Una temporada en el infierno
El siguiente fragmento pertenece a la novela Escuela y prisiones de Vicentito González, de Juan Eslava Galán. Es un autoplagio, pues el autor ya lo había recogido, entonces como un caso real, en Coitus interruptus: la represión sexual y sus heroicos alivios en la España franquista.
***
Entonces, con la poca edad, no entendía muy bien la
desproporcionada importancia que los confesores y directores espirituales le
concedían al sexto mandamiento, mientras relegaban a un segundo plano, e
incluso olvidaban otros no menos importantes. A este propósito referiré lo que
le ocurrió a mi hermana Presentacioncita con su director espiritual. El confesor
le preguntó si se rozaba, y ella, en la inocencia de sus doce años, como había
estrenado unos zapatos que la molestaban bastante, respondió: «Sí, padre».
El confesor respiró profundamente detrás de la
rejilla, como si soplara. Su aliento halitoso llegaba a Presenta a través de la
celosía. Prosiguió con la voz enronquecida por la emoción:
—Pero ¿te rozas mucho?
—Mucho, padre.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace como diez días.
—¿Cuántas veces te rozas?
—Todos los días, padre.
El confesor hizo un breve alto para respirar profundamente
antes de volver a la carga:
—¿Te encierras para rozarte?, ¿lo haces en el excusado?
Presentacioncita no sabía que los curas llaman
excusado al vater, así que dijo:
—En todos sitios, padre. En la calle, en el colegio...
—¿En el colegio?, ¿dónde?...
—En todos sitios, padre.
—¿En la capilla, delante del Santísimo expuesto,
también?
—Sí, padre.
El confesor aspiró aire como si le faltara y se desabrochó
la trabilla del cuello, liberando la papada preconciliar.
—Hija mía: tu pecado es grave, muy grave. Estás
cometiendo el pecado más grave para una niña; un pecado que conduce
directamente al infierno, sin purgatorio ni nada. Las muchachas debéis conservaros
puras como los ángeles, puras como la Niña María, puras como la Santísima
Virgen. Esos roces ofenden a la Virgen Niña y al Niño Jesús. ¿Te rozas con
otras compañeras o tú sola?
—Yo sola, padre —respondió Presentacioncita hecha un
arrebol. Ya le había advertido mi madre muchas veces que las prendas de vestir
no se intercambian con las amigas, menos mal.
—Bien —suspiró el capellán—. Ahora vas a arrodillarte
ante el altar de santa Gemma Galgiani y me vas a rezar veintidós Avemarias, y
otros tantos Glorias. ¿El Yo Pecador te lo sabes?
—Sí, padre.
—Pues echa también media docena, que más vale que
sobre que no que falte. Comulga luego con devoción y no te roces más.
Ese día Presentacioncita se encerró en su cuarto del
bochorno que traía y no consintió salir, con los ojos hinchados de llorar,
hasta que mi padre se puso serio porque el almuerzo estaba en la mesa.
Terminando la sopa explicó por fin lo que le pasaba:
—Mamá: que me tenéis que comprar unos zapatos más
anchos.
—Pero, hija, si no hace un mes que estrenaste los del
lacito —objetó mi madre.
—Los del lacito no me los pongo más porque me hacen
pecar...
—¿Pecar? ¿Los zapatos? —dijo mi madre completamente
superada por los misterios de la religión.
—Es por mi pureza. ¡Soy impura, mamá! —dijo Presenta
echándose a llorar en los brazos maternos.
Mi madre se preocupó de veras. No se cansaba de repetirle
a la niña que tuviese cuidado con los hombres y con los muchachos y que no se
dejase tocar por ellos. Sin dejar de consolar a Presenta, se puso seria y
preguntó:
—¿Qué es lo que pasa con tu pureza, niña? ¿Qué tiene
eso que ver con tus zapatos?
—Porque me rozan y eso es pecado.
—¿Pecado? ¿Qué pecado? Todos los zapatos rozan cuando
son nuevos.
Presentación se serenó un poco y contó lo ocurrido
con el capellán del colegio. Hasta entonces mi padre se había desentendido del
asunto, concentrado como estaba en su sopa del cocido, pero de repente soltó un
bufido y montó en cólera.
—¡A ese cura hijoputa le parto la cara! —dijo soltando
la cuchara y alzándose con arrastramiento de silla.
—Bueno, bueno, vamos a tranquilizarnos, Vicente —lo
contenía mi madre—. No nos alteremos, que sólo ha sido un malentendido, que
esta cría es muy inocente y no se ha enterado de lo que pasa...
—¡Cabrones!, ¡salidos! —insistía mi padre—,¡ellos son
los que pervierten a las crías y les quitan la inocencia!
—¿Qué ha hecho el cura? —pregunté con el maravilloso
sentido de la oportunidad que me caracterizaba.
—¡Tú te callas y no te inmiscuyes en los asuntos de
los mayores si no te quieres ganar un tortazo!
A mi madre le costó trabajo calmar a mi padre y
convencerlo de la inconveniencia de partirle la cara al capellán del colegio de
Presentacioncita.
[Charlus & Jupien, damnificados]
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