La cosa
Diez años. Diez largos años dijeron que me esperaban. Llevo aquí once meses y diez días y hoy, al verme en el espejo este pequeño derrame en el ojo, sé que apenas estaré unas horas más, quizás no llegue a ver el alba. Renuncié a tener abogado defensor, ¿para qué lo quería? De nada me hubiera servido. Aunque no podían demostrar ánimo de lucro, tenían sobrada razón el fiscal y la acusación. No había atenuantes ni eximentes, al menos que fueran creíbles. Sé que mi mutismo y mis evasivas durante el juicio no me ayudaron y me condenaban de antemano pero mejor pasar por ladrón, sin serlo, que por loco. Para qué un alegato exculpatorio, ¿quién me creería? Con respecto a los hechos que me imputan tengo mi conciencia, o lo que queda de ella, tranquila. Lo que hice fue por imperiosa necesidad. Aunque parezca extravagante, aquí encerrado siento durante el día el alivio que se me niega cuando llega la noche con los sueños que reviven la abominación que me ha traído hasta aquí. Si escribo estas líneas apresuradamente es porque sé que me queda poco tiempo. Voy a detallar lo que no me he atrevido a contar antes para que no dudaran de mi salud mental. Ahora ya no me importa desvelarlo, pues cuando lean esta carta probablemente habré dejado este mundo, y su lectura les ayudará a entenderme y juzgarme mejor.
Diré que he tenido en mi vida, desde que tengo uso de razón, dos pasiones: los insectos y los libros. De la primera he hecho mi carrera profesional, soy entomólogo, de la segunda me he convertido en un experto, aunque amateur. Más temprano que tarde estas dos pasiones estaban condenadas a confluir y así es como me especialicé en la conservación de libros y documentos. Con el tiempo me convertí en un experto en la rama que atañe a la preservación, conservación y cuidados del papel, cuero, pergamino y madera de bibliotecas y archivos, siendo una autoridad en el campo de los insectos bibliófagos. Como es lógico, mis primeros ensayos, todavía adolescente, fueron sobre la extensa biblioteca familiar, donde, para regocijo de mi padre y abuelo, lograba identificar quién era el causante de algunos estropicios que había en los libros. Así distinguía, ya a edad tan temprana, las galerías que hacían los anobiidos, de los túneles de un Sírex Gigas, o del errático raspado lateral de las lepismas.
Heredé la casa y la biblioteca familiar que fui acrecentando con nuevas adquisiciones que me permitía mi holgada economía. Llegó un momento en que la antigua casa familiar se quedó pequeña para albergar tantos libros, pues prácticamente todas las habitaciones tenían los anaqueles repletos (he de decir que vivía solo, sin cargas familiares, pues siempre he estado soltero) y me trasladé a un pueblo cerca de la ciudad, a un antiguo caserón de piedra. Allí habilité la inmensa buhardilla donde tengo mi biblioteca. Mejor diré tenía mi biblioteca. No hará falta que diga que los libros estaban perfectamente preservados de bibliófagos, incluso de accidentales polífagos. Por eso me extrañó sobremanera ver sobre el canto de un libro que acababa de coger una, tan común en cualquier casa, lepisma o pececillo de plata. Al reaccionar después de la sorpresa vi que esta lepisma de común tenía poco, pues poseía dos pares de antenas además de un raro color iridiscente. Desde luego, el color podía ser una rareza, una anomalía, una mutación si me apuran, pero lo de los dos pares de antenas era imposible. Ninguna especie de insecto posee dos pares de antenas. Les puedo asegurar que eran cuatro antenas, imposible confundirlas con los palpos maxilares o labiales que pudieran estar pensando cuando lean esto. Aquello fue el comienzo del desastre ¡Cuántas veces, mientras pude, me he arrepentido de lo que hice! ¿Por qué no aplastaría, como cualquiera habría hecho, aquel insignificante insecto? Pero los designios de la Providencia, ya está dicho, son inescrutables.
No salía de mi asombro. Cogí aquel mil veces maldito insecto y lo puse a buen recaudo en un terrario. Busqué por la biblioteca, en la zona donde lo había encontrado, el acaso quiso que fuera en la sección donde tengo – tenía - los libros de Entomología, pero no encontré ningún otro congénere. Se pueden imaginar lo que suponía para mí encontrarme con un espécimen que violaba las inmutables reglas de los artrópodos. En un primer momento pensé en darlo a conocer a la comunidad científica a través de la universidad de la que soy titular, pero enseguida, ¡ay, la vanidad! cambié de opinión. Estudiaría la rara lepisma y toda la gloria del descubrimiento sería mía y sólo mía. Acomodé el terrario para que tuviera el insecto la mayor comodidad posible, y por tratarse de un terrario amplio, su vida sería como si estuviese en libertad. Los primeros días le preparé un alimento a base de pulpa de celulosa que devoraba con fruición. Lo más significativo era el constante aumento de tamaño. En una semana lo duplicó. La exigencia alimenticia era cada vez mayor. Otro aspecto interesante era que cada vez que cambiaba de muda entraba en un proceso de letargo que duraba aproximadamente doce horas. Al mes ya era del tamaño de una cucaracha. Esto era absolutamente fascinante. ¡Qué metabolismo! Sólo con una dieta tan pobre, a base de celulosa, aquella criatura conseguía crecimientos espectaculares y fuera de toda ley en el mundo de los insectos.
