30 de noviembre de 2019
Muero todos los días (2017-2018)
Invitación Ultramarina
Las malas lenguas
Te robó los recuerdos
El paseo
Un libro extrañamente hermoso e inquietante que ilustra hasta qué punto podemos vivir en nuestro propio infierno.
[El Replicante D]
29 de noviembre de 2019
La herencia del último Panero llega en camión
28 de noviembre de 2019
27 de noviembre de 2019
26 de noviembre de 2019
Las malas lenguas
-«Había muchas joyas en la biblioteca de la profesora que compró el gitano y que fue a parar al Rastro». Afirmó Nuria Viuda.
-«!Todo un bulo!», dijo el polaco entrando por la puerta de la bodega.
Oído en la bodega Begoña
25 de noviembre de 2019
EXHUMADOS (Duodécima entrega)
24 de noviembre de 2019
Punto de Venta
21 de noviembre de 2019
D A K O V I K A 3 (Una Novela por entregas)
Capítulo 4
Prefería estar dormido. Quería dormir todo el tiempo que pudiera porque lo que soñaba era mejor que la vida que tenía después de perder a Lamieva. Todas las noches venía ella a mis sueños con una nitidez absoluta. Mi vida real estaba en los sueños y mi vida de verdad era falsa. El momento de despertarme era abrupto. No había transición, pasaba directamente a estar despierto, totalmente consciente mirando aquel techo poblado de lámparas viejas y de tuberías. Era espantoso saberse vivo un día más y también era espantosa la presencia de la muerte que se apoderaba de mí. Mi propia muerte era el cierre definitivo a mis esperanzas de poder recobrarla y sólo ella se dibujaba en mi horizonte. Morir. Morir sin recobrarla jamás. Todos los días tenía que aprender a morir y a vivir.
Tumbado sobre el colchón se me pasaban las horas. Comencé a sentir dolores, pequeños mordiscos o quemaduras que achaqué al principio a estar tantas horas soñando. Al poco tuve todo el cuerpo dolorido. Me desnudé por completo y me fui hasta el espejo grande. No me había visto desnudo hacía mucho tiempo. Tenía todo la piel ulcerada. Cada herida tenía carne inflamada alrededor encima de la cual había una vejiga negra y toda la zona vecina de color lívido. Rompí una de esas vejigas y descubrí una llaga azul. Entonces vi en el fondo del espejo algo moverse detrás de mí, en el suelo. Unas sombras grisáceas. Me parecieron ratas o ratones. Me volví y se espantaron. Eran más de diez y más de veinte. Emprendí su caza por entre los muebles. Al fin atrapé a una de esas piezas que había quedado enredada en los flecos de una alfombra. No era un ratón aunque casi toda ella fuera como un ratón. Tenía pelos y de entre ellos, cada poco, uno bastante más largo que los otros. Medía medio palmo y con la cola uno entero. Ojillos diminutos y orejas también pequeñas más una nariz larga y puntiaguda exageradamente. Se trataba de una musaraña. Mientras la observaba abrió la boca y me echó a través de unos dientes doblados una pestilencia agria y me mordió. Al punto me nació otra vejiga como las que tenía por todo el cuerpo. Sin soltar la musaraña y todavía en cueros fui a buscar remedio en los libros. Hallé el remedio de Pedacio Dioscórides: despedazar al musgaño y ponerlo en la herida. Como tenía tantas llagas no podría emplearlo. Seguí leyendo y decía de beber la ceniza del mismo cuerpo del musgaño, lo cual era efectivo sobretodo si este era hembra y estuviese preñado. Lo apreté con los dedos hasta que un diminuto feto salió de su cuerpo. Así, comprobada su preñez, lo metí en un tarro de cristal donde prendí fuego a unos viejos papeles. Costó varias horas que se muriese porque las llamas eran pequeñas y al final se asfixió al arder el aire del frasco. Luego seguí incendiándolo toda la noche con trapos y vestidos viejos de muñecas hasta que fue la musaraña polvo de cenizas. Las vertí en una copa hasta que se fusionaron con vino y las bebí de un sólo trago no sin sentir asco.
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