Capítulo 7
Tlin, tlin... Sonó una campanilla alegre y solitaria al entrar. Como en todos los anticuarios daba la sensación de que no había nadie y que, de pronto, algún vejestorio artrítico o algún polvoriento fantasma haría su entrada en escena empujando un biombo o desplazando un chinfonier. Penetramos en aquel atestado local. Al fondo había una butaca y cuatro sillas tapizadas de cuero. Yo me desplomé en el sillón que sopló como una yegua que expirara. Karenino vino a acostarse a mis pies y los dos bohemios ocuparon las sillas. Por doquiera que tornaba mi vista, como Séneca, veía las pruebas de mi senectud en la senectud de todo, y no hallaba cosa en la que poner los ojos, como Quevedo, que no fuese recuerdo de la muerte. A mi izquierda y a la altura de mi cara un televisor fundido y nevado de polvo. Enfrente un espejo enmarcado por bucles dorados. En su centro yo, patético, con esa cara perpetua de haberme acabado de dar cuenta de que soy mortal, con los hilos blancos culebreando mis cabellos y el cráneo pujando por salir de la carne por los huesos de la cara y enseñorearse de mí.
Todas las cosa antiguas del anticuario gravitaban en el fondo del espejo: Lámparas de cristales colgantes como lágrimas con una sola bombilla encendida, cuadros inverosímiles con marcos nobles en los que aparecían monos pensativos, calles llovidas o un primer plano de un lánguido tigre. Infinidad de relojes de mesa y de pie parados hace lustros. Una máquina de coser. Una cebra de trapo.
Sin embargo entre las cosas viejas había una tregua, una suspensión del tiempo. Parecía que se aquietaba su fuga en cada cosa salvada de la basura. Y uno se sentía protegido rodeado de aquellos cachivaches supervivientes de la shoah del tiempo, del holocausto de cada día. Algo podía sobrevivir al paso de tiempo pero nosotros, traperos del tiempo, sabíamos cuánto había desaparecido destrozado para que aquello se hubiera salvado, cuántos objetos merecedores de la permanencia habían sucumbido y veíamos nuestro fin en todas esas cosas viejas a la vez que la salvación en el anticuario. Aquellas cosas inservibles, inútiles para todo menos para hacerse la ilusión de cómo fue otro presente de real y de distinto a este, y para hacerse la ilusión de que algo permanece, de que hay una oportunidad frente al voraz apetito de Saturno, nos protegían de él y a la vez nos mostraban su poder.
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