Foto de Juan Luis García |
Como quiera que los ultramarinos no encontraban a su chamarilero en su plaza hubieron de movilizar todos los medios que en su mano estaban y que se reducían a un extraño número, escrito en un papel de servilleta, que pasaba por ser el telefónico del querido librovejero nuestro.
Durante un par de semanas no contestaba hasta que una mañana sabatina diole por responder a un náufrago mensaje. Se había incorporado a la vida nuestra hacía pocos días, venido de una estancia ultramarina, bien ilustrativa del nombre nuestro, por las tierras muy despobladas del Canadá. Nos dijo que aquel lugar, siendo tan grande, tiene menos gentes que la patria nuestra y de allí nos comentó la gran cantidad de granjas que vio abandonadas, como si en esa mirada ya se apiadara de koljoses enteros como se apiada en su chamarilería de personas y cosas, de lámparas viejas, taburetes cojos, vajillas huérfanas y candelabros viudos.
En pocos minutos se llenó el antro precioso de la alegre camaradería de las letras perdidas y a los habituales se les sumó el autor de haikus de estantería, grandísimo guitarrista, fotomatón andante y hasta director de orquesta. También vino por vez primera el director de la revista aquella, azul eléctrica, y el músico famoso de nombre cacofónico.
La música se puso y la voz del autor perdido, Loss, sonó aunque él permaneciese en la isla aquella de Manhattan y las palabra introductorias de Ramone ampliaron la sala. Seguidamente malabia leyó unos textos arrastrados por las calles neoyorquinas, mientras todos nos sentíamos un poco como los perros románticos que por todas las esquinas de las ciudades-mundo ladran. Y en una esquina, entrando muy tarde y marchando muy pronto, se pudo ver, en una sombra de una sombra, al espíritu de Roberto Bolaño.
[el cuervo]
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