KUNG FU
Una semana después de que mi médico de cabecera me prescribiera un análisis de sangre, tras haber acudido a él debido a la aparición de un repentino dolor en el pecho, me citó a consulta. Mis inveteradas y pésimas costumbres alimentarias, a su juicio, dejaban mucho que desear, pero no frunció el ceño hasta que le confesé mi apego al carísimo y gozado sedentarismo que practicaba con delectación. El resultado de todo esto era que mi índice de colesterol sobrepasaba peligrosamente los 280 mg/dL. Esta circunstancia, unida a mis sesenta y tres años, a los que había que añadir un considerable sobrepeso, tuvo como consecuencia que el matasanos me pusiera a dieta estricta de verdura, fruta y pescado. Pero eso no fue lo peor, porque a ello debía sumarle con carácter obligatorio la tortura de una caminata diaria de dos horas. Si tras tres meses con este régimen no conseguía bajar los niveles de la sustancia maldita, debería tomar estatinas para evitar el riesgo cardiovascular, con la pejiguera de que partir de entonces debería someterme a periódicos controles médicos con análisis de sangre y orina de por vida, para comprobar el estado del hígado y el riñón.
Ni siquiera cuando cumplí los sesenta años, tuve la sensación de decrepitud que me embargó cuando me enfrenté a aquellos drásticos cambios en mi modo de vida. ¿Cómo renunciar a los chuletones de ochocientos gramos que me zampaba en cada cena con los compañeros de oficina, o a la media corra de chorizo que solía merendar, acompañada de un generoso pedazo de pan de hogaza y un buen vaso, a veces dos, de clarete de la tierra, o a las tapas de mollejas y morcilla que solían acompañar a los vinos del atardecer en los bares del barrio, o... a tantos y tantos gozosos placeres humildes, cosidos no solo a mis costumbres y a mi concepto del buen vivir, sino a los de mis antepasados, de los cuales me sentía fiel y leal heredero? ¿Cómo sucumbir al abandono de tales tradiciones sin sentirme un infame traidor a su memoria? Hubiera sacrificado unos años más de vida por mantener la idiosincrasia de mi genealogía y mi carácter, pero tanto mi esposa como mis dos hijas me impidieron llevar a cabo tal planteamiento. Preferían convivir con un ser triste y amargado que con el recuerdo de un esposo y padre feliz. El conflicto se saldó con mi claudicación. Sus amenazas y sobre todo sus súplicas lastimeras desarbolaron hasta mi retaguardia. Así es que no tuve más que aceptar mis futuras, esforzadas privaciones, y adaptarme a las frugales comidas que me preparaban con resuelta dedicación, pertrechadas de báscula en mano, con exactitud creo que hasta de milígramos, y hasta diría que de milímetros, pues en algún momento pensé que no solo pesaban mis ración de alimentos, sino que hasta los medían, tal era la obsesión de su proceder.
Pero lo peor, con todo, no fue esto, sino la terrible caminata a la que me conminaron con el juramento de ser sometido a un proceso inquisitorial si no la llevaba a cabo, en cuyo caso me acompañaría una de ellas cada día. A lo cual me negué alegando que cumpliría su mandato con estricta obediencia y pulcritud, porque si iba solo, pensé, podría rebajar mi penuria sentándome durante un tiempo en cualquier zona umbría de cualquier parque, hasta que más o menos se cumpliera el plazo establecido para la vuelta. El primer día que salí con este cometido me vistieron con un chándal horroroso y unas zapatillas de deporte que parecían peces muertos, una indumentaria que siempre había detestado, de la cual me había mofado cuando veía a señores de mi edad uniformados de este jaez. A pesar de mi rechazo, no las contrarié para que no sospecharan y me dejaran en paz al menos esas dos horas al día, en las cuales podría dar rienda suelta a mis fantasías reprimidas, como tomarme a escondidas un chocolate con churros o un vino acompañado de una ración de callos. ¡Pobre de mí! No sabía lo que me esperaba, porque antes de trasponer la puerta de salida, las tres harpías se abalanzaron sobre mis bolsillos para despojarme de mi cartera y cuanto fuera susceptible de hacerme caer en la tentación. De modo que solo me dejaron el teléfono móvil y las llaves de casa, acabando así de un plumazo con toda posibilidad de disidencia y rebeldía.
