Jamás olvidaré el día veintidós de mayo de dos mil veinte,
cuando se obligó a toda la gente a usar mascarilla en espacios públicos. Se me
caían las lágrimas de emoción. Por fin tendría la misma oportunidad que los
demás chicos de mi edad, e incluso más, dadas mis habilidades expresivas y
literarias.
Hacía cinco años que había sufrido un aparatoso accidente,
del cual me quedó una ancha y fea cicatriz en diagonal, desde la comisura
izquierda de la boca hasta la mitad de la mejilla, hacia la oreja. El resultado
visual era el de una sonrisa asimétrica y taimada, que imprimía a todo mi
rostro una indeseada maldad, contra la que luchaba denodadamente con toda mi
artillería verbal y humana, cada vez que me relacionaba con mis semejantes,
quienes solían apartarse de mí con desconfianza, por resultarles mi aspecto
repugnante, sin que mis palabras tuvieran la más mínima ocasión de desmentir el
error, puesto que el aspecto físico en plena adolescencia es el espejo en el
que acostumbramos a mirarnos. El sufrimiento me llevaba a desear con frecuencia
la muerte, inclinación que mi madre intentaba mitigar, prometiéndome que cuando
dejara de crecer y en mi cuerpo cesaran las transformaciones propias de la
edad, me llevaría a la mejor clínica de cirugía estética, «…para que te borren
con una goma mágica los excesos de un mal dibujante», concluía, a la vez que se
acercaba a besarme el horrible costurón.
El complejo de hombre elefante se instaló, como
consecuencia, en mi carácter. La mayor parte del tiempo lo pasaba enclaustrado
en casa, excepto cuando iba a clase o salía a dar largas caminatas al
anochecer. En ambas circunstancias me ponía casi siempre una mascarilla, porque
terminé por no soportar la repulsión que provocaba mi aspecto en los demás, y
mucho menos cuando trataban de ocultarla bajo un gesto de falsa indiferencia,
entonces se desataba en mi interior un huracán lleno de ira, pero no contra los
otros, sino contra mi desgracia. Llegué incluso a ocultarme a mí mismo el
rostro frente al espejo del cuarto de baño, apretando con fuerza los párpados
cada mañana. Hasta llegué a ponerme la mascarilla en casa a todas horas, por
sentirme observado continuamente por los oscuros vigías de la aversión.
Así las cosas, permanecer en casa durante varios meses no
me resultó difícil, como tampoco salir a la calle con mascarilla. Lo que nunca
pude imaginar es que todo el mundo la llevaría puesta, como así sucedió. De
pronto, el padecimiento en el que vivía desapareció sin dejar rastro. Las caras
cubiertas casi en su totalidad convertían las miradas y las palabras en
protagonistas privilegiados de la existencia cotidiana, relegando todo lo demás
a un segundo plano, como no hubiera soñado en mi vida. A partir de entonces
paseé junto a las terrazas de los bares, frecuenté los centros comerciales, las
bibliotecas públicas y cualquier lugar en el que pudiera interactuar con
cualquier ser humano. La misantropía quedó atrás.
De este modo, llegó el día en que, sentado bajo el árbol de
un parque de la ciudad, mientras tecleaba mi móvil, se acercó una chica y se
tumbó en la hierba a no más de dos metros de mí. De la manera más natural trabé
conversación con ella, primero sobre asuntos superficiales. Después, con el
transcurso de las horas, fue derivando hacia derroteros más profundos e
íntimos. Lucía poseía una voz dulce y pausada, además de unos ojos oscuros como
el fondo de un insondable lago glaciar. Entre nosotros surgió una relación que
nos llevó a citarnos sucesivos días en el mismo lugar, para desde allí partir
juntos hacía lo que uno y otro solíamos hacer por separado, y que a partir de entonces
compartiríamos. Pasadas unas semanas se diría que bastaba una mirada recíproca
para que entabláramos entre ambos una conversación silente, tal era nuestro
grado de compenetración al que habíamos llegado en tan breve espacio de tiempo.
Así que sin mediar proposición alguna, terminamos una tarde en mi habitación,
previa presentación de Lucía a mi madre, que vio en ello la justificación de mi
reciente entusiasmo por el mundo, más allá de aquellas cuatro paredes. Ambos
teníamos muy claro por qué fuimos allí: a buscar la redención o la condena. Por
eso no dilatamos el acontecimiento. Cada uno agarramos las gomas de la
mascarilla del otro por detrás de las orejas, y precedimos a retirarlas
lentamente, intrigados y expectantes. Ninguno dimos crédito a lo que
encontramos debajo. Si hubiéramos estado mirándonos en un espejo y uno fuera el
reflejo del otro, y nuestras bocas hubieran trazado una única sonrisa, esta
habría abarcado la trayectoria curva de una oreja a otra. Sin embargo, cuando
nuestras bocas se tocaron, nuestras respectivas cicatrices desaparecieron de
nuestra vista. Así pasamos la tarde, confirmando lo que solo había sido un
remoto deseo el primer día que nos conocimos.
Horas más tarde, Lucía me encaminó, sin decirme nada, hacia
la cafetería donde se reunían a unas horas determinadas chicos de nuestra misma
edad. Sabía que no había superado mi reticencia a estos lugares de encuentro, a
pesar de estar bajo el amparo de la mascarilla protectora. Nada más llegar,
señaló hacia un grupo de compañeros de su clase con la mano y me dijo «Mauro,
no eres el único, todos los elefantes tienen su cicatriz, aunque algunos más
oculta que otros.» Esta fue la manera de decirme que la cicatriz de su rostro,
su chirlo, había sido invención mía, y así mostrarme su incondicional afecto. Aún
hoy, muchos años después, me sigo preguntando en qué consistía la herida de
Lucía, una herida sin huella externa, sin el consuelo de poderla palpar,
encarnar, para tener la certeza de que no crecería más allá de sus límites
deformes.
José Miguel López-Astilleros
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