Capítulo 7
Caminé sin rumbo al menos una hora. Las pocas figuras que se veían aparecían unos segundos a lo lejos y se esfumaban, eran sombras tomadas por la ceniza, siluetas que se escondían sin saber de qué. Llegué hasta la catedral. Estaba totalmente quemada, sin techumbre, sus paredes y sus torres se mantenía erguidas aunque teñidas de color negro. Los camiones de bomberos estaban abandonados y con una película de humo sobre sus vivos colores.
Mis pies, sin consultarle a mi cerebro, me llevaron sonámbulo a través de esa desolación hasta la casa de los Siena-Pombal. Aun estando en la plaza de la catedral no la había llegado ni una chispa, ni un pavesa… Escalé la fachada principal sin temor a ser visto en la ciudad desierta y entré por uno de los balcones casi sin forzar la puerta. Como siempre, el gran piso de Hermógenes seguía intacto. Todas las antigüedades nuevas, como el día en que se trajeron de París para la amada que le rechazó. Corrí la pesada cortina de terciopelo verde a mi espalda restaurando la oscuridad de la morada nunca habitada. Caminé sobre la enorme alfombra persa con leones bicéfalos y gatopardos rampantes. Un extraviado reflejo proveniente de los coloreados vidrios de las claraboyas del techo resbaló hasta el espejo del último salón dándome en los ojos, como si la poca luz embrujada en ese espacio sin tiempo me diera la bienvenida. La casa tenía un silencio inédito, como hecho de música borrada, como si fuera el hueco que deja una melodía desaparecida pero que se ha oído…
Mi única intención era alcanzar el lecho, acostarme en la cama en la que estuve con Lamieva pensando que los sueños allí serían más intensos, más reales y que así podría tenerla después de haberla perdido. Las sábanas de tantísimos hilos me marearon con su tacto, los últimos cabellos del chamarilero que me había pegado para suplantarlo se soltaron como si aquellas telas me lavaran definitivamente, me quitasen de la piel y del alma toda la angustia y la desesperación y la derrota que llevaba unidas a los huesos y a la carne, a los ojos y a los dedos y a la piel…
Así me dormí en la gran cama que Hermógenes no llegó a inaugurar nunca pero que guardaba la saliva y el sudor nuestros. El olor de Lamieva, incluso los gemidos salían aún de los pliegues de las sábanas.