Capítulo 7
Llegamos a un gran cruce de canales subterráneos que debían corresponder con la plaza de la Libertad. Unas tuberías bajaban directamente desde el cerrado edificio del hotel Oliden. Subimos por una escalerilla vieja de ladrillos y sin dificultad accedimos al gran vestíbulo del hotel. Todo cubierto de polvo desde hacía más de cincuenta años, desde los tiempos de la guerra, y a oscuras, iluminado por la claridad de las farolas de la calle que entraba por numerosos sitios como tiros de luz. No se habían llevado nada pensando que algún día se abriese al público nuevamente y daba la sensación de que perteneciese a una ciudad de la cual la población se hubiera retirado de improviso dejando todo como estaba en el momento. Subimos por la escalera central majestuosa al estilo de los años treinta y entramos en la primera habitación que encontramos. Nos acostamos en la inmensa cama polvorienta los tres y nos dormimos.
El hotel Oliden abandonado emitía extraños ruidos, chillidos a veces y a veces grotescos ronquidos y en ocasiones parecía que resoplase agotado de mantenerse en pie. Todo el conjunto hacía sentirse a uno dentro de una ballena anciana que se lamentase de su vejez y que se fuese a partir en trozos en cualquier momento.
Durante las primeras horas nos sentimos bien, protegidos en la gran suite, pero enseguida tuvimos hambre. Salí por los pasillos a buscar algo sin la esperanza de encontrar nada. Bajé la escénica escalera del vestíbulo contemplándome en los espejos gigantes como un mendigo malherido y viejo que se había colado en un palacio en ruinas en el único momento en el que un ser insignificante como yo podría disfrutar de él, instantes antes de derrumbarse. Supuse que de haber algo sería en las despensas de la cocina del restaurante. Me extrañaba que el grandioso hotel no hubiera sido saqueado en todos esos años. Al estar en el mismo centro de la ciudad quizá nadie se había atrevido, a lo sumo pequeños hurtos de antigüedades, pero como todos los muebles eran enormes sería difícil sacarlos sin llamar a atención habida cuenta de que la policía siempre patrullaba por su exterior.
Encontré una trampilla en el suelo y bajé a tientas. Abrí un ventanuco que daba a la calle a la altura de los pies de los viandantes y, con la luz de los faros de los coches que pasaban, vi que aún había algunas cosas en la bodega. Botellas de vino y latas de conserva. Con el botín volví a la habitación en la que Lamieva y Dakovika se desperezaban como dos oseznos. Hundí el corcho de las botellas hacia dentro, clavé un cuchillo en la hojalata de las conservas y en un minuto estábamos reunidos en torno a un festín cuyas viandas tenían más de cincuenta años. Todo sabía a moho y a polvo y se pegaba a la lengua como si la humedad de esos alimentos fuera un residuo de una memoria abolida hace mucho. Sabía a comida de antepasados pero llenaba la barriga.
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