30 de septiembre de 2017

Genarín (Novedad Ultramarina)







malabia editor

Desipramina


Elena Rodríguez




Desipramina

¿Qué me impulsó a subirme a un autobús urbano? No lo sé. Fue un acto totalmente irreflexivo. Es la segunda vez que tomo un bus. La primera fue de niño y recuerdo que además del conductor estaba el cobrador en la parte trasera, incrustado en una garita desde donde expedía los billetes. No había vuelto a usar este medio desde entonces, hará cincuenta años. 

Son las siete de la mañana, y pensé que el frío de la neblina, azotándome el rostro podría poner algo de orden en mi cabeza. Salí a pasear, casi sonámbulo, con mis negros pensamientos corroyéndome el alma. Buscaba un poco de sosiego, o al menos ordenar algo mis ideas. Sin embargo cuando esta mole se paró delante de mí exhalando un bufido de pulmón exhausto al abrir sus puertas, entendí que era una invitación a subirme. Y aquí estoy, sentado, camino a no sé qué lugar, ¿qué más da?

Sé que sólo es una prórroga, pero los pensamientos lacerantes me dejan un resquicio para distraerme viendo pasar la ciudad delante de mí. La niebla difumina el paisaje urbano envuelto en sombras de cuando en cuando mordidas por la mortecina luz de las farolas y algún raquítico anuncio de neón. Las calles están casi desiertas, con apenas viandantes a los que la neblina roba sus sombras. Estoy en la Gran Vía. He recorrido miles de veces esta avenida a esta misma hora, en coche, bien acomodado y leyendo la prensa mientras mi chofer me lleva a mis oficinas. Sin embargo estos cristales no están tintados. Creo que es la primera vez que me fijo en la calle. No me la imaginaba así, apagada, sin pulso, casi sin vida. Calle tras calle se suceden las imágenes en sepia, como las antiguas postales. El bus se detiene en la parada oeste del Hospital Central. A pocos pasos, como una inmensa ballena varada en la playa, la mole de cemento y cristal parece haber sufrido un desahucio hace décadas. Unas pocas luces sordas salpican aquí y allá, como una viruela, el gris del hormigón.  La ballena de cemento entreabre la boca y vomita dos figuras que saliendo de la grisalla se acercan lentamente al bus. Se activa el fuelle silicoso que abre las puertas y veo entrar a un anciano sarmentoso arrastrando los pies y detrás una mujer. Al pasar a mi lado observo que lleva puesta la horrorosa bata hospitalaria dejando ver una espalda huesuda pegada  a unas piernas sin nalgas, de alambre. Sin duda se ha escapado del hospital. Quizás debería avisar al conductor… pero ¿qué más da?

Como nubarrones vuelven los negros pensamientos a taladrarme las sienes. ¿Cómo ha podido ocurrirme esta catástrofe? Si tuviera el valor de Miguel ya habría hecho como él, arrojarme a las vías del metro. Nadie se explica cómo un ganador como Miguel, acabara suicidándose. A todos les parece imposible que eso haya sucedido, y a nadie convence lo de un estado de enajenación transitorio que comunicó la policía. No, nadie se lo explica. Sólo yo sé lo que le empujó al suicidio… y yo haría lo mismo si no fuera tan cobarde, pero no me atrevo ni siquiera tomándome todo el tubo de desipramina.

No, a nadie sorprendería saber que los médicos me han recetado desipramina. Todo el mundo asume que mi depresión está causada por le muerte de Miguel. Todos, incluso Marisa, que no sabe nada. Ni siquiera tengo el valor de contárselo a ella, mi mujer. Pero ¿cómo le voy a contar que nos hemos quedado sin nada? Y a los chicos, ¿qué les digo? ¿qué tienen que dejar la universidad?, ¿cómo le digo a mi familia que estamos totalmente arruinados?

