—Sí, fui yo quien lo hizo. Pero todo tiene su razón de ser. No crea que la maldad
lo explica todo en lo que se refiere a mí, aunque bien puede decirse que está en el origen
del suceso. Cuando puede rastrearse una retahíla de causas y efectos, la lógica convierte
cualquier hecho en razonable, por peregrino y luctuoso que pueda ser el desenlace final.
Claro que esto no significa justificación ninguna. Y si me apura un poco, con la narración
adecuada..., hasta más de un observador daría la resolución por incontrovertible. Lo cual
nos llevaría a cuestionar si actué con iniquidad gratuita, como más de uno estará pensando
por la molicie de no ponerse a cavilar con este calor agobiante. Por si acaso duda de mi
salud mental por comenzar así, ya le digo que loca no estoy. Mi entendimiento se
encuentra en perfectas condiciones. No lo digo como prueba de mi soberbia, ni como
advertencia engreída. Si me deja expresarme sin interrupciones, verá que tengo razón. A
lo sumo admito un cierto desvarío, pero solo en cuestiones domésticas que no afectan a
lo que nos trae aquí, como quizás tenga oportunidad de comprobar en algún momento de
mi relato, aunque trataré de evitarlo, no sea que alguien lo mal interprete, saque
conclusiones espurias y me ocasione un grave perjuicio. Así que... tras este exordio
mínimo, dispongámonos a dar cuenta de los detalles. Todo comenzó cuando a Gustavo le
alquilaron el apartamento que hay frente al mío. Como ambas viviendas comparten un
pequeño rellano, si coincidíamos a la vez resultaba asfixiante la presencia del otro, y no
digamos si alguno portaba el carrito de la compra o cualquier cosa de cierto tamaño, el
exiguo espacio nos oprimía. Durante toda la mudanza estuve pegada a la mirilla de mi
puerta, con la intención de recopilar datos sobre la clase de persona que era. Ya se sabe
que en estos tiempos la desconfianza es una práctica que te puede evitar muchos
problemas, según está el mundo. Sin embargo, poca información pude obtener de mi
acecho: media docena escasa de muebles desmontables, unos cuantos enseres domésticos
y una maleta de viaje. Se diría que estaba acostumbrado a cambiar de casa con cierta
frecuencia por la parquedad de su mobiliario, simple y barato. Tal vez se tratara de un
funcionario en comisión de servicio, destinado ocasionalmente a algún organismo del
gobierno autonómico, o quizás de un empleado con contrato temporal en alguna de las
pocas empresas de las afueras, quién sabe. Supe que había terminado de instalarse cuando
vi su nombre puesto en el buzón: Gustavo Mendivil. Aunque parezca mentira, durante la semana que tardó en trasladarse, no pude especificar si de todos aquellos que le hicieron
la mudanza, alguno era él. Todo apuntaba a que era el más bajito con barba, más que nada
por las instrucciones que una tarde dio a los otros, cargados con un cabecero de cama y
un espejo de cuerpo entero, pero no estaba segura de ello. No es que tuviera poco acierto
en mis pesquisas, sino que tampoco hacía guardia constante tras la puerta. Quizás haya
exagerado antes al decir que estuve pegada a la mirilla a todas horas. En realidad solo me
asomaba con cautela cuando el ruido me alertaba de que había movimiento, y no tantas
veces como estará usted conjeturando con malicia, porque la edad me estaba privando de
agudeza auditiva. Después tardé varias semanas en verle la cara, dada la rapidez y el sigilo
con los que salía y cerraba su puerta, sobre todo porque se lanzaba veloz hacia la escalera
para bajar los cinco pisos, en vez de tomar el ascensor, lo cual me habría dado unos
segundos para contemplarlo. A partir de ahí comenzaron todo tipo de sospechas. No era
normal ese comportamiento. Los otros inquilinos siempre tuvieron la deferencia de
presentarse, en vista de nuestra más que cercana vecindad, apenas metro y medio puerta
con puerta. Este en cambio, no. Dudé si atribuirlo a su mala educación. O tal vez
pretendiera esquivarme. Pero... ¿por qué? Antes de nuestro primer saludo traté de
curiosear acudiendo a Internet. Ni rastro de su nombre y apellidos. Me sentí perdida, más
bien desangelada, por mi fracaso. Era la primera vez que no encontraba ninguna huella
de alguien, por mínima que fuera. Tal vez no supiera buscar, pensé. Mis destrezas con las
nuevas tecnologías dejaban mucho que desear, eso era innegable. Desvié la importancia
del hallazgo frustrado hacia esta consideración por no inquietarme más. Aun así, no me
di por vencida. Bajé al garaje por si, como suponía, tenía automóvil. La marca, el modelo
y el precio me suministrarían algunos indicios sobre su poder adquisitivo, algo es algo...
