Después
de varios meses de reclusión, salí a pasear por la ciudad con la certidumbre de
que todo seguiría como antes. ¿Acaso se me había ocurrido albergar la más
mínima duda de que podría no ser así? En mi lento y perplejo deambular pronto
descubrí que muchas cosas habían cambiado durante mi ausencia. Así, para
asentir con la cabeza había que moverla de un lado a otro, y para negar de
arriba abajo, como hacían los búlgaros. Las sonrisas eran consideradas gestos
de afrenta. Cuando los semáforos se ponían en color verde, el tráfico se
detenía, en cambio los peatones con el suyo en el mismo color unas veces
cruzaban y otras no, de manera arbitraria, aunque no parecía tal por la
unanimidad incuestionable de estos y la ausencia de titubeo en ninguno de
ellos. Tampoco tuve claro el significado de los carteles de abierto y cerrado
de las tiendas, según deduje de la reprimenda que me llevé al empujar la puerta
de una papelería en horario comercial, para comprar unos cartuchos de tinta
para mi Waterman. A estas
singularidades se sumaron otras muchas. Estaba claro que para sobrevivir
tendría que aprender nuevos códigos sociales y de costumbres para interpretar
la nueva realidad. Lo que más me inquietó fue la sospecha de que las transformaciones
hubieran afectado también a las bases del pensamiento, el arte, la ciencia, e incluso a cuestiones más trascendentes para
la estabilidad emocional. La acumulación de tantas y extrañas novedades comenzaron a producirme
una ansiedad sofocante, por eso decidí regresar a casa con el propósito de
pensar en ello con más sosiego, en vez de continuar observando y aprendiendo. Pero
antes necesitaba poner la mente en blanco y tranquilizarme, de lo contrario me
sería imposible concentrarme en el análisis pormenorizado de los detalles contemplados.
No encontré consuelo en mi café favorito con pastas de jengibre, ni en el
capítulo más intrigante de mi serie preferida de televisión, ni siquiera el
amor reflexivo logró que mi cuerpo y mi mente se distendiera, nada conseguía
ese estado de tonta felicidad que precede a la alienación de las emociones. A
punto de elegir entre un comprimido de ibuprofeno o trankimazín de la cestita
de medicamentos, que siempre tenía bien nutrida sobre la mesa de la cocina, me
llamó la atención el ruido de la lavadora, puesta en marcha hacía más de dos
horas. Había comenzado el programa de centrifugado. Me asomé al ojo de buey
transparente con una curiosidad insólita pero decidida, y sentí cómo mis ojos
eran abducidos por el movimiento de la ropa girando vertiginosa en el tambor de
acero inoxidable. El premio por dejarme caer en el sopor de la mansedumbre sin
resistencia, fue entrar en un letargo higiénico, tras el cual supe que se
habían instalado en mi cerebro las claves necesarias para mi futura supervivencia.
Apenas pude determinar que había sido sometido a un reseteado neuronal, dada la
dificultad para recordar cualquier suceso de mi antigua vida. Hasta me pareció
extraño el desasosiego que todavía persistía en ínfimos retazos en mi memoria. Ahora
soy feliz en el paraíso donde solo es necesaria la voluntad del centrifugado.
José
Miguel López-Astilleros
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