Chorreando desolación por todo mi ánimo mancillado, abandoné el dulce hogar. No sabía hacia dónde encaminarme. Con tal de alejarme de aquel infierno doméstico, me dirigí por la Avenida de los Peregrinos hasta la glorieta del avión, desde aquí llegué hasta la Plaza de San Marcos, donde tomé el Paseo de Condesa hasta el Puente de los Leones, que dejé a mi derecha para continuar por el Paseo de Papalaguinda. Cuando alcancé las inmediaciones de la plaza de toros estaba derrengado, exhausto, hecho polvo. Jamás había llegado tan lejos sin ayuda de mi viejo Renault Megane. Se me ocurrió que podría sentarme a hacer hora en uno de los bancos situados en la parte trasera del club social y deportivo Casino, pero desistí porque recordé que Begoña, mi hija mayor, solía hacer footing por las cercanas márgenes del río, y si se desviara lo más mínimo por lo que fuera, me pillaría in fraganti y se armaría la de Dios Cristo. Concluí que allí no estaba seguro ni a salvo de sus miradas escrutadoras. Aún debía alejarme un poco más. Así que me arreé hasta el Parque de los Reyes, un lugar discreto que sin la menor duda me daría cobijo.
Penetré en él por la puerta situada en la calle José Aguado. Dada su lejanía de mi domicilio, apenas había estado en aquel parque no más de un par de veces en mi vida, y la última ni siquiera permanecía en mi memoria. Primero lo circundaría de derecha a izquierda y después recorrería sus paseos transversales para inspeccionarlo, así elegiría el lugar más apropiado para sentarme tranquilamente a descansar, lejos de las insidias familiares. A unos metros de trasponer la puerta de hierro forjada, giré hacia uno de los dos tramos más largos del espacio cuadrangular que constituía la forma de todo el terreno. Hacia el comienzo del trayecto columbré a un hombrecillo vestido con un pantalón de chándal azul y su respectiva chaqueta de color rojo, hacía movimientos de alguna disciplina oriental, a juzgar por las posturas que ponía. «¡Hombre, pero si está aquí Kung Fu!» Me dije para mis adentros con sorna, sin pararme a pensar si estaba practicando realmente ese arte marcial. Cuando llegué a su altura me percaté de que, por sus movimientos lentos hasta la exasperación, lo que estaba practicando era taichí, lo había visto en televisión alguna que otra vez. Tuve que desviarme para no chocar con él, pues tan pronto ocupaba el centro del paseo como se balanceaba hacia un lateral. Tenía una estatura menuda, rostro triangular con ojos azul celeste, blanquecinos, y el cráneo rapado. Su mirada absorta en alguna musaraña del éter, o quizás de su interior, me ignoró por completo. Al rebasarlo sentí su indiferencia como un agravio silente. Antes de doblar hacia otra de las calles, me di la vuelta para contemplarlo por última vez: seguía ensimismado en sus movimientos lentos y coordinados, impasible al mundo en derredor suyo, sin reparar en mi presencia, como hacía un par de minutos. Achaqué esa disposición del ánimo a la concentración necesaria para lograr el equilibrio interior y la liberación de la energía, propios de este tipo de gimnasia china. Así conseguí justificar su actitud y evadir mi temprana obsesión por Kung Fu, que ese fue el apelativo con el que lo bauticé en ausencia de su nombre real.
Al día siguiente hice el mismo recorrido. Kung Fu estaba allí de nuevo. Y punto por punto se repitió lo mismo que había sucedido el día anterior. Aunque esta vez caminé más lentamente para fijarme con más detenimiento en su rostro. Parecía embargado por un enajenamiento digno de un místico, hasta el extremo de que si no me hubiera apartado, estoy seguro de que el encontronazo no le hubiera afectado lo más mínimo.
La tercera tarde insistí en el mismo recorrido, espoleado por comprobar si Kung Fu continuaba interrumpiendo el paso rectilíneo por aquel paraje. Y efectivamente, como si formara parte del mobiliario del parque, parecía no haberse marchado de allí desde que dejé de avistarlo hacía veinticuatro horas. En esta ocasión decidí mostrar la misma ataraxia que la suya. Aunque la mía no fuera oriental, estaba seguro de que así podría perturbarlo siquiera en algún rincón escondido de su cerebro. La verdad es que no lo conseguí del todo, porque la intriga ante su posible reacción me llevó a no dejar de mirarlo con el rabillo del ojo, en una mirada oblicua de la que emanó el principio de una animadversión embrionaria ante su imperturbabilidad, a la que no di la menor importancia entonces.
En sucesivos días traté infructuosamente de llamar su atención de un modo discreto. Una vez mantuve mi sonrisa más seráfica mientras me dirigía hacia donde estaba, como si fuera a un deseado y feliz encuentro con él. En el instante del hipotético abrazo, levantó una pierna y giró sobre ella, con lo cual quedé descolocado y burlado. Esto hizo que mi animosidad soterrada se revitalizara. Como de costumbre me senté en un banco situado en una de las calles del perímetro interior, entre una hilera de secuoyas y plátanos de hojas cenizosas, lejos de su presencia física y cerca de su desairada imagen, porque fui incapaz de quitármela de la cabeza.