¿verdad? Con esas evidencias podría poner en marcha un rosario de deducciones, aunque,
por otra parte, seguramente fallidas, porque hoy todo es apariencia e impostura, de modo
que me induciría al error, pero como no tenía otra cosa, pues... Con todo, en esta ocasión
tuve éxito. Junto a mi viejo Renault Megane había un imponente BMV todocamino.
Apunté hasta la matrícula en la pequeña libreta que solía llevar en el bolso como apoyo
de mi maltrecha memoria. Quiso la casualidad que cuando subí en el ascensor hasta la
quinta planta, justo en esos momentos él estaba cerrando la puerta con dos vueltas de
llave. Me apresuré a saludarlo antes de que tomara las de Villadiego. Nada más girarse,
encontró mi mano extendida, mi presentación y la oferta de que si necesitaba cualquier
cosa, no dudara en solicitar mi ayuda, que para eso éramos vecinos. Efectivamente, el
inquilino era el bajito con barba, algo patizambo y con un rostro impenetrable, obtuso, me atreví a juzgar con maledicencia cuando se hubo marchado. Me sorprendió que
alguien con ese aspecto tan vulgar y con pinta de poco avispado tuviera un coche tan
grande y tan caro, incluso en el caso de que fuera de segunda o tercera mano. Seguro que
se debía a algún tipo de complejo psicológico relacionado con su propio tamaño corporal.
Estuve por creer que no se avendría a estrechar mi mano y a cumplir con las reglas del
decoro, si no fuera porque noté que algo insistía en rozarse contra mis tobillos. Era un
cachorrito de buldog francés de varios meses con manchas blancas y negras en su pelaje.
«¡Anda, le ha caído usted bien a Turpin!» Me dijo, prodigándome una sonrisa que dejaba
ver sus incisivos separados de granuja, y alargando su mano derecha hacia la mía.
«¡Turpin, no molestes a la señora!» Lo conminó severo mientras tiraba de la correa hacia
sí con brusquedad para alejarlo de mis piernas. Nunca había tenido simpatía por los
perros, es más, tenía cierto reparo hacia ellos y hacia sus dueños, pero ahora no vienen al
caso los motivos de dicha aversión. No obstante, como Turpin había sido el detonante de
nuestra presentación, no reaccioné de la manera violenta que era de prever. «Me llamo
Enriqueta, si necesita algo estoy a su disposición». Ofrecimiento de cortesía que a su vez
me devolvió, eso sí, huero absoluto del más mínimo entusiasmo. Al parecer acababa de
traer al perrito de casa de su hermana, según me dijo. El chucho pasaba mucho tiempo
solo, porque se tenía que ausentar durante muchas horas, a veces incluso días, por lo cual
solía dejarle comida y agua en abundancia, aunque le molestara que al regreso hubiera de
recoger sus excrementos por toda la casa, a más de ventilar durante horas para que se
fueran los olores estancados por doquier. Pero qué se le iba a hacer, no podía hacer otra
cosa, argumentó. Nunca había caído en la cuenta de estos pormenores nauseabundos, que
me hicieron tener una opinión peor de los canes. Después de aquella bienvenida me
resultó extraño el comportamiento de Gustavo tras varios meses, tiempo suficiente para
establecer sus rutinas, tales como horas de salida hacia el trabajo, de llegada, de sacar el
gozquecillo, de traer compañía al menos algún fin de semana... Nada de esto pude
deslindar. Salía y entraba del apartamento sin orden, varias veces a lo largo del día, tantas
que el golpe de la puerta me llegó a desquiciar, máxime cuando las entradas y salidas se
sucedían con un intervalo de escasos minutos entre ellas, fuera por la mañana, tarde, o
cerca de la media noche. No había una directriz que permitiera adelantarse a estos ajetreos
erráticos, al menos que se me ocurriera. Aparte del hecho en sí, lo único relevante
consistía en que allá para cuando solía llevar con él una o varias bolsas de plástico de
distinto tamaño, así como mochilas de reducida capacidad. Tenía la certeza de que el
secreto de su comportamiento residía en el contenido de aquellas, que a fecha de hoy todavía ignoro, a pesar de las muchas disquisiciones que hice. No perdí la esperanza de
que la naturaleza de sus invitados, familiares o amigos me suministraran información
decisiva para conocer su personalidad, y quién sabe si alertarme o no de peligros futuros.
