, correspondería a lo realmente experimentado por mis sentidos, o a lo que estos tenían por cierto por haberlo leído en alguna parte, o por haberlo pergeñado de manera inconsciente en los laberintos eléctricos, ocultos en una minúscula retícula de neuronas. Sea como fuere, cada vez que registre lo vivido en aquellos tiempos, no haré distingos sobre la veracidad o no de lo escrito, pues determinar tal categoría de cada hecho, impresión o pensamiento sería demasiado costoso, además de conducir con toda probabilidad a un solipsismo paralizante; por tanto, a pesar de no saber a fecha de hoy si estas palabras llegarán alguna vez a los ojos de un lector siquiera, o se perderán en el eco mineral de las esferas, he de advertir que se tome como locura o puro reblandecimiento del magín, tal vez ya más cercano a la ceniza que al fuego, al fin y al cabo qué se puede esperar de un vulgar Blaps mortisaga de pueblo como yo. El caso es que comencé con todo esto por simple melancolía, y llegado al punto de haber crecido mi empeño, he decidido reorganizar la materia que recreo de mis desordenados apuntes, aunque a toro pasado, pues no había previsión alguna de tal engrosamiento, siendo así que los veinticuatro capítulos anteriores quedarán agrupados en una primera parte de tal modo: I. CEMENTERIO INAUGURAL. Quede esto aquí como un paréntesis para los no avisados de tal imprevisión por mi parte. Pero continuemos con la desembocadura a la que nos obligaban las nuevas circunstancias. La calle en la que se detuvo la furgoneta de la agencia de transportes debía de ser estrecha y estar poco transitada, no de otro modo podía entenderse la ausencia de tráfico rodado, según se desprendía del poco ruido de neumáticos y cláxones, amén de exabruptos. Alguien nos esperaba con impaciencia. Tras darle unas órdenes escuetas, el repartidor cargó todos los ejemplares que pudo en una carretilla de almacén y los depositó en algún lugar distante, al cual llegó tras sortear con maestría y velocidad varios obstáculos, cuya violenta fuerza centrífuga me revolvió el estómago vacío desde hacía no sé cuánto. Tal como había recogido la mercancía, con menosprecio y desdén, así se deshizo de ella, poco menos que volcando los libros sin mucho recato, como si se tratara de un material condenado a la hoguera, como si le quemara en sus entrañas su olor tan solo, y viera en tal liberación el agua bendita contra su propia ignorancia. Luego de unos cuantos viajes más, la espesa fronda de la oscuridad desató sus fauces, después de que el chirrido de una puerta metálica extensible cediera al silencio. Así pues, todo quedó en calma y en olvido tras la descarga. Por fortuna, no obstante el revoltijo de volúmenes, ninguno había sido puesto en ninguna situación comprometida para su salud futura, aunque el que me daba cobijo, El pozo animado de Jorge Claudio Wilson, quedó ligeramente abierto y de canto, lo que facilitó mi salida de entre sus páginas, pero cometería una imprecisión, si no dijera que lo que produjo fue mi caída desde una mesa de roble baja sobre la que lo habían posado. Mi caparazón dio en el suelo de terrazo y mi cabeza se estrelló a la vez contra un ejemplar censurado de Almendras amargas del disidente republicano Felipe Barea. Al amanecer pude comprobar que aquella habitación era la trastienda de una librería de lance, y días más tarde lo que significaba que un libro permaneciera allí, en vez de en alguno de los anaqueles propios del establecimiento. Y que la vida está llena de trastiendas.
José Miguel López-Astilleros
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