MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS
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PRIMER FINAL
Hacía semanas, quizá meses, que la biblioteca permanecía cerrada a cal y canto, sumida en la más completa oscuridad. Terminé por perder el sentido del tiempo, bien porque ni una brizna de luz se colara entre las lamas de la persiana bajada, bien porque me faltara la diaria presencia de mi querido maestro al anochecer, para indicarme que se aproximaba la hora de mis deambulaciones, o bien porque el perpetuo eclipse me mantuviera en un insomnio artificial, que más se parecía a un estado de delirio, en un constante y voraz encadenamiento de lecturas indiscriminadas, desde las Noches áticas de Aulo Gelio y la novela por entregas, publicada en siete volúmenes reunidos, titulada La espina dorsal del mensajero, del autor decimonónico Pantaleón Galateo, a la Introducción a los criptogramas del manuscrito de Voynich, del matemático y criptógrafo italiano Enzo Burlani, quien puso fin a sus días después de haberse comido las página 53 y 326 de su obra, empapadas en estricnina. Al principio celebré este estado dionisiaco, que duró poco, pues terminé por regurgitar palabras inconexas, mezcladas con una bilis amarillenta, parecida al tono de la lignina oxidada, así que llegué a la conclusión de que tan importante era la deglución como el asentamiento en el cerebro, algo que sería facilitado, sin duda, por un paseo ocasional. Así es que dispuesto a ello, me deslicé por debajo de la puerta, y salí por primera vez de aquella zahúrda de Plutón, desde que ingresara en el noviciado de clausura de la Orden de la Bibliofagia. Reconocí el sonido de los pasos que, durante todo este tiempo, había escuchado desde mi retiro, aunque ahora pude distinguir con nitidez la dirección a la que se encaminaban. No podía ser otro lugar que al dormitorio de Sapiencio, donde una enfermera lo cuidaba día y noche administrándole morfina por vía intravenosa. Aprovechando que había salido a comprar los medicamentos prescritos por el médico, que acababa de marcharse, me encaramé a la colcha y trepé hasta vislumbrar el perfil de su rostro cianótico. Estaba despierto y respiraba con dificultad. Llamé su atención posándome en la muñeca de su brazo derecho. Ladeó su cabeza hacia mí, entonces observé que su mandíbula inferior se movía hacia fuera repetidamente, aquejada de una mioclonia arrítmica.
SAPIENCIO. Ya te echaba de menos, Mortisaga. Has venido a por lo tuyo, ¿no?; pero todavía no estoy muerto, ni tú eres el Luciano de Samósata que dará testimonio de nuestro último diálogo.
MORTISAGA. Aunque no lo creas, la podredumbre que me interesa no es la de tus órganos, sino la de tus libros, una metástasis que ha inficionado mis neuronas, provocándoles una metamorfosis irreversible, en vuelo hacia una conciencia similar a la tuya. Por eso yo también te echo de menos. Porque has sido como el astro que rige mis cosechas y mareas, con tus constantes adquisiciones bibliográficas y tu misma presencia.
SAPIENCIO. Me parece que todavía no has entendido la lección definitiva, a pesar de verme agonizante. Tienes una esperanza infantil y vana, si crees que mediante la elección de un libro o la formación de una biblioteca, un lector puede multiplicar su tiempo hasta la eternidad, e incluso transmutar su mirada en la de otros, o en la de cada uno de los autores de cada una de las obras. Tan sólo es una ilusión vital, quizás necesaria, que nos acompaña durante toda nuestra existencia, para mitigar la insatisfacción de lo que nos ofrece la vida. Mortisaga, al final del trayecto, tú también te darás cuenta de que la perfección está más cerca de ti, cuanto más próximo sientas el instinto animal en tus entrañas, de modo que no sé si es tarde para sugerirte que vuelvas a tus paseos nocturnos, entre la hojarasca y las bellotas de los robles.
MORTISAGA. No, quien no ha entendido nada eres tú, amigo. Ahora comprendo que no basta con ser humano y gastar la vida entre libros, para comprender que en ellos uno ha de buscar la grandiosidad de la imperfección, y no lo contrario.
SAPIENCIO. Ya veo que es tarde para ambos. Para mí, que necesitaría una reencarnación en la que oficiara de pirómano irredento. Y para ti, que ya te has convertido sin remedio en una criatura de ficción como lo he sido yo. Tras mi partida necesitarás otra biblioteca donde seguir nutriéndote, porque la mía se diluirá en otras. No te queda más remedio que seguir mis instrucciones si deseas sobrevivir. Busca un volumen titulado El pozo animado de Jorge Claudio Wilson, entre sus páginas mi abuela practicó un agujero considerable, en el que ocultaba de los ladrones unos valiosos pendientes, que pertenecieron a la reina Isabel de Francia, métete allí y espera unos días, no tardarás en averiguar el por qué de tan rocambolesco emparedamiento.
Apenas terminada su intervención, el mioclono de su mandíbula hizo que le castañetearan los dientes y el diafragma se le hinchara y deshinchara con espasmos. Sacó su mano izquierda de entre las sábanas y trató de alejarme, pero como sus movimientos eran extremadamente lentos, pude zafarme de su manotazo dejándome caer rodando cama abajo. Durante la caída aún pude escuchar entre su último y prolongado estertor, el balbuceo de unas palabras, dirigidas a…
José Miguel López-Astilleros
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