Una mujer sola y con una posición económica más que desahogada siempre es una
víctima propiciatoria, así es que nunca está demás adelantarse a las circunstancias. Y qué
diablos, por qué no decirlo, aun no siendo lo más importante, me divertía pergeñar
estrategias de investigación, a imitación de los detectives de las viejas novelas de género
negro que solía leer, como las de Patricia Highsmith, Raymond Chandler, Georges
Simenon o Dashiell Hammett. Contra todo pronóstico, nadie apareció por allí, ni siquiera
una o un amante furtivo de horario intempestivo hizo acto de presencia, por más que sus
cuarenta y tantos años y su probable soltería lo demandaran. Ya digo que era todo muy
raro. ¿Y si padeciera alguna disfunción sexual o psicológica que le impidiera este tipo de
relaciones? En este caso... ¡Madre mía, por Dios, no quería ni pensarlo! Mis reservas
hacia él aumentarían hasta límites insoportables. ¡Qué digo reservas, con taras así me
enfrentaría al terror de vivir al lado de un psicópata! Me sobrepuse a estas corrupciones
del pensamiento, no sabía si suyas o mías, trasladando mis reflexiones hacia otros
aspectos menos escabrosos. Su condición fantasmal aumentó conforme fui comprobando
la ausencia de todo sonido que no se relacionara con los lamentos del perrito o las palabras
de enojo que le dedicaba al llegar, después de ausentarse durante muchas horas. Porque
había semanas que no daba muestras de vida hasta llegar por la noche, tal si fuera el
huésped de una pensión a la que solo se va a dormir. Me ponía de los nervios la
probabilidad de que Turpin permaneciera solo durante días, quién sabe si semanas... No
soportaba pensar que el animalito estuviera muriéndose de hambre y sed al otro lado de
la pared, sin que pudiera hacer nada sin entrometerme en la vida privada de nadie. Sí, ya
sé que he dicho que detestaba a los perros, pero no hasta el punto de ser indiferente a su
sufrimiento. Por analogía con mi situación personal conseguí empatizar con el bicho. De
esta manera, a través de Turpin me compadecía de mí misma, como suelen hacer los
solitarios resentidos si no disponen de esclavos a los que martirizar. Por cierto, ahora que
me viene a la memoria, le va a llamar la atención cómo descubrí un detalle que me llenó
de zozobra, y que dirigió mis pesquisas hacia la posible pertenencia de Gustavo al mundo
del hampa. Era muy difícil que por estos predios alguien le pusiera un nombre tan
rebuscado a un perro sin conocimiento de causa. Con esta apreciación escruté en Internet
el posible origen de tan desafortunada decisión, como se verá más adelante. Una vez
descubierto, encontré la explicación a todos los enigmas suscitados por mi enrevesada mente respecto a mi vecino, y adjetivo “enrevesada” con ironía hacia mí, porque aún
distingo la ficción de la realidad, no sé si con mucha claridad, dicho sea de paso. Pero no
crea que esto es fruto de mi provecta edad, no, nada de eso, la verdad es que siempre he
vivido con un pie metido en la fantasía, quizá fruto de mi afición malsana por la lectura
de truculencias, acorde con el oficio desempeñado durante mi carrera laboral. Debo
confesarle que esta chaladura me ha traído más de un problema. Aún así, no soy la única
que ha sucumbido a esta debilidad, ¿no?, ¡qué le voy a contar a usted! Los múltiples
ángulos que proporciona el manejo del lenguaje y la ingesta de grandes cantidades de
literatura hace que la realidad se perciba de otro modo, incluso se altere hasta desligarla
de lo que el común de la gente tiene como verdad. Me figuro que no le sorprende este
razonamiento, dada la experiencia que denotan sus canas. Que conste que no está en mi
intención congraciarme con usted para obtener favor alguno, lo digo por si se le ocurre
pensarlo, ya no estoy para maniobras de mala actriz. Bueno, sigamos tras esta digresión,
que no quiero abusar de su santa paciencia. Vaya por anticipado que este hallazgo está
relacionado con el desenlace final que daría carpetazo a su informe. La teoría más
plausible sobre aquel apelativo canino, según los acontecimientos e interrogantes
planteados, estribaba en adjudicarle una procedencia inglesa, en virtud de la cual se
relacionaría con el legendario bandolero del siglo XVIII Dick Turpin, quien acuñó por
primera vez para la historia aquello de “la bolsa o la vida”, tan célebre desde entonces.
