5 de marzo de 2015

La prueba de Gromo (Novela por entregas)






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VALENTINA KRISTEL

AQUÍ SE PRESENTA A LA MISTERIOSA VALENTINA KRISTEL Y SE CUENTA CÓMO SE VINO A LA PENÍNSULA DESDE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA, CON LA INTENCIÓN DE COMENZAR SU CARRERA DE ESCRITORA CON LAS PALABRAS INVASORAS DE EDUARDO MANCUSO, EN LA COLECCIÓN ERÓTICA DE LA EDITORIAL GROMO.

Desde que la mitad de su alma fuera devorada por las brumas de Gustavo Adolfo Bécquer, y la otra mitad por las descripciones naturalistas de su paisano don Benito Pérez Galdós, allá por los doce años, sólo pensó en leer a todas horas, incluso cuando comenzó la lucha a muerte entre aquellas dos maneras de sentir. Cada vez que Valentina Kristel se agitaba en su placenta con violencia, e intentaba rasgarla para no morir de asfixia, Eduardo Mancuso, su guardián tirano, su cuerpo de niño adolescente, la amenazaba con la conquista de princesas lúbricas, que la sepultarían contra toda voluntad bajo tumbas de falsa testosterona, de granito hubiera deseado. Leer, leer como Eduardo fingiéndose Valentina, como Valentina ocultándose de Eduardo. Así leyó durante años. Pero una noche ventosa con el mar crespo y espumoso en la playa de las Alcaravaneras, Eduardo rindió sus velas a un buque pirata, a la herida de un dulce bucanero que lo atravesó con su sable de luz, para mostrarle el camino claro, por donde habría de caminar la futura Valentina Kristel. Después vinieron innumerables citas canallas en el parque de San Telmo, y acometidas de contrabandistas nocturnos en los camarotes de mercantes extranjeros en el muelle Elder, que le arrebatarían los últimos vestigios de su fantasmal masculinidad. Algo más tarde supo que quería ser escritora, aunque también que escribiría como un hombre, a pesar de empeñarse en lo contrario, y que con su nuevo aspecto, travestido de Valentina Kristel, no triunfaría en la isla, y menos escribiendo historias. Por eso decidió completar la sensual transformación de su nueva, verdadera y ansiada identidad femenina, con el dinero obtenido como camarero en locales gais, para dar el salto a la península con su reciente nombre artístico, porque una escritora sólo podría desarrollarse a través de un cordón umbilical con la tierra, por donde escapar cuando las serpientes acecharan, así presintió la huida del insigne Galdós, y así haría ella. Entre tanto escribía cuentos acéfalos, poemas reptilianos en plena mudanza de piel y algún que otro artículo para blogueros de rastrillo, en pos del hallazgo definitivo que le ayudara a averiguar, por qué Eduardo se atrincheró en las palabras que habría de escribir Velentina. Semanas antes de partir a ciegas sólo con un propósito como bagaje, en la clínica donde le dieron las ultimas instrucciones para mantener erguidos sus pechos recientes conoció a un sexólogo, Ángel Ricardo Escotado, que había asistido a un congreso, cuya parte práctica consistía en entrevistarse con pacientes como ella. Quien al conocer sus planes, le ofreció trabajar en su consulta, donde haría de ayudante y recepcionista, pues la empleada anterior había sido obligada a abandonar el empleo por su novio, harto de tanta innovación cuando hacían el amor, fruto de haber transcrito tantos informes profesionales, de gente que sólo demostraba imaginación para el sexo, obsesión que terminaría amenazando su futuro burgués, si no ponía remedio. 
Decidieron tomar el mismo vuelo en asientos contiguos. Una vez acomodados, rodando hacia la pista de despegue, Ángel Ricardo le dijo que podía quedarse en su casa hasta que encontrara algún apartamento en las inmediaciones, ya que vivía solo desde su divorcio, hacía dos años,  y que por favor no pensara en ninguna intención equívoca, porque no solía mezclar el trabajo con el placer. Después de que Valentina aceptara el ofrecimiento, Ángel extrajo un libro envuelto en papel de regalo de su bolso de mano, se lo tendió con una sonrisa de cumplido, es para ti, y se quedó callado durante todo el viaje, mientras ella leía Triángulos escarchados de Violeta Reyes, de la colección La sonrisa horizontal de Afrodita de la editorial Gromo. Nunca habría imaginado antes de comenzar el primer capítulo, que quedaría tan obnubilada con aquella lectura, tanto que marcaría el género con el que iniciaría su carrera de escritora, decidió. Quería escribir como Violeta Reyes, una novela en la misma colección, como Violeta Reyes, sospechó que conocía a la protagonista y a la escritora desde sus primeros placeres, como Violeta Reyes, la dibujó a imagen y semejanza suya, sin saber que era el pseudónimo del colombiano Marcelo Miller, muerto tres meses después de publicar dicha obra, en un trágico accidente de automóvil, como Violeta Reyes en el libro, a doscientos por hora, contra un pilar de hormigón, a la entrada de un túnel, al tiempo que en la misma milésima de segundo confluían en su mente el éxtasis y el descenso de dos recuerdos excesivos pertenecientes a un misma noche de desenfreno. Antes de tomar tierra cerró el libro tras haber concluido su lectura, ante los ojillos réprobos de un tipo con gafas de intelectual con coleta, que la escudriñaba desde uno de los asientos delanteros. Cerró los ojos y pensó momentáneamente en su libro aún por escribir, pero sólo halló vacío frente a la opulencia de Triángulos escarchados. La respiración agitada y el tamborileo de los dedos de su compañero sobre el apoyabrazos la tranquilizó, porque cayó en la cuenta de que tendría acceso a centenares de argumentos en la consulta de sexología de Ángel Ricardo, así evitaría recurrir a la dolorosa vivificación de la sangre seca de su propio pasado, sólo habría de encontrar el tono y el lenguaje apropiado. 
Tras instalarse semanas más tarde cerca del consultorio, situado en la frontera donde termina el barrio antiguo y comienza la ciudad moderna, se apercibiría de que las cosas no iban a ser tan fáciles, y mucho menos lo que iba a suponer para sus intereses la presencia en la misma calle de la revista  PlayEros y un peepshow, además de otras circunstancias, como la de escribir un horóscopo lujurioso y satírico para la publicación quincenal Toywoman, sin contar el descubrimiento del carácter de sí misma, que había aflorado con la confirmación de su nuevo sexo y su belleza magnética de ofidio. 


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