Pero ocurrió un desgraciado accidente. Mika mi querida y vieja gata, que hasta que la lepisma no fue del tamaño de una cucaracha se había mostrado absolutamente indiferente al terrario y su huésped, comenzó a dar muestras de inquietud y nerviosismo, y en más de un ocasión la descubrí mirando a través del cristal del terrario con los pelos encrespados y bufando. Un día, al llegar a mi casa, descubrí el terrario volcado sobre la tarima de la buhardilla. De la lepisma no había ni rastro, sólo un poco de polvillo iridiscente por el suelo y un ligerísimo olor a yogur caducado. Mika estaba particularmente arisca y nerviosa, no paraba quieta yendo de un lado para otro. Deduje, con gran disgusto que estuvo a punto de pagar la pobre gata, que se había comido mi espécimen. Adiós investigación. ¡Qué estúpido había sido! Me había dejado llevar por mi vanidad y había hurtado al mundo científico un fantástico descubrimiento. Una simple gata había acabado con aquella extraordinaria criatura.
Del disgusto estuve sin pisar la buhardilla varios días. Toda la ilusión que había desplegado en el estudio de la rarísima lepisma se había ido de golpe dejando un vacío difícil de explicar. Aquel vacío lo fue ocupando la obsesión por aquella lepisma iridiscente con dos pares de antenas. Pensé que a Mika tampoco debió sentarle bien aquella desaparición pues desde entonces le había cambiado el carácter. Estaba la mayor parte del tiempo nerviosa, constantemente en alerta, particularmente durante las noches. Compartíamos largos tramos nocturnos insomnes, oyendo los crujidos de las maderas, que como ocurre en todas las viejas casas, nunca acaban de acomodarse del todo. Pero una noche aquellos aleatorios chasquidos de las vigas estaban acompañados por un rumor sordo, casi imperceptible, como si a lo lejos se oyera rumiar a un caballo o una vaca. Al principio, adormilado, no le presté mucha atención pero como el cadencioso sonido no cesaba me incorporé de la cama y siguiéndolo, cada vez más nítido, me llevó hasta la buhardilla. Allí quieto, entre las sombras, muy contrariado, sabía lo que me iba a encontrar. Sigiloso me acerqué a la fuente de donde provenía aquel rítmico sonido y según iba acercándome notaba un desagradable olor. Vislumbraba quien era el causante de aquel sonido y de aquel olor. Alguna rata habría llegado hasta allí, sorteando a la vieja Mika, y estaba comiéndose algún libro. Me repugnó la idea de tener una rata en mi casa y más pensar que se estaba dando un festín con mis libros. Encendí enfurecido la luz de la lámpara de la mesa y cesó el ruido al instante. Cuando se acomodaron mis ojos a la luz escudriñé la zona y me quedé paralizado de la sorpresa: dos largos pares de antenas, moviéndose como pequeños látigos, me apuntaban. Eran de la lepisma, y a juzgar por el tamaño, ésta debería de ser tan grande como una langosta. Aunque mi instinto me gritaba a voces que me alejara hice lo contrario. Me acerqué extrañamente atraído por la criatura. Retiré unos libros y allí, agazapada, me la encontré. Fascinado por el tamaño, era más grande que Mika, no reparé en que había devorado varias docenas de libros. No me conmovió lo más mínimo aquella pérdida. Éste debió ser el síntoma que me alertara, pero un insólito vínculo se estableció entre la criatura y yo. Tampoco me perturbó que unos días después desapareciera Mika, de la que sólo encontré el collar y unos pocos mechones de pelo.
La criatura fue creciendo más y más a costa de mis libros, pero yo, con la razón secuestrada, era incapaz de reaccionar. Sólo vivía para aquel abyecto ser. Ya no pensaba en el reconocimiento, la gloria, que me proporcionaría el descubrimiento. Ni siquiera en mis antes amados libros. Todos mis esfuerzos eran para el ser que vivía en mi buhardilla. Cerré las ventanas para que la luz no le molestara, instalé un potente humidificador y derivé allí toda la calefacción. Ni siquiera era consciente del hedor que había en toda la casa. Hileras enteras de libros iban desapareciendo mientras el espanto iba creciendo. Ya no podría salir de aquella buhardilla sino era tirando las paredes. Como ya dije, cuando aquella cosa cambiaba de muda entraba en una especie de letargo. Era ese momento, que duraba ahora alrededor de una hora, cuando se despertaba en mi cerebro un ligera idea del estado en que me encontraba, rehén de aquel ser, pero aquel hilo de luz se apagaba en cuanto quedaban desparramados por el suelo los jirones de vieja piel de aquel ominoso ser.
