Volvía yo a casa a campo traviesa. Iba mediado el verano. Se había dado
remate a la cosecha del heno y empezaba la siega del centeno.
Esa estación del año ofrece una deliciosa profusión de flores silvestres: trébol rojo, blanco, rosado, aromático, tupido; margaritas arrogantes de un blanco lechoso, con su botón amarillo claro, de esas de "me quieres no me quieres", de olor picante a fruta pasada; calza amarilla con olor a miel; altas campanillas blancas o color lila, semejantes a tulipanes, arvejas rampantes, bonitas escabiosas, amarillas, rojas, de color rosa y malva; llantén de pelusa levemente rosada y levemente aromática; acianos que, tiernos aún, lucen su azul intenso a la luz del sol, pero que al anochecer o cuando envejecen se tornan más pálidos y encarnados; y la delicada flor de la cuscuta, que se marchita tan pronto como se abre.
Habia cogido un gran ramo de estas flores y ya volvía a casa cuando vi en una zanja, en plena eflorescencia, un magnífico cardo color frambuesa de los que por allí llaman "tártaros", que los segadores esquivan con cuidado, y cuando por descuido cortan uno lo arrojan entre la hierba para no pincharse las manos. A mí se me ocurrió coger ese cardo y ponerlo en medio de mi ramo. Bajé a la zanja y, tras ahuyentar a un abejorro que se había colocado en una de las flores y allí dormía dulce y pacíficamente, me dispuse a coger la flor. Pero aquello resultó muy difícil. No sólo el tallo pinchaba por todas partes -incluso a través del pañuelo con que me había envuelto la mano-, sino que era tan sumamente duro que tuve que bregar con él casi cinco minutos, arrancándole las fibras una a una. Cuando por fin logré mi propósito, el tallo estaba enteramente deshecho y la flor misma no me parecía ahora tan fresca ni tan hermosa. Por añadidura, era demasiado ordinaria y vulgar para emparejar con los otros colores delicados del ramo. Lamentando haber destruido sin provecho una flor que había sido hermosa en su propio lugar, la tiré. "Pero, qué energía, que potencia vital! -me dije-, recordando el esfuerzo que me había costado arrancarla-, ¡Cómo se defendía y cuán cara había vendido su vida!"
El camino que conducía a la casa pasaba por un terreno en barbecho recién arado. Yo caminaba lentamente sobre el polvo negro. Ese campo labrado pertenecía a un rico propietario. Era tan vasto que a ambos lados del camino o en el cerro enfrente de mí sólo se veían los surcos idénticos de la tierra labrada. La labor había sido excelente: no se veía por ninguna parte una brizna de hierba o una planta. Todo era tierra negra. "¡Qué criatura tan devastadora y cruel es el hombre! ¡Cuántos seres vivos, cuántas plantas destruye para mantener su propia vida!", pensé, buscando involuntariamente a mi alrededor alguna cosa viva en medio de ese campo negro y muerto. Frente a mí, a la derecha del camino, vi lo que parecía ser un pequeño arbusto. Cuando me acerqué, noté que era de la misma especie de cardo tártaro cuya flor había arrancado en vano y tirado luego.
La mata de cardo se componía de tres ramas. Una estaba tronchada, con un muñón que semejaba un brazo mutilado. Las otras dos tenían, cada una, una flor, antes roja, pero ahora ennegrecida. Un tallo estaba roto, y de su punta pendía una flor sucia. La otra, aunque sucia de tierra negra, aún estaba erguida. Era evidente que por encima de la planta había pasado la rueda de un carro, pero que el carro había vuelto a levantarse y se mantenía erecto, aunque torcido. Era como si le hubiesen desgajado del cuerpo un miembro, abierto las entrañas, arrancado un brazo, vaciado un ojo. Y, sin embargo, se mantenía tieso, sin rendirse al hombre que había destruido a sus congéneres en torno suyo.
"¡Qué energía!" -pensé-. El hombre ha vencido todo, destruido millones de plantas, pero ésta no se rinde." Y me acordé de una antigua aventura del Cáucaso que yo mismo presencié en parte, que en parte me contaron testigos oculares y en parte también imaginé. Esa aventura, tal como la han ido hilvanando mi memoria y mi imaginación es la que sigue.
[Gromov]
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