Deseé que el pobre perro al menos no terminara sus días colgado por el cuello, igual que
el bandido. No sabíamos entonces ni el tuso ni yo cuál sería el fin de su malograda
existencia. El caso es que no podía ser de otra manera: solo un delincuente ilustrado
pondría un nombre tan histórico a un perro de su propiedad. A pesar de la imposible
conjunción del binomio delincuencia e ilustración en una misma persona, le atribuí dichas
características sin más, como las más fidedignas de cuantas había imaginado. A partir de
ello supuse que aquella compulsión contumaz de ausencias, idas y venidas tenían como
objeto el tráfico ilegal de algo por determinar por falta de evidencias, que era lo que
transportaba oculto de arriba abajo. A pesar de dicha constatación, tomada como objetiva
con carácter permanente, y mi prevención hacia él a partir de aquello, tuve la osadía de
atenderlo cuando una mañana se presentó ante mi puerta y pulsó el timbre. Quería que
me quedara con Turpin unos días, mientras durara su ausencia, que no supo o no quiso
concretar. Me dejaría la comida necesaria, su camita, su juguete favorito y por supuesto
la correa para sacarlo un par de veces al día, mañana y tarde, suficiente para que no se
hiciera sus necesidades en casa, además, si lo llevaba al parque que hay a dos manzanas, y más concretamente al jardín de los perros, situado en uno de los extremos del mismo,
no tendría que recoger nada del suelo, porque allí no hacía falta. Superado el asombro,
me disponía a declinar el ruego cuando, como una exhalación, Turpin vino corriendo
hacia mí atravesando el descansillo como un bólido loco, se coló entre mis piernas y se
encaminó a la salita, donde procedió a tumbarse en mi sillón de lectura. Desde allí me
miraba con cara de satisfacción y agradecimiento, aunque aquel movimiento de centella
más parecía una huida y solicitud de socorro que otra cosa, a juzgar por la negativa a salir,
después de que su dueño lo llamara de inmediato. Ante esta demostración no sé si de
afecto o disparate perruno, me dejé seducir por sus cucamonas, que interpreté de
desamparo. Como no le quitara la vista de encima, Gustavo interpretó que accedía a su
petición. Al minuto tenía en casa todo el equipo completo para atender a Turpin, tras lo
cual el desalmado maleante se marchó sin más, ni aún darme las gracias por semejante
favor, el muy sinvergüenza, porque nunca pronunciaron mis labios permiso alguno para
admitir al faldero en mi casa. Se aprovechó de mi desconcierto para tomar mi reacción
como un hecho consumado, y así no ponerme ante la disyuntiva de negarme. Hacía miles
de años que un ser vivo no me necesitaba, y esa feliz responsabilidad me hacía soñar con
librarme de mis recurrentes jaquecas. Así que, todo hay que decirlo y entre nosotros,
conseguí mi sibilino propósito: quedarme con Turpin sin mostrarle a Mendivil mi
anuencia, y mucho menos mi soterrado entusiasmo. Cerré la puerta y esperé a oír la de
enfrente, señal de que podía dar el primer paseo con mi perrito sin la amenaza de su
vigilancia. Le enganché el mosquetón de la correa al collar y con docilidad se puso a mi
lado, dispuesto, moviendo el rabito de contento, a emprender la marcha. Como no
entendía la psicología canina, no supe a qué atribuir que en ningún caso se adelantara o
atrasara a mis pasos, si a una rigurosa educación recibida o a una entregada fidelidad
hacia mí. Llegamos al parque, para mí desconocido, porque no era de esas que se sientan
en un banco a dar de comer a las palomas, a pasear melancólica bajo la sombra de los
chopos o a extasiarse con el perfume de las flores en primavera. Me molestó tener que