Otra vez, aprovechando que estaba en compañía de varios pupilos que imitaban en todo sus demoradas evoluciones, me atreví a saludarlo con un sonoro “¡hola” repleto de simpatía y cordialidad, pensando que no percibiría el empeño que ponía en ello. Sin embargo, contra todo pronóstico, me fue aún más esquivo. Su rostro adquirió la gravedad de una sustancia pétrea, inmisericorde con la debilidad que irradiaba el mío, atónito y humillado. El resentimiento hacia Kung Fu, un ser abyecto acreedor de las peores intenciones, se aferró a mis tripas con la voracidad de una sanguijuela delirante.
El peor sentimiento que puede destilar cualquier alma humana es el del odio irracional, violento, caníbal en su más alto grado. Luché denodadamente contra su aparición durante las semanas que me separaron del día en que, habiendo abandonado cualquier signo de acercamiento hacia él, debido a las intensas frustraciones que me había infligido, observé que sus manos se prolongaban en unos cuchillos de mariposa, que movía con parsimoniosa simetría siguiendo un ritual prefijado. Me sobrecogí porque interpreté que por fin daba señal de que aquella antipatía era mutua. Por su parte había transcurrido de una manera subterránea e inapreciable para mí. Y no solo eso, Kung Fu había terminado por reaccionar de la manera más vil. ¿Acaso pretendía atentar contra mi integridad? No tuve la menor duda de que sería así. De todos modos, una vaga intuición me previno, en última instancia, de que tal vez fuera esta una conjetura demasiado apresurada. Por otra parte, si me diera la vuelta para evitar el encuentro, él habría triunfado y me vería degradado hasta la saciedad por mi cobardía. Así que tras un titubeo inicial, arranqué con cierto nerviosismo hacia su radio de acción. Según me fui acercando, fui perdiendo la esperanza de ver corroborada mi cruenta hipótesis, máxime cuando me di cuenta de que los dos cuchillos que portaba eran de polímero gris, poco idóneos para dicho cometido. A pesar de esto, aquello excedía mis conocimientos sobre el uso de armas en algo que creí tan pacífico como el taichí. Sea como fuere, el único indicio de agresividad que podría haber tomado como tal fue el hecho de que al cruzarme con él, cruzó los dos cuchillos sobre su rostro, dejando los de ambos divididos en cuatro triángulos. Ya sentado en el banco, frente a las secuoyas centenarias, no hice otra cosa que rumiar la idea de que tal vez con aquel gesto me estuviera echando una maldición asiática. El punzante malestar se me fue incrementando en el interior, pegándoseme a las paredes de las arterias, durante las numerosas sesiones en las que utilizó aquellos cuchillos fingidos.
Hasta que un atardecer de otoño vi cumplidos mis más fervientes e íntimos deseos. Tras vislumbrarlo en lontananza, observé que blandía con sus dos manos una espada recta de doble filo, de un brillo tan gélido que te atravesaba las carnes con su sola visión. Las irisaciones del acero bruñido vibraban en mi retina cuando Kung Fu cortaba el aire de mil modos con la maestría del mejor espadachín. Esta vez sabía que iba de veras el desenlace final de nuestro encuentro. La salida a la superficie de su odio magmático hacia mí de esa manera tan esplendorosa como terrible, no había sido un delirio mío. Por fin se había decidido a hablarme. No podía echarme atrás, ahora que estaba tan cerca de conseguirlo. Daría mi sacrificio por bien venido con tal de obtener una respuesta a mis desvelos. Al llegar a su altura, levantó sobre mí la espada jian en un movimiento horizontal, como si se preparara para asestarme un buen tajo con todas sus fuerzas. Lo último que vi, fue el resplandor de un rayo de sol atravesando el espacio que habían dejado las hojas de un castaño de indias tras caer al suelo.
Cuando recuperé la consciencia, lo hice en la cama de un hospital, Kung Fu me sonreía con candor. Un mes después tomé la determinación de formar parte de un grupo de alumnos de taichí bajo su magisterio. No cabía más dicha. En cambio mi familia comenzó a recelar de mí por tomar esta decisión, y a mirarme con desconfianza por la influencia que ejercía Tirso sobre mí, sobre todo cuando me volví vegetariano y comencé a practicar a mayores la meditación zen, señal evidente de mi renuncia definitiva a mi antigua identidad.
José Miguel López-Astilleros
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