Capítulo 18
Al atravesar las rejas de la puerta del cementerio vi frenar al autobús. Corrí arrastrándome como un tullido con aquel bulto de piedra bajo el brazo y subí. Como parecía un espectro el conductor no hizo ademán de cobrarme.
Me encogí en la última fila hasta llegar otra vez al centro. Me dejé caer sobre el asfalto en la plaza de Santo Domingo sin saber a dónde ir: volver a la casa de Siena-Pombal a esperar que Lamieva se materializara o al guardillón de Larsen. Me dio la sensación de que Lamieva había sido un sueño, un sueño de loco desesperado, y me sentí como si realmente fuera alguien que salía del cementerio después de estar lustros allí. La luz agitada de las farolas y los automóviles y las voces dispersas de los jóvenes excitados que pululaban por allí me aturdieron, me dio un vahído y me desvanecí. No sé el tiempo que permanecí tirado en el suelo sin que nadie se apiadara de mí. Me incorporé lentamente como un viejo sin ganas de vivir. Extrañamente oía a un mirlo encima de mí. Intenté buscarlo y al elevar la vista me deslumbraron los semáforos. Me vi débil y desvalido y caminé sonámbulo sin saberlo en dirección a la casa de mi padre. Cuando encaré la calle vi la luz amarillenta de la lamparilla que mantenía encendida día y noche. Entré por la ventana de la escalera al patio y, desde él, por los hierros de los balcones hasta la terraza de la cocina. Una colección de objetos absurdos crujió bajo mis pies. En la cocina un canario llenaba de estruendo el silencio del piso. Todos los alimentos fuera de la nevera, colocados como en una exposición sobre la mesa y la encimera, en distintos estados de descomposición. Cogí un pimiento verde y me lo comí. Al fondo, acurrucado en el sofá, asomando el gallo blanco de su pelo contra el gris de la ventana, mi padre veía la televisión con unos enormes auriculares negros para la sordera. Posé el mamotreto de piedra en el suelo, junto a la ventana, y busqué algo de dinero. Me acerqué al chinfonier donde solía guardarlo. Encima de él una foto suya de joven con botas de montar al lado de una esculturilla de las que solía hacer con plastilina en la que se veía modelado un cristo con cuerpo de pantuflo y cara de bestia corrupia. Abrí un cajón y removí las ropas revueltas. No hallé el dinero pero sí me apareció la pistola. Negra y plateada, como la recordaba de haberla visto de pequeño cuando me la enseñaba. Estaba deslustrada, opaca, como si se hubiera fosilizado entre camisetas, calzoncillos y calcetines tantos años sin cumplir su destino de asesinar a alguien y se hubiera vuelto un poco de juguete. No sé por qué la cogí en la mano, noté su peso y su frío metálico atemperado por la ropa interior y me la eché al bolsillo.
Luego, como siempre que volvía a aquel piso, fui al armario de mi madre, lo abrí y me quedé de estatua ante su ropa colgada en perchas a la espera de quien no iba ya a volver. Las chaquetas, los jerseys, doblados. Abajo los zapatos, las sandalias que no irían a ningún sitio ya más. Todas sus cosas dormidas como ella para siempre.
Salí por el pasillo enganchándome en los cuadros raros y fantasmales y en los dibujos pinchados con alfileres de las paredes, de los cuales yo era el autor en un tiempo tan lejano que me parecían de otro. Tomé el trozo de lápida que había dejado en el suelo y dos tomates casi sin moho y salí por donde había entrado. Justo en el momento de encaramarme a la barandilla para saltar al patio oí a mi padre gritar contra la tele: "No. Si siempre lo he dicho yo: los ricos serán malos pero con los pobres no hay nada que hacer. El hombre no me vale como base...".
Al pisar la calle me vinieron imágenes de la infancia y vi a mi madre de verdad, acercarse al portal, lentamente, con aquel vestido de los años setenta, azul marino, con unas inesperadas farolas blancas estampadas girando en torno de su adorable figura, y vi el gran álamo, el chopo, que la desastrosa urbanización de los aledaños de la catedral había dejado a siete metros del portal durante años. Lo vi mecerse con el viento contra las ventanas de enfrente. Oí repiquetear las yemas últimas de sus ramas en los critales de las vecinas. Pasó una moto y desperté de esa ensoñación. Lo que había de verdad era un muñón de árbol que asomaba al asfalto empolvecido y petrificado. Junto a él un camión grúa mal aparcado sobre la acera. Me acerqué ahí y saqué un gancho que pendía de una cadena del automóvil y lo metí bajo una raíz. Volví al portal y esperé hasta que un sujeto borracho salió de un bar y arrancó la grúa. El coche salió de la calle y la enorme raíz enañecida surgió de debajo del asfalto como una araña de tierras y despojos de unos polvos centenarios. Enseguida se soltó del coche y rodó por el suelo como una bola de tiempo levantando una nube de polvo que nubló la calle y se puso vieja, como de una ciudad de la que se hubiera ido todo el mundo hacía un siglo.
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