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ASÍ FUE COMO ABEL ALTARRIBA FRACASÓ EN SUS PESQUISAS PARA DAR CON GROMO, A QUIEN TERMINÓ ENCONTRANDO GRACIAS AL TESTIMONIO DE AMANDO ESTEFANÍA, EL DIRECTOR DE LA REVISTA DONDE TRABAJABA.
Como no resultó demasiado fiable la información que la Gran MaMa les dio para encontrar a Gromo, Abel Altarriba decidió investigar por su cuenta. Escudriñó durante dos noches en Internet algún rastro sobre los itinerarios libidinosos del editor. Navegó por decenas de portales de literatura erótica, pero siempre terminaba en páginas pornográficas profesionales, de cancaneo o sadomasoquistas, nada que ver con lo que buscaba, andaba en pos de Fermín Gromo, de una oportunidad que le proporcionara su observación directa en algún acto relacionado con el placer que las palabras venéreas le producían, lo mismo que las suyas, cuando escribía para los viejos rijosos que compraban la publicación de la cual era redactor.
El fracaso de las dos primeras noches de pesquisas frente al ordenador le produjeron un insomnio obsesivo, cuyas consecuencias se dejaban notar cuando acudía por la mañana a la redacción de PlayEros. Estaba irascible, hermético, ausente. No era consciente de lo que escribía, ni lo releía después de redactarlo, como era su costumbre, contra la opinión de su jefe, para quien las palabras debían fluir directamente desde el sexo al teclado, ahorrándose le penuria del intelecto, y por supuesto debían circundar cualquier filtro neuronal estético; aunque él siempre colocaba de manera sutil algún adjetivo o verbo que desmintiera tales consejos de primate.
Al quinto día, por la tarde, Amando escuchó desde su despacho un ritmo repetitivo tras el monitor de Abel, parecía la melodía tocada por un niño al piano. Se levantó y se acercó a un fichero cercano para disimular. Estaba escribiendo una consulta para el Dr. Spasmósevic, pero el texto consistía en repetir el nombre de “Fermín Gromo” con una cadencia monomaníaca, como Jack Nicholson en El resplandor.
⎯¡¿Fermín Gromo?! ⎯Gritó con disgusto.
⎯Eh... bueno… yo… ⎯titubeó Abel despertando de su enajenación.
⎯¿Conoces a Fermín Gromo? ⎯Le espetó contrariado y ofendido con una voz sarcástica.
⎯No, no lo conozco, pero necesito dar con él, es muy importante ⎯le contestó levantándose y enfrentándose a él con una mirada desafiante, más que desafiante, con la mirada presta a un ataque inminente.
⎯Conocí a Gromo cuando ambos teníamos veinticuatro años ⎯comenzó a decir en un tono más cordial, ante la agresividad mostrada por el otro⎯, todavía no había montado la editorial. Solía esconderse en un barucho sórdido a babear ante las páginas de revistas como PlayEros, que compraba en los kioscos cuando estaban a punto de cerrar, y ocultaba entre las páginas de un periódico. Aquel antro es hoy el distinguido Café Majestic, donde, según tengo entendido, cita a los escritores de esa repugnante colección erótica suya, para mostrarles los aciertos y las correcciones de su puño y letra. Y por si fuera poco, te puedo decir en la mesa que se sienta siempre, la misma de aquellos años, la que está al fondo, frente al hedor de los lavabos, parece ser que el efluvio residual de los coños y las pollas lo excita, me comentó uno de sus escritorzuelos eróticos, cuya obra destrozó aligerándola de testosterona y sudores de choto.
Aquella noche Abel Altarriba tuvo pesadillas. Contempló vitrinas de nogal, donde se almacenaban frascos que contenían penes erectos de varios tamaños y distintas curvaturas y grosores, clítoris y vulvas como alas de mariposa, como pétalos de orquídeas exóticas, los había rosados y pardos, y esfínteres anales, unos estrechos y otros bien dilatados, nadando en una solución ambarina, en cuya base cada uno tenía un papel pegado con el nombre de un escritor o escritora de la colección, Felicia Blanquerna, Ignacio Manganeses, John Joel Iniestroza, Regina Bromelia, Philip Canterbury…; otros le eran desconocidos, quizás por inéditos, Camilo Basanta, Bernardo Zórrister, Lucila dos Santos, Jorge Pertusato…, que correspondían a los atributos de mayor tamaño y de mejor color. Se despertó cuando vio en un frasco minúsculo y vacío una etiqueta con su nombre escrito, aunque antes de regresar del sueño, dudó si quedarse en el gozo de pertenecer al animalario de Gromo o en el dolor de la castración.
Lo primero que hizo por la mañana fue llamar a Amando, para comunicarle que no iría a trabajar ese día porque no se sentía bien, no concretó nada más, sabía que Amando no lo creería. Consultó en Internet qué autobús le dejaría más cerca del Café Majestic y se dirigió hacia allí. Aunque la hora más apropiada para las citas era por la tarde, se presentó a la hora del primer vermouth, tomó asiento en una mesa próxima a la de Gromo, pidió un Martini blanco y sacó de su bolso de mano Amantes carnívoras de Regina Bromelia, que había forrado para no llamar la atención. Ahí se quedó sentado, leyendo, tomando después cerveza y calamares fritos, café y licores, hasta que a media tarde apareció primero Gromo y casi al instante un escritor llamado Jorge Pertusato, uno de estatura colosal y blanda, el otro minúscula y compacta. Tras un breve saludo entre ellos, Gromo desplegó el mecanoscrito de Pertusato titulado Pulpa de cerezas enanas, y comenzó lo que tanto ansiaba Altarriba, la lectura del editor y sus efectos visibles sobre él:
«Al sentir el aliento de su boca poco más arriba de su culo, ella se apoyó en la estantería y lanzó un suspiro enfermizo…». Gromo metió una mano debajo de la mesa, apretó las mandíbulas y gargajeó un “bien, bien” de castrato impotente, a medio salir de su garganta.
«Cuando contempló aquel cuerpo diminuto, se preguntó de dónde había salido aquel descomunal pene tan levantisco…». No, no, no, dijo carraspeando con un ronroneo de gato flemático, esto hay que cambiarlo por algo más poético, como «Su cuerpo diminuto semejaba un barquito desnudo a la deriva, a merced de un mástil desproporcionado..», leyó en sus notas, a medida que iba adoptando de nuevo voz humana.
«Tanta era la excitación de ella, que su imaginación sustituyó los miembros exiguos de su cuerpo y su gran cabeza por su prepucio gigantesco, de donde le salían los brazos y las piernas, y una bocaza sonriente, de la cual manarían toneladas de calostros seminales…», bramó con sonidos poco más que inarticulados, como un venado lascivo en celo.
Abel Altarriba no necesitaba saber más. Jorge Pertusato y Gromo tenían la misma naturaleza que él. Una exacerbada sensibilidad nacida de una personalidad insólita, quizás de un error de la naturaleza. Ahora podría comenzar su novela. Se levantó en silencio y se alejó dispuesto a pasar toda la noche escribiendo.
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