En una tarde de sol sevillano temblando en las banderas de la calle Cantareros llegamos a la tienda del anticuario, que nos recibió con la amabilidad acostumbrada.
Poco a poco fueron llegando los poetas: el periodista Eloy con su Nikon, Pascal, sin la comisaria poética del Musac y su troupe; el poeta de la intemperie y el cuervo. Mientra llegaba el poeta perdido, David afinaba la viola, y Gromov revolvía todas las publicaciones que, sobre un mantel bizantino, protegía una perdiz disecada.
Fiel a su cita estacional, el editor malabia, con desgana, presentó las novedades ultramarinas: dos hojas volanderas (Las palabras de la tribu y Escritores secretos), una antología poética Raros de Tiempo y los encartes (Rastrojera, Camposanto y La Galbana). Tras la breve intervención dio paso a Mario que, antes de hablar de la antología, se deshizo del sambenito de doctor y filólogo que le habían colgado en la invitación, quedándose con el de lector. Con el verbo ágil y el adjetivo generoso recorrió la poética de los autores.
Con las primeras notas de la viola comenzó el recital ante un escogido público agazapado entre sofas isabelinos, lámparas fundidas y carteles de cine de los ochenta. Cada vate fue desgranando sus versos en la penumbra que sólo iluminaba el resplandor del flash. Aunque, de vez en cuando, el editor miraba por si venían los ausentes, nos quedamos sin escuchar el goteo del grifo de la memoria ni el archivo sonoro del poeta londinense.
Con el caldo ultramarino Quincalla se descorchó el don de la ebriedad. Con el personal más distendido se brindó por la editorial y por el triunfo de España (5-1, perdió). En la mesa quedaban las novedades en un sobre de plástico esperando la voluntad de la calderilla.
Entre los asistentes pudimos ver a la tripulación ultramarina, preocupados por la ausencia de Tinofc que seguía la velada a través de las llamadas de Bombita, al crítico del blog La tormenta en un vaso, López-Astilleros; al cuentista Toribios (próxima publicación ultramarina), a Manuel Olveira que nos habló de la novela que la editorial Rocademur le iba a publicar, al joven ilustrador Darío Marcos grabando las tomas falsas, a la traductora Yolanda Morató ("que para ser sevillana habla muy bien inglés"), a el viajero bibliófilo Juan Bonilla (Maestro Liendres) que nos habló de los tejemanejes de los premios (puro realismo mágico) y de la buenas críticas de su libro de cuentos, Una manada de ñus. El escritor disfrutaba de la buenas temperaturas en sus paseos de las tardes, pero estaba esperando ver las orejas al invierno de Léon ("creo que es un mito literario").
Cerca de las nueve la gente empezó a desfilar por el largo y estrecho pasillo buscando la puerta verde. En la calle el bullicio silenciaba la música del himno nacional. Todos se dispersaron como si fuese una consigna dada de antemano.
En el anticuario quedó un petit comité formado por un ido J. C. Branco que improvisaba endecasílabos descarrilados mientras el cuervo leía un manuscrito de la editorial; cerca de la gramola, Gromov y el anticuario negociaban por un libro de tipografía, malabia contaba la calderilla y el polaco se quejaba de la temperatura del Prieto picudo. Todos formaban un retablo expresionista entre un mundo de cachivaches desgastados por la débil luz que brotaba del espejo de una cómoda.
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