17 de junio de 2015

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas






II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


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CENIZAS ÁRTICAS

Siempre me pareció Jerónimo Barbadillo un esquife perdido en el océano Ártico cuando recorría Laminium. Erraba de iceberg en iceberg, de libro en libro, no sabía muy bien si para evitar la catástrofe del naufragio, o por acercarse a la sabiduría de la fatal sospecha. Manipulaba cada uno de los ejemplares como si tuviera en las manos una bomba armada con relojería de precisión, no cabía mayor respeto. Sabía que activado el mecanismo a destiempo ya no podría recuperarse de sus estragos. Sin embargo su inquietud de pulso nervioso se avenía mal a la prudencia que demandaban esas islas glaciales a la deriva por bibliotecas en proceso de disgregación, pues siempre sucumbía a la atracción por las profundidades, donde iría a hacer compañía a todos las criaturas que allí fueron a parar, desde ballenas azules a monstruos románticos e infernales, en cada lectura, en cada cubierta reparada, en cada jirón de tinta vuelto a la vida. Y cuando su hipoxia indicaba que sería la última inmersión, ascendía de nuevo, impelido por todas las cicatrices, descubrimientos y placeres de una primera edición de Los claros abismos del cielo de Hilario Casares o un raro ejemplar firmado de Héroes sin bicho, única novela del esquivo flautista Joaquín Taffanel, ahogado en su propia música, según cuentan las recientes leyendas, mientras tocaba la flauta en el transatlántico donde viajaba con una acompañante misteriosa, que no aparece en ningún documento de la naviera, por lo que algunos malintencionados la identifican con su propio instrumento, dado que se le había diagnosticado un cáncer pulmonar, lo que convertiría el viaje en una despedida de amante.
En los últimos tiempos el aspecto de Barbadillo era el de una pequeña cáscara de nuez colonizada por hongos negros. Quizás las gangrenas oceánicas habían comenzado a cobrarse las huidas del prófugo. Y quizás Barbadillo había comenzado a dejar de luchar contra el rumbo incierto de los buques de hielo. El caso es que un atardecer me dijo que debía continuar mi camino en otra biblioteca o en otra librería, del mismo modo que Laminium, porque estimaba en dos meses lo que le quedaba de vida, según le había advertido un médico hacía unas horas. Por eso a partir de la mañana siguiente comenzarían a llegar tratantes de libros, gitanos de rastro, escritores de brillo y trapío, poetas sin corona y ultramarinos sin intemperie, amén de algún despistado curioso, guiado por el cartel de la entrada, que rezaba “Se vende todo a precio de saldo por exigencia de las cenizas árticas”. A uno de estos ultramarinos, que había conocido de joven en los rastros matutinos, me cedería, por considerar que su personalidad y su biblioteca eran tan singulares como los dos amaneceres de un planeta con dos soles. 
Durante los días que precedieron a su desaparición descubrí el mundo más descarnado de los libros de ocasión. Hubo un gitano pizpireto y vivaracho conocido como el Libretero que se personó allí con medio saco de melocotones,  para terminar de llenarlo con “libros güenos pa’l domingo”. Los más odiosos eran sin duda los bibliófilos tasadores, distantes, aristocráticos, crueles y duros negociadores, que descontaban del libro hasta los defectos que los hacían únicos a sabiendas, por si colaba la engañifa. En cambio, a los escritores de falsa verecundia y generosa vanidad les importaba más el cuento y la leyenda que otra cosa, por eso no discutían el precio previamente rebajado. Los poetas sin alamares que exhibir sólo atendían al brillo de la palabra y la fecha de edición, lo demás era despreciado, fuera una página rota o una cantonera doblada. Un caso muy distinto eran los ultramarinos, los había de muy diferente tipo, aunque los diferenciaba de los demás el conocer todos ellos como nadie los intersticios de los rastros librescos y a toda clase de vendedores, a cuya estrategia se adelantaban siempre, había entre ellos una extraña fraternidad desencontrada. También acudieron a la llamada centrífuga de Barbadillo, y eso que aquellos parajes de las librerías no eran su territorio natural. 
Quede pues para la última entrega de esta segunda parte la revelación del nombre y el aspecto del amigo ultramarino de Barbadillo, a quien me presentó y a quien me encomendó con lágrimas en los ojos, confesándome que antes de conocerme había soñado con el placer de poder comerse sus libros, con el objeto de incorporarlos al torrente sanguíneo, no sólo al intelectual, y que por eso me envidiaba y sentía por mí tanta admiración.

José Miguel López-Astilleros

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