[Este texto de Benet apareció en 1980 en la revista Margen (de la que sólo salieron dos números) y se reprodujo luego en el libro Prosas Civiles. Como ambas publicaciones son de dificil acceso (he visto que de la segunda sólo existen dos ejemplares en las bibliotecas públicas de CyL, en la leonesa de Berrueta y en la de Ponferrada, y ambos en depósito), lo damos aqui por su interés]
Me limitaré a contar en cuatro líneas mi época leonesa que desgraciadamente fue más breve de lo que yo esperaba entonces. Habiendo acabado la carrera y tras trabajar durante casi dos años en una oficina de proyectos en Madrid, comprendí con claridad que lo que me interesaba de mi profesión era la ejecución de obras y, a ser posible, en el campo. Creo que en marzo de 1956 ingresé en la entonces MZOV, hoy incorporada a CYT, una Compañía que había construido el legendario ferrocarril Zamora-Vigo y que por aquellas fechas iniciaba unas obras en el canal del Jarama y otras en el Bierzo. A punto estuve de ser despachado hacia el Jarama, pero la suerte quiso que me enviaran a Ponferrada donde MZOV había contratado los canales de Quereño y Cornatel para la Empresa Nacional de Electricidad. Yo estaba recién casado y había nacido mi primer hijo; Ponferrada era entonces -según se decía- la ciudad de mayor crecimiento y turbulencia de España a causa de las numerosas obras hidráulicas, la minería del carbón y los cotos Wagner y Vivaldi. Parecía una ciudad del oeste y no había manera de encontrar un piso por lo que hasta el otoño de aquel año tuve que vivir en el hotel Madrid, en la carretera de La Coruña, atiborrado todo el año de técnicos de toda índole, más o menos de mi edad. Lo cierto es que en Ponferrada se trabajaba mucho y en unas condiciones bastante duras: eran los años anteriores a aquel I Plan de Desarrollo y en España todavía no había nada de nada: unas pocas máquinas de antes de la guerra, unas carreteras infames, grandes zonas sin electrificación y un paisaje que abandonaba la azada para coger el pico. No exagero nada cuando digo que teníamos que trabajar quince horas diarias. Los sábados incluidos. En cambio, como se ganaba bastante dinero (unas 15.000 pesetas al mes) los fines de semana eran sonados. Yo había comprado un 2 CV -de fabricación francesa- al que nos subíamos a veces hasta seis personas ávidas de salir de Ponferrada en donde en todo el invierno no veíamos más que hollín y niebla. Con los amigos y compañeros que trabajaban en el Sil, hacia Orense y Viana del Bollo, nos solíamos citar a medio camino -por lo general en los altos de Rodicio o en Castro Caldelas- y echar un baile en La Rua. Aparte de eso, en Ponferrada había dos o tres bares con unas mujeres brutales de donde era difícil salir completamente ileso. Cierto sábado en que partíamos muy tarde en dirección a La Coruña la noche, la niebla y el hielo nos sorprendieron bajando el puerto de Piedrafita y en una revuelta el coche dio un patinazo, giró sobre sí mismo y a punto estuvimos de despeñamos. Debimos pasar el susto a fuerza de vino porque subimos al coche sin damos cuenta de que estaba en dirección opuesta a la que llevábamos y cuando ya entrada la madrugada alcanzamos de nuevo Villafranca el personal a punto estuvo de lincharme.
Al fin en Ponferrada alquilé una casa de dos plantas en el barrio viejo, en la calle que creo se llamaba Diego Antonio González o por otro nombre La Obrera, por el casino que allí había, muy cerca de La Encina. Era una casa del siglo pasado, con un pequeño huerto, con un buen número de habitaciones y desvanes vacíos en uno de los cuales mi mujer encontró dos esqueletos completos, con los cuales yo quise montar una historia romántica que se demostró improcedente porque los esqueletos resultaron ser de pasta.
De Ponferrada me trasladé a Oviedo a finales de 1959, para dirigir la construcción de un túnel ferroviario entre Lugo de Llanera y Villabona que debía ejecutarse en un año y que no lo pude hacer en menos de dos. Era una obra mucho más sencilla que las de Ponferrada, siendo su mayor problema la velocidad de construcción y la escasa seguridad que teníamos en los pozos y en los avances del túnel. Había dos pozos de unos 30 metros de profundidad por los que descendíamos montados en un balde colgado del gancho de una grúa de albañilería de 250 kilogramos de capacidad de carga. Una mañana en que me disponía a bajar con el encargado, en el mismo momento en que subía al balde me comunicaron que mi presencia era imprescindible en aquel momento en otro punto de la obra. Le dije al encargado que bajara él, pero como el viaje era lento y obstrusivo, el encargado -una persona excelente e inolvidable, que se llamaba Osoro- bajó con otro operario de menor peso que él. Parece ser que se segó un pasador del acoplamiento, el cabrestante giró loco y ambos se estrellaron contra el suelo: Osoro por su corpulencia recibió en su cuerpo todo el impacto y murió en el acto. Luego tal vez vino lo peor: El viaje a Cangas de Onís a decide a una mujer admirable que era viuda. En aquellos años ya se sabía: un kilómetro de túnel, de cualquier dimensión, cobraba dos o tres vidas, con bastante suerte.
