3 de septiembre de 2021

El pedo de la felicidad



El pedo de la felicidad




Durante el último curso de bachillerato creció en todos los miembros del grupo de clase una intensa y duradera amistad. Razón por la cual, tras superar la selectividad, acordamos  cenar juntos al menos una vez al año, para recordar viejos tiempos. Mientras fuimos estudiantes quedábamos en hamburgueserías y pizzerías de tres al cuarto. Luego, cuando empezamos a trabajar, íbamos a restaurantes baratos, porque la mayoría de nosotros aún no disponíamos de un sueldo que nos permitiera educar el paladar con sofisticadas viandas y caldos de buena cosecha. Hasta que una noche, cuando habíamos sobrepasado con creces la edad de los cuarenta, estuvimos de acuerdo en que había llegado el momento de reservar mesa en un restaurante con estrella Michelín. Para la ocasión elegimos por unanimidad uno que ofrecía un menú degustación consistente en seis platos, maridados con su correspondiente vino cada uno de ellos, además de dos postres. El nombre del primer plato era “Trilogía del buey”. Fue recibido con sorpresa y paladeado con una delectación suprema, que nos llevó a entornar los ojos para saborear la carne no solo con todos los sentidos, sino con las neuronas más recónditas. Un altisonante y afectado ¡Ummmm! se me escapó, como signo del adorable placer que estaba experimentando. Nuestra dormida sensibilidad culinaria, que empezaba a despertar, auguraba una velada dichosa. Luego llegó el segundo plato, denominado “Vieira con vieira vegetal en cebiche”. Con el primer bocado, mi extrema felicidad explotó en un sonoro, largo e irreprimible pedo, cuyo efecto, lejos de provocar una reprensión por parte de los comensales, fue aplaudido entre gritos. Pero no solo eso. A los pocos minutos, un segundo pedo se escuchó en el otro extremo de la mesa, al que siguió otro en sus cercanías, saludados ambos con una ovación entre risas y jolgorios. Así, quien más, quien menos, acabó exteriorizando y celebrando de este modo singular y primitivo el disfrute de tales manjares. La secuencia continuada de pedos felices se mantuvo por doquier durante los cuatro platos siguientes y postres, entre la estupefacción de los camareros y el metre, quienes disimuladamente abrieron las ventanas con el pretexto de que así estaríamos más frescos. La batahola de estentóreas ventosidades llegó hasta el chef, que no supo a qué achacarlas, si a una intoxicación alimentaria o a un error de manipulación de los ingredientes. No dio crédito a la verdadera causa cuando el metre lo puso al corriente de la verdadera razón, pues no constaba en los anales de la cocina y la restauración semejante testimonio de felicidad y gratitud. Para correspondernos como Dios manda, se plantó ante los comensales y nos rogó silencio hacia el final del segundo postre, antes de servir el café. A continuación cerró los ojos y, como si fuera a entonar una fervorosa salmodia, se concentró unos breves instantes, tras los cuales tensó los músculos faciales, arqueó su cuerpo dejando las nalgas en pompa y lanzó con toda su fuerza un vibrante y espectacular pedo en un registro de barítono buffo, que fue aplaudido por la concurrencia hasta la saciedad, lo cual nos valió la invitación a una copita de un digestivo que solo administraban a clientes y personalidades especiales.

Dos días después envié al wasap del grupo una crónica humorística de nuestro celebrado ágape, que fue encomiada por todos menos por Agapito Sepúlveda, quien una semana después contestó con una interpretación personal tanto de mis palabras como de los sucesos que las propiciaron, porque, a decir suyo, suponían una afrenta a las ideas que regían su vida. Y del mismo modo lamentaba haber caído en la miserable trampa. Por eso propuso volver a la austeridad de las mollejas, el hígado encebollado, los vinos de la casa y las natillas industriales. Propuesta que fue aceptada, para perplejidad mía, por la mitad de mis condiscípulos y el silencio de los demás, relegándome así a la función de disidente taimado. El año siguiente la cena se celebro de un modo recatado, bajo la más estricta observancia de los principios de Agapito, sin pedos de la felicidad. Solo al concluir, mientras la ingesta de carajillos con orujo y chupitos de licores locales, pudieron escucharse algunos chasquidos de lengua, no se sabe si fruto de la acidez de estómago o de la expresión disfrazada de un deleite cavernario.



José Miguel López-Astilleros


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