Los traperos del tiempo |
Capítulo 11
Nos dirigimos hacia la parte de la muralla derrumbada por la que habíamos descendido para subir esta vez a los tejados. Tropezábamos con los cantos rodados desprendidos de la argamasa y los ladrillos deshechos, la arena, la tierra y las deposiciones de perros que los solitarios llevaban allí a aliviarse. Karenino subió a la carrera y, apoyados en mis lomos, lo hicieron Pascal, primero, que era el más liviano y, luego, Larsen. Una vez arriba ambos me agarraron de sendos brazos y me auparon como a un saco de tierra. Ya en los tejados, a las espaldas de los dos bohemios, vi caer algo pesado como una piedra grande y lechosa del tamaño de un melón que cascó dos tejas y dejó un hilo rojo adelgazándose en el aire. La bola rodó hasta los talones de Pascal. Cuando se detuvo pudimos comprobar que era la cabeza de un perro grande. Sus ojos aún parpadeaban y nos miraban, húmedos, para traspasarnos porque comenzaban a contemplar ya el infinito. Se veía en ellos un fondo de horror y de miedo y de dolor y de resignación. Entonces una línea blanca y de filo cortó el cielo negro con un silbido de viento y cayó sobre el cuello de Karenino. El pobre galgo empezó inmediatamente a aullar y sus lamentos resonaron en la bóveda de la noche de la ciudad sin nombre. Ya tumbado por los tejados era arrastrado del pescuezo a empujones cuando me tiré a la soga para pararla. Conseguí quitarle la tensión y Pascal aflojó el nudo del gaznate del animal que logró escapar. Maquinalmente, y con unas energías inapropiadas a la alimentación que llevaba, tiré de aquella cuerda hasta que apareció de entre las chimeneas un hombre sucio de ojos amarillos y biliosos que, a mis tirones, arrastraba el culo por la tejera. Entonces paré y solté de repente el cabo para ver cómo el cazador de perros se deslizaba tejas abajo hasta oír un sonido burdo y corto de fardo seco estrellarse en los suelos. Me volví en busca de mis amigos y los hallé inmóviles en distintos puntos de los tejares. Los tres quietos y callados miraban hacia el mismo punto. En él un tipo andrajoso con las manos y la boca manchados de sangre sujetaba, de las patas de atrás, el cuerpo decapitado del otro perro. La luz de un farola extraviada le bañaba de acidez amarilla. Avanzamos hacia él con tejas en las manos como armas. Él retrocedía sin soltar los restos del animal maltrecho. Luego Pascal le tiró una teja que le rozó la frente inundándole un ojo de sangre. Pisó mal y cayó de espaldas sin soltar al bicho muerto que se elevó sobre él momentos antes de desaparecer en un patio de luces precipitado contra sábanas tendidas y cuerdas de tender la ropa.
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