En toda aquella época me fue difícil escribir algo, apenas tenía tiempo libre y el que tenía prefería consumido en hacer cosas más interesantes, como ver a los amigos, viajar y visitar el país. Pero en Oviedo empecé a disfrutar de ciertas horas libres a la caída de la tarde porque allí apenas tenía amigos y el trabajo no se prolongaba por la noche. Así pues, creo que en el invierno del año 60-61 y entre las ocho y diez de la noche, escribí un libro de relatos titulado Nunca llegarás a nada que publiqué a mi costa este último año, sin el menor éxito, naturalmente. Creo que fue en 1961, viviendo en Oviedo, cuando el MOP sacó a subasta las obras del pantano del Porma que comprendían la presa del mismo nombre, una variante de la carretera de Boñar a Campo de Caso y el trasvase a aquel río de las aguas del Curueño; aquel verano me dediqué a estudiar la obra -nunca hasta entonces había hecho un estudio tan importante ni nuestra Compañía se había introducido en el campo de la construcción de grandes presas- y a conocer la montaña leonesa entre los puertos de Leitariegos, San Isidro y Ventana, más o menos. En la primavera de 1961 la presa del Porma fue adjudicada a MZOV y a comienzos de aquel verano me trasladé con mi mujer y tres hijos -una recién nacida- a vivir en la Venta del Remellán (un famoso lugar donde se comían las mejores tortillas y truchas de la provincia, situado a medio camino de Boñar a Valdecastillo) mientras nos construíamos una pequeña casa en las inmediaciones de la presa, en un prado junto a la confluencia del arroyo Pardomino con el río Porma. En aquella pequeña casa del Porma vivimos de 1962 a 1966 con frecuentes interrupciones porque en el curso de aquellos años contratamos otras obras en las provincias de León y Oviedo -unos riegos en el Páramo y un acondicionamiento del Puerto de Pajares- que yo dirigía desde allí. Así pues, en realidad nunca viví en León capital donde, sin embargo, con frecuencia tenía que hacer noche, siempre en el hotel Oliden, y contaba con varios amigos, casi todos relacionados con la profesión: Andrés Arenas, Aurelio Ruiz, JuanChacón, Carlos Presa y Carlos Céspedes. Eran, más que nada, amistades nocturas para jugar en el Salamanca, cenar en casa Pozo, en el Besugo o en el Burro, trasnochar en el Yuma y jugar en el Casino, a donde yo iba de mirón más que nada; y a despertar algunas mañanas en la Venta del Jamón, un lugar de no muy buena reputación, situado en la carretera de Oviedo y que era la última puerta practicable a ciertas horas de la madrugada para recibir alguna hospitalidad. Con aquellas noches la continuidad del trabajo era tal vez posible gracias a la paz que reinaba en el Oliden -los techos altos, los suelos de linóleo, los sanitarios ingleses, la ropa siempre limpia, un silencio de basílica encomendado a viejos camareros, y los samaritanos cuidados de Lupicinio- donde sólo en muy contadas ocasiones recuerdo haber visto una mujer.
Para mí y para mi familia -y creo que para toda la gente que trabajaba conmigo- los años de Porma fueron decisivos. Me atrevería a afirmar que fue en Porma donde completé mi formación de ingeniero, donde adquirí una manera de ejercer la profesión que se aprende de una vez para siempre y que, con independencia de los conocimientos pasados y futuros, apenas se modificará ya; donde, para llenar las largas noches invernales de aquel lugar extremadamente solitario, escribí por enésima y definitiva vez una novela -Volverás a Región- que en buena medida vino a suponer cierta madurez literaria, o, al menos, un acercamiento más serio a la afición que hasta entonces sólo había practicado a ratos perdidos y bien perdidos.
Mi mujer y mis hijos se vinieron a vivir a Madrid hacia 1964, pasando en Porma sólo los veranos y algunas navidades. Yo aguanté, menudeando las estancias en aquella casa a la que tenía un especial apego con frecuentes viajes a otras obras, hasta 1966 en que por motivos puramente profesionales tuve que trasmitir la dirección de todas las obras leonesas y asturianas de nuestra Compañía a otra persona. Desde entonces apenas he vuelto por León y siempre ha sido de paso. Durante diez años viví en aquellas tierras; en esencia, el único período de mi vida que he vivido fuera de Madrid pero que, por lo mucho que significó para mí, por la impronta con que me marcó, por el motivo de inspiración para mis aficiones literarias y el definitivo sesgo que allí adquirió ese aspecto de mi vida, constituye tal vez el momento de fraguado de la sustancia de que he sido hecho.
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