Pascal |
Sonó de nuevo la campanilla de la puerta ya no tan solitaria como antes. Renqueando y malhumorado como siempre, con pinta de padecer reflujo gástrico, entró el poeta Garnach. Ya laureado y saludado por el rey de Madrid seguía arrastrando los pies por las losas de la ciudad sin nombre y rebuscando en los estercoleros de palabras como nosotros. La luz basurera de la tarde recortó su silueta sobre el cristal de la puerta para no dejar ver su rostro hasta que estuvo bien dentro del antro. Avanzaba, como ya era su costumbre antes de viejo, con los párpados bajados apenas sin ver más de medio metro ante sus zapatos. El pico de viuda de su espeso cabello señalaba el suelo pedestre mientras el carnoso labio inferior un cielo en que el afamado poeta no podía creer. Todos sus versos negros, toda su angustia avanzaba con él como una madeja de moscas. Pascal dejó la silla y se le acercó.
-Buenas tardes maestro. ¿No se acuerda de mí? Leímos poemas juntos en aquel acto tan bello, en medio de la naturaleza, en aquel castillo en ruinas, cómo se llamaba, sí: "Versos para estorninos" -en eso sacó un papel doblado y garrapateado y se lo puso en la mano-. Cómo me gustaría que me diera su opinión sobre estos poemas. Son poemas de verdad. Yo me juego la vida en cada verso. No soy, usted me entiende, un majadero de esos ... Salvando las distancias, yo soy como usted... Un poeta de raza, un poeta hasta las últimas consecuencias, ni siquiera he ido a la Universidad, podría decir que, que... -tartamudeando- ni siquiera he leído a los clásicos, si me apuran podría decir que..., que no leo... Que casi no sé ni leer ni escribir... Yo soy un poeta puro y así me mantengo puro, virgen...
Garnach tenía ya los ojos completamente cerrados y escuchaba a Pascal como quien escucha un chaparrón que le ha sorprendido en camiseta una noche de verano. Pascal le quitó de la mano el papel doblado con su poesía y se lo metió a Garnach en el bolsillo de la chaqueta y le dijo:
-Cambiando de tema maestro... ¿No podrá usted dejarme veinte euros?
-¡Uhmmmmm...! -exclamó Garnach como si le hubieran regurgitado ácidos estomacales de inviernos pasados y dibujó unos confusos círculos en el aire alrededor de su cabeza con la mano abierta. Pascal volvió como agotado hasta la silla y se desplomó para hacerse invisible. Garnach brujuleó entre las estanterías hasta llegar a la mesa con grietas llenas de telarañas. Se detuvo, metió las manos en los bolsillos y las sacó. Alargó el dedo índice y lo introdujo por la rotura del papel de estraza del paquete de Limieva. Apuntó la uña hacia arriba y lo rasgó de lado a lado. Asomaron los libros maltrechos del tal Vokislav. Garnach entonces se puso alerta, se le erizaron los pelos de las cejas y de los oídos. Levantó los párpados y cogió con ambas manos el rimero, se lo colocó debajo del sobaco y, trabajosamente, sacó de la entrepierna un par de billetes que, de viejos y arrugados, parecían fuera de curso y se los dejó al anticuario bajo un pisapapeles que representaba un pigmeo en plena erección sexual con la punta del pene cascado. Salió Garnach con inusitada agilidad y Pascal se levantó inmediatamente, tomó al pigmeo por la cúspide quebrada de su órgano sexual, lo levantó y hurtó los billetes. Me dio uno a mí y el otro lo guardó entre sus tiras de andrajos. En eso volvió Larsen sin el anticuario y nos dirigimos a la puerta.
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