La criatura iba perdiendo su característica forma aplastada y cónica según crecía, haciéndose cada vez más redondeada. Las seis patas se habían convertido en ridículos muñones. Los únicos apéndices que se veían eran los dos pares de antenas iridiscentes, siempre en continuo movimiento. Cuando era del tamaño aproximado de una ternera ocurrió un hecho insólito, si de insólito se puede calificar algo que sucede en una pesadilla, las hileras de libros no iban desapareciendo sistemáticamente como antes. Desaparecían ciertos libros y quedaban sin tocar otros. Al mirar los libros que iban quedando intactos y sobretodo al comprobar los que habían desaparecido, vi que el gusto de la cosa estaba cambiando. Ya no se conformaba con el primer libro que encontrara, se había vuelto más exquisita. Era cuestión de días que diera con el bargueño que contenía las joyas de aquella biblioteca. Yo era consciente de ello pero era incapaz de sacar de la buhardilla aquellos tesoros. Incunables, códices miniados, documentos de los primeros momentos de la conquista de América y libros de horas, reunidos por mi familia durante generaciones, desaparecieron en aquellas inmundas fauces. Sabía que una vez acabadas aquellas piezas muy poco de lo que quedaba en los anaqueles satisfarían a la bestia. Febrilmente recorrí las librerías anticuarias de la ciudad en busca de las mejores piezas para saciar su hambre siempre insatisfecha y repugnante.
Cuando acabé con todas las mejores existencias de los libreros, irracionalmente, ansiosamente, me precipité al abismo que me ha conducido hasta donde estoy ahora confinado. Aproveché que por mi trabajo tenía acceso, casi sin control, a todas las instituciones públicas y privadas de la ciudad donde se custodiaran libros y documentos. Así pude sustraer de la biblioteca pública preciosos documentos y libros rarísimos. Del archivo catedralicio pergaminos cuyo contenido haría balbucear al mismísimo Papa. De los archivos municipales planos y mapas antiquísimos… Me arde el ojo. No quiero extenderme con mis hurtos forzados por temor a que no me dé tiempo a acabar de relatar esta pesadilla. Con grandísimo pesar sólo diré que cuando llevaba todas estas maravillosas piezas al sacrificio me sentía como el perro que lleva las presas al cazador, su dueño.
Aquellas piezas maravillosas, únicas, hicieron crecer al aborrecible monstruo hasta un tamaño espantoso, mientras yo me había convertido en un guiñapo humano. Pero seguía siendo eso, un humano, y un atisbo, un rescoldo, de dignidad todavía quedaba en mi pecho. Las mudas de piel cada vez se producían a intervalos más cortos y el período de letargo en que se sumía aquel deleznable monstruo era menor. Era en ese momento cuando se abría en mi mente una pequeñísima rendija por la que se filtraba algo de luz. Y fue en la última muda cuando recorriendo lo que quedaba de la biblioteca, cogí en mis manos la carpeta medio roída que albergaba las obritas de la editorial clandestina Manual de Ultramarinos. Allí estaban las obras de mis amigos, con sus dedicatorias, deshaciéndose entre mis dedos. Ese fue el detonante que hurgó en mi cerebro. Percibí nítidamente por primera vez el insoportable hedor que había en la casa y se rasgaron las viscosas telarañas que cubrían mi razón para, de golpe, ver la cosa que tenía enfrente en toda su cruda apariencia. Sufrí la más terrorífica y enloquecedora impresión que se pueda soportar sin caer definitivamente en la locura. Cogí un mechero, prendí fuego a lo que quedaba de la carpeta y cuando las llamas lamían mis dedos, utilizándola como una tea, la arroje sobre las sábanas de piel iridiscente que rodeaban a la bestia. Cuando el calor se hizo insoportable huí de la buhardilla y en una última mirada vi los dos pares de antenas restallando en el aire como látigos mientras el fuego lo devoraba todo. Con el inmenso descanso que da el despertar de una pesadilla terrible, me encontré al salir de la casa en llamas, con dos alarmados policías uniformados que me recitaban no entendía bien qué derechos.
Este es el relato de los hechos. Juzguen ahora.
Esta noche he tenido particulares pesadillas, de esas que no se recuerdan bien al despertarse, pero que producen desazón durante el resto del día. Me he despertado de madrugada y al mirarme en el espejo he visto mi ojo derecho enrojecido. Me aproximé más al espejo para verme mejor el ojo y lo que vi, aunque desde que estoy aquí recluido he esperado, no dejó de cortarme la respiración: dos pares de antenas iridiscentes se retorcieron como culebras durante unos instantes antes de desaparecer bajo mi párpado inferior derecho.
[El Amanuense]
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