Un sol anémico disipa poco a poco la niebla y apaga las tísicas farolas. Para espantar tantas amarguras me fijo en las calles. Están descuidadas, casi desiertas, barnizadas con la pátina que da la decadencia, la desidia. Al pasar junto a los parques los veo polvorientos, la hierba agostada, con las flores raídas y los árboles miserables. Apenas se ven media docena de transeúntes salpicados aquí y allá, caminando extenuados, arrastrando sus  propias sombras. Todos caminan en la misma dirección que lleva el bus. Parecen los restos de una diáspora forzosa. ¿Qué está pasando? ¿Dónde está la gente? ¿Qué fue de la ciudad alborotada y bulliciosa? ¿Será la desipramina que estoy tomando o es que estoy tan abatido que todo a mi alrededor se ha teñido de desesperanza? 

Al menos Miguel se ha evitado esta desesperación. Miguel, apenas hace una semana éramos  los más envidiados del gremio. Ambiciosos, ganadores, brillantes. Nuestro despacho era el referente de las finanzas en la ciudad. Pero el próximo lunes se enterará todo el mundo de la calamidad. Y muchos clientes se encontrarán que están en la ruina como Miguel, como yo. Mil veces maldigo el día que nos dejamos llevar por aquel CFD. Aquellas acciones asiáticas  eran pan comido, pero no eran suficiente los fondos de Miguel y los míos, necesitábamos al menos el triple para firmar el CFD. Aquello iba a ser un inmenso pelotazo. En el maldito contrato metimos todo nuestro dinero y el de muchos de nuestros clientes que no tenían porqué enterarse del manejo. Sólo tenían que prestarnos sus fondos por unas horas. Pero quién iba a prever el puto terremoto de Pingtung… El lunes. Todo se sabrá le próximo lunes. Te envidio Miguel. Si tuviera la mitad de tu arrojo ya me habría tragado todo el tubo de desipramina.

Enfrascado en mis espesos pensamientos ni siquiera sé por dónde vamos. Desconozco esta parte de la ciudad. Tiene un aire remoto a la avenida de las Américas pero está polvorienta y descuidada. Aunque el bus está medio lleno sólo se oye el ruido del motor y de vez en cuando como algún suspiro. Se detiene en alguna parada de tantas. Sube alguien. Ahora caigo en la cuenta, en todas las paradas que hemos hecho no se ha bajado nadie. Parece que sube un ciclista. Tiene el colorido traje rasgado. Por debajo del casco y hasta el cuello tiene restos de sangre reseca. Al pasar a mi lado tropieza con mi brazo y algo se me cae de la mano y sale rodando por el pasillo hacia el conductor. El ciclista me mira impasible durante unos instantes y sigue caminando en busca de asiento. Ni siquiera me acordaba que llevaba algo en la mano, sería el reloj o el llavero… pero ¿qué más da? 

El rugido del motor me despeja. ¿A dónde irá este bus?, estamos fuera de la ciudad. El sol está bastante alto y desconozco estos yermos por los que vamos. Por unos momentos he fantaseado que me voy de la ciudad, que abandono todo y que mis problemas se quedan anclados en los edificios que dejamos atrás, pero los quejidos del motor al hacer un esfuerzo extra para subir este repecho pronunciado me han traído a la cruel realidad. Vuelve la congoja a mi pecho. En el pasillo, trabado en la pata de un asiento cuatro o cinco filas por delante del mío, veo en precario equilibrio lo que se me había caído de la mano cuando me rozó el ciclista. Me asalta una punzante sospecha. Me lo quedo mirando hasta que no puede resistir la atracción de la pendiente y comienza a rodar lo que al instante se me antoja el cadáver de una avispa enorme hasta chocar contra mi pie izquierdo. Me agacho a recogerlo. Se desvanece el avispón pero queda en mi mano un cilindro amarillo intenso con grandes letras negras que lo circundan en las que se lee desipramina. No hace falta abrirlo, ¡ya sé que está vacío!

[El Amanuense]



29 de septiembre de 2017

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