circundar todo su interminable perímetro hasta dar con el jardín de los perros. No era más
que una reducida porción de terreno delimitada por una estacada verde de no más de un
metro de altura, dentro de la cual sobrevivían a los orines y las defecaciones caninas un
par de setos de boj con poca salud, unos cuantos moños de un césped amarillento y alguna
que otra florecilla casual en la base de las estacas que lo circundaban, lo demás solo era
una mezcla de tierra pegajosa y arena húmeda, donde acaso se aligeraban el vientre y la
vejiga todos los congéneres de Turpin que vivían en las proximidades. Me resultó repulsiva la existencia de lugares así, pero mejor eso que no ir pisando sus cacas por las
aceras ¡¿a que sí?! Localicé la entrada en un lateral y lo solté. Se conoce que ya tenía
elegido el lugar en el que se encontraba más cómodo para hacer sus deposiciones. Corrió
hacia una de las esquinas opuestas, inclinó sus patas traseras y ahí soltó lo que tenía que
soltar, después se allegó hasta uno de los listones, donde orinó a placer. Como le
molestara que un minúsculo yorkshire viniera a olisquearle el esfínter anal, se separó
cuanto antes de él, pero no fue este el único, también lo hicieron un dálmata y un labrador,
a lo cual reaccionó alejándose ipso facto con premura. No debía ser muy sociable con sus
iguales, pensé. Me congratuló que en esta especie animal también hubiera misántropos,
aunque no se les pudiera llamar así por razones lingüísticas. Esto reforzó mis simpatías
hacia el perrito, en el cual me veía cada vez más reflejada en muchos aspectos. Estuve
observando su comportamiento varios minutos, hasta que desvié mi atención hacia los
dueños de los otros chuchos, ignorados hasta ese momento. Me llamó la atención que solo
hubiera hombres y estuvieran charlando en grupo, a varios metros del recinto para no
soportar los malos olores, ajenos a los quehaceres evacuatorios de sus canes. Por la tarde
identifiqué a algunos individuos que había visto por la mañana, a cuyo corro se unían
otros distintos. En cuantos recalaban por allí predominaba una mirada huidiza, y retadora
cuando por casualidad se encontraba de paso con la mía o la de cualquier otra persona.
Por esta razón, tras varias jornadas, me acerqué a las inmediaciones del grupo con el fin
de escuchar su conversación. Supe que mi presencia había levantado suspicacias entre
ellos, porque de pronto enmudecieron por completo. A pesar de ello no duró mucho el
silencio, siendo así que no salí de mi asombro al escuchar que su propósito no era sacar
al perrito, como era de suponer, sino el trapicheo delictivo con todo tipo de mercancía o
encargo ilegales que ofrecieran un buen negocio, proveniente del robo, contrabando,
corruptelas de todo jaez, o vete a saber qué cosas peores. Me arredró el pánico cuando
uno abandonó la conversación y llegó hasta Turpin, le acarició la cabezota y le dedicó
unas palabras, no sé si amigables, porque el tuso corrió despavorido a mitad de la
maniobra, tras lo cual se dirigió a mí para preguntarme si me había enviado “Turpin”, así
fue como intuí que se refirió a Gustavo, y si traía algo para ellos. Menos mal que
acudieron a mi lengua evasivas convincentes para zafarme del peligroso cerco al que
estaba siendo sometida. Aunque mi ingenio no fue lo más disuasorio, sino el hecho de
que fuera reclamado por un compinche al grito de “Roy”. Pero lo más extraordinario de
todo es que al mismo tiempo atendió por este nombre un bóxer artrítico, que salió del
jardín y se puso a merodear cabizbajo alrededor de quien me había estado interrogando.