II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM
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NIHIL OBSTAT
Desperté en Laminium después de que el centelleo de las luciérnagas se disolviera en mi cerebro, tras el golpe que me di con aquel primer libro, mutilado y víctima del primer saqueador de palabras del que tuve noticia, pero que no sería el último. Hasta entonces no podía haber imaginado los motivos por los que nadie se molestaría en expurgar hasta páginas enteras de un libro, dejando tras sí, como mucho, unos dolorosos puntos suspensivos en su lugar, en el mejor de los casos, porque en otras ocasiones, sólo la lectura de una edición posterior de la misma obra, una buena memoria y un vago presentimiento podrían dar cuenta de semejante crimen, al menos para mí, que no habría tenido la oportunidad de frecuentar amistades clandestinas tras su publicación, por motivos obvios, claro, más que por voluntad propia, como se puede suponer. Para un lector sin pretensiones, pero con una cierta sensibilidad, casi siempre es un misterio la transición de una lectura a otra, cuando no de un libro a otro. Y digo esto último, porque no sería honrado por mi parte, declarar que algunas veces eran detalles gráficos y materiales, más que conceptuales, los que decidían mi elección, aunque pueda resultar banal y frívolo. Pero bueno, no era sobre esto mi discurso, sino cómo fue que elegí Almendras amargas de Felipe Barea para leer esa misma noche de mi llegada. Se equivocan si piensan que el porrazo tuvo directamente algo que ver; por el contrario, primero hubiera reaccionado con animadversión contra él e indiferencia después. Tuvo que ser el azar quien alterara la lógica de mi actitud, pues cuando comencé a recobrar la visión, las primeras letras que leí correspondían no al libro de mis lamentaciones, sino a otro cuyo título fulgía con letras plateadas en bajo relieve, perteneciente a una de esas colecciones absurdas, destinadas a decorar cualquier salita de clase media. Su título era Almendras amargas, el mismo que leí a continuación en el otro, aunque sus autores eran distintos, así como la fecha de edición de ambos y la leyenda nihil obstat en la última página del más antiguo, unos treinta y dos años antes. Sólo leyendo los dos, uno a continuación de otro, puede averiguar que la verdadera autoría correspondía a Belisario Alcaraz. Sólo por las ausencias en el libro censurado, pude reconstruir lo que molestaba a quien suprimió tales partes, o a quienes le ordenaron que lo hiciera. Todos aquellos datos me suministraron más información sobre un tiempo ominoso, que decenas de libros de historia. Llegué así a la conclusión, de que sólo en la literatura podría hallarse la verdad sobre las emociones y el sufrimiento de quienes protagonizaron la historia, sobre todo si habían sido víctimas silentes, de ahí las tropelías que se habían cometido, se cometen y se cometerán con los libros; aunque sospeché que en la actualidad los métodos empleados serían más sofisticados, según presentía y conocía tanto la maldad como la ambición humana. Por cierto, siento haberme desviado del propósito de esta entrega, que tenía como objetivo describir la trastienda a la que había ido a parar. Espero que el transcriptor o editor de estas experiencias mortisaguianas, si lo hubiere, ponga en orden mis volubles apetencias, a las que me propuse meter en vereda en la segunda parte, para hacer legible todo este material, pero como queda patente, ha sido mi primer fracaso, aunque no por ello dejaré de luchar contra esa imposición de la memoria y la narración, y de las palabras, erigidas así en un deus ex machina caprichoso del camino a seguir, renunciando a lo que más convendría al posible lector, que tal vez no verá con buenos ojos estas dilaciones, como las tediosas analepsis y prolepsis de la novela postmoderna Alejandro Magno en el cibercafé, del soporífero Borja María Melón.
José Miguel López-Astilleros
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