Capítulo 14
Bajamos desde El Albéitar al paseo de Papalaguinda por entre los pinos y los setos y las bolsas de plástico voladoras. Una de ellas se le plantó en la cara a Karenino que le dio un bocado mudo y se le llenó de babas. El rastro ya estaba maduro calentado por el sol de invierno. Los gitanos, enlutecidos de la vida que llevaban, gritaban su mercancía con la desgarrada vagancia de los que viven en las cunetas y en los solares. Caminamos diez o quince minutos detrás de Larsen que dudaba a qué anticuario ofrecer la vidriera. Al pasar frente al sitio de Frida Khalo Diego Rivera le gritó:
-¿Dónde vas con todos esos libros bajo el gabán? No se te ocurrirá leerlos.
- No, ¡qué va!
-Ya me parecía a mí.
La vidriera envuelta en los harapos de Larsen pasaba por ser la materia con la que solía mercar. Dimos dos vueltas completas al rastro sin que se decidiera enseñarle a nadie la pieza robada. Ya tenía ganas de darle un sartenazo con uno de los que allí se vendían en los puestos de cacharrería cuando se paró donde los gitanos ricos.
- Hoy, ¿no has traído libros? -le dijo el patriarca.
- No. Hay que viajar más y leer menos -respondió el cínico trapero que no había salido de las mismas cuatro calles en su vida y nunca había visto el mar más que en la televisión.
Luego se arrugó sobre sí mismo y atrajo al gitano sobre su regazo y se fueron a la trastienda cuchicheando. Entonces bajaron como estorninos Ocramillav, Gromov y el Amanuense seguidos de un tipo risueño y greñudo que anotaba en un cuadernillo cuanta cosa insignificante les pasaba. Rebuscaron como sabuesos en las polvorientas pilas de libros que yacían sobre los tableros. Un gitanillo joven sacó un varilla como una fusta de caña y les sacudió en los dedos. Estos se replegaron con cada fustazo hasta que volaron a otro puesto de cosas viejas. Me quedé un poco abstraído mirándoles marcharse y les seguí unos metros y vi, bajo los árboles, una fogata que debían haber hecho unos mendigos que se había quedado sola al aparecer el sol. Aquella imagen imantó mi mirada algunos minutos y cuando volví a buscar a mis amigos, estos, habían desaparecido. Entonces vi acercarse a Lamieva, entre el gentío, moviendo su juvenil cuerpo entre los demás cuerpos para avanzar. Transportaba un gran libro abrazado contra sus pechos. Me embocé en mi harapienta bufanda y entre las rendijas de un puesto de cinturones de cueros marroquíes la espié cuanto pude. Hizo tratos con el de la casquería Fernández y allí dejó el libro que debió ser bien pagado porque el regente hubo de sacarse billetes grandes de los calzoncillos. Cuando Lamieva se fue dudé entre seguirla o inspeccionar el libro que el otro ya había puesto en su mesa. Fui a por el libro. Fernández no me quitaba ojo por lo cual robarlo me era imposible así que me quedé un buen rato investigándolo. Se trataba de un tomo, el segundo, de la enciclopedia de Diderot, una primera edición encuadernada en piel granate y gofrada en marrones viejos y con el filo de las hojas de oro y un cordón marcapáginas azul ultramarino, con guardas de papel de aguas rosas, verdemar y cobalto, en perfecto estado de conservación. En la portadilla aparecía un grabado extraño en el que un joven ángel alado salía semidesnudo de un círculo de nubes pisando libros, instrumentos científicos y globos terráqueos, con algo alargado en la mano y una llama sobre la cabeza. A un lado, con tinta malva un ex-libris de los Siena-Pombal.
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