MALOS LIBROS CON GRANDES CUBIERTAS
Dicen que basta un solo verso para salvar un libro de poemas. No sé. Desde hace tiempo creo que ni siquiera hay que ponerse tan exigentes: a veces basta con una buena cubierta. Supongo que fue por eso por lo que empecé a formar una colección de libros de poemas que cumplieran dos requisitos: 1/ que no tuvieran un solo verso salvable y 2/ que tuvieran una cubierta preciosa. Años de andanzas por librerías de viejo me han permitido conocer a propietarios de las más disparatadas colecciones, no sólo el clásico personaje que sólo colecciona Quijotes (y del que lo único seguro que sabemos es que no ha leído nunca la novela de Cervantes), sino encantadores especímenes que se creen únicos por la naturaleza de lo que coleccionan (en Bogotá conocí a un coleccionista de "segundas ediciones": todos los libros que tenía eran una segunda edición, los libros que no merecían llegar a la segunda tirada, según él, no podían merecer el esfuerzo de ser buscados y cazados). Otros coleccionan libros anecdóticos de grandes autores y no tienen en sus baldas ninguna novela de Nabokov pero sí tienen sus volúmenes dedicados a las mariposas y los problemas de ajedrez, ninguna novela de Martin Amis pero sí su libro sobre marcianitos, ninguna novela de Javier Marías pero sí su libro sobre fútbol. Para ellos Musil no es el autor de El hombre sin atributos sino el exquisito redactor de un ensayo sobre el arte de nadar. En fin, por competir con ellos me dio por iniciar una colección de libros de poemas insalvables que sin embargo merecieran la salvación por la cubierta. Creo que la empecé en México, en la calle Donceles, cuando encontré Ronda de Luna de una tal María Evelia Monterrubio. Al primer vistazo ya vi que no había poema donde luciera, como una medalla, un verso que resplandeciera en medio de la hojarasca de cansados lugares comunes. Y sin embargo la cubierta era tan hermosa que me lo llevé. Luego siguió Nada-Ritmos, un libro de poemas patéticos de un tal Argentino Rossani impreso en Split en 1927 y con una elegante cubierta. Pensé que era un libro yugoeslavo -en croata NADA significa Esperanza-, pero qué va, estaba en español, aunque en un español tan tartamudo que parecía en efecto yugoeslavo.El Remanso de las Horas del canario Montiano Placeres es un poco mejor: tiene alguna copla cantable. Pero palidece comparado con el grafismo abrupto de su espléndida cubierta. Algo parecido se puede decir de Cuenta de la Lavandería, en la que el mediocre modernista Goy de Silva lucía como vanguardista mediocre tras una excelente cubierta. A Vuelo de Pluma de Herminia Corcuera está lleno de obviedades rimadas de un alma sensible que lamentablemente no alcanza a ponerle palabras exactas a los abismos de su dolor, pero su cubierta es tan bonita que dan igual las insuficiencias de la poeta para atrapar aquello que siente y que crucifica con maltrecha retórica.
En mi colección de libros de poemas que se salvan por sus cubiertas hay dos de un poeta mexicano llamado Horacio Zúñiga. Basta asomarse a sus páginas para entender que la gracia que no quiso darle el cielo -la de poeta- la compensó con la de tipógrafo. También basta recorrer sus prólogos para cerciorarse de que el hombre no sólo se consideraba un poeta sino que se tenía por gran poeta, por heredero de Whitman, Santos Chocano y Rubén Darío, al que le había tocado en suerte una época de mediocres que se ganaban la atención de la crítica con disparates vanguardistas. Zúñiga escribía contra la marabunta vanguardista a la que, para que quedara claro que él no era vanguardista porque no le salía de los cojones, se atrevía a imitar en una "Sinfonía de Hierro" que, al no tener abuela el poeta, llegaba a considerar como la única pieza decente que había producido la vanguardia en México: o sea, se había rebajado a escribirla para de un solo golpe destruir a la vanguardia mexicana y salvarla mostrándole cómo debía haber procedido. Horacio Zúñiga, pues, tenía conciencia de salvador de un idioma, recipiente de la sabiduría de una raza y único baluarte del idioma para decir los abismos del dolor y el sentimiento amoroso. Tenía facilidad para el verso modernista y la rima sonora, de ahí que sus libros siempre se arrimaran a las doscientas páginas. Pero saltemos sobre sus versos para no depreciar su figura y apreciemos su maestría de tipógrafo. Cada página está cuidada con primor, incluso cuando se deja atrapar en los arabescos del "art nouveau". Estaba abonado a la cursiva, como si sus poemas no fueran sino citas de una autoridad superior. El grafismo de la cubierta de Sinfonías, dividida por una diagonal, tiene un encanto singular: casi ni importa que sea difícil de leer el nombre del autor. El libro además se imprimió en letra roja, lo que marea un poco, quizá para que nos quede claro que el hombre utilizó su propia sangre para escribir aquellos poemas huecos y altisonantes. En cambio, en Torre Negra, impreso en tinta azul, o sea, sangre igualmente pero noble, Horacio Zúñiga se apoyó en un excelente dibujo que es a la vez montaña y fábrica: uno se imagina en la ventana iluminada el pálpito de un Zarathustra de provincias que ojea desde su soledad recóndita un mundo que le da la espalda y al que trata de zaherir con sus cantos. El grafismo de título y autor es ahí más limpio y legible que el de Sinfonías, pero también elegante y potente. Todo lo que de verborreico tienen sus poemas queda corregido en sus espléndidas cubiertas, cubiertas que seguramente el hombre tenía por artesanía menor que, sin embargo, me parece, son hoy su única y precisa salvación.
[Juan Bonilla]
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