Puse el pie en la acera y toda la mañana de nubarrones comenzó a agrisar cuanto veía. Gentes tristes, mal despertadas como yo, cruzaban el silencio del barrio arruinado por el que roncaban de continuo los automóviles. Todo lugar en el que ponía la vista me devolvía el canto periférico y desportillado de las tres calles míticas de El Crucero: Laureano Díez Canseco, Relojero Losada y Benito Pérez Galdós, llenas de comercios cerrados y de carteles de alquiler o de venta. Todo lo que había sido vigor, bullicio, hoy muerto. En eso me vino a la mente como una canción pegadiza la frase de Michi Panero, esa de la sordidez más puñetera.
¿Qué me había movido a abandonar la cama, el mullido colchón, las suaves sábanas, el calor del hogar, las amatorias carantoñas del infante y la esposa en una mañana de sábado en la que el sueño y el retozo habrían alcanzado muy seguramente el mediodía?
No era otra cosa que una nueva aventura ultramarina. Al cruzar la esquina de la de Laureano los vi, bajo el telón pétreo de cemento añil que ya no recordaba. Sus largos cabellos canosos los distinguían como diferentes, cabezas que han soñado y que, incomprensiblemente, esperaban el la fachada de un antiguo club de amor mercenario hace décadas cerrado. Me acerqué hacia ellos que quedaban detrás de una larga fila de contenedores de basura. Entonces pude advertir el detalle arquitectónico que albañil añejo tuvo con la función del local al alternar bloques de hormigón liso con otros con un cierto saliente en forma de puñal. Para rematar la faena lírica un cartel vertical que se dibujaba con un fugitivo sol de mediodía decía en letras luminosas apagadas hace lustros: «LA SIRENA».
En eso sentí una punzada en el final de mi espalda y al volverme pude comprobar que un palo de escoba rojo iba del final de mi anatomía hasta un contenedor guiado por una mujer de poco más de un metro que escarbaba en la basura.
—Es que lo dejan too... Dijo la mujer enlutada a modo de explicación o disculpa.
Y entonces pescó unos bolsones de basura y los abrió ante nuestros ojos apareciendo un número extraordinario de panes de buen aspecto.
—Y esto asín toos los días...vienen muchos a por ellos.
—¿Y qué tal están los panes esos?
—Toque usted. Si quieren algunos...
Nos los ofreció así sin más la buena mujer a los ultramarinos aquellos panes suyos de la basura que acababa de recoger sin pararse a distinguir si éramos pobres o ricos y haciéndome sopesar si no sería verdad, como dicen muchos, que los menesterosos son más buenos que los otros.
Fuímonos pues los escritores, que andábamos a la caza de los erotismos del tiempo pasado, con una lección muy grande para no ser más renuberos cuando a un escritor gigante le den el premio Cervantes y prefiera hablar, en lugar de de su obra, de salvar a los pobres como aquella mujeruca que sin reparar si éramos ricos o pobres nos dio de sus panes.¿Qué me había movido a abandonar la cama, el mullido colchón, las suaves sábanas, el calor del hogar, las amatorias carantoñas del infante y la esposa en una mañana de sábado en la que el sueño y el retozo habrían alcanzado muy seguramente el mediodía?
No era otra cosa que una nueva aventura ultramarina. Al cruzar la esquina de la de Laureano los vi, bajo el telón pétreo de cemento añil que ya no recordaba. Sus largos cabellos canosos los distinguían como diferentes, cabezas que han soñado y que, incomprensiblemente, esperaban el la fachada de un antiguo club de amor mercenario hace décadas cerrado. Me acerqué hacia ellos que quedaban detrás de una larga fila de contenedores de basura. Entonces pude advertir el detalle arquitectónico que albañil añejo tuvo con la función del local al alternar bloques de hormigón liso con otros con un cierto saliente en forma de puñal. Para rematar la faena lírica un cartel vertical que se dibujaba con un fugitivo sol de mediodía decía en letras luminosas apagadas hace lustros: «LA SIRENA».
En eso sentí una punzada en el final de mi espalda y al volverme pude comprobar que un palo de escoba rojo iba del final de mi anatomía hasta un contenedor guiado por una mujer de poco más de un metro que escarbaba en la basura.
—Es que lo dejan too... Dijo la mujer enlutada a modo de explicación o disculpa.
Y entonces pescó unos bolsones de basura y los abrió ante nuestros ojos apareciendo un número extraordinario de panes de buen aspecto.
—Y esto asín toos los días...vienen muchos a por ellos.
—¿Y qué tal están los panes esos?
—Toque usted. Si quieren algunos...
Nos los ofreció así sin más la buena mujer a los ultramarinos aquellos panes suyos de la basura que acababa de recoger sin pararse a distinguir si éramos pobres o ricos y haciéndome sopesar si no sería verdad, como dicen muchos, que los menesterosos son más buenos que los otros.
[el cuervo]
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