30 de enero de 2022

Codicia versus locura

 




CODICIA VERSUS LOCURA



Desde que lo trasladaron de departamento, hacía de esto ya quince años, no lo había vuelto a ver. Porque era él, Juan Alberto Escobar, eso creí; aunque no lo hubiera asegurado hasta haberme acercado para corroborar mi presentimiento, basado en un parecido algo más que cierto. Si no lo era, al menos un aire de familiaridad sí que compartía con él; y si lo era, lucía muy desmejorado, o mejor..., cambiado, no sé..., distinto al que recordaba. Recién salido el sol de entre la niebla invernal que se había cernido sobre la ciudad durante toda la noche, me eché a la calle para dar mi habitual paseo de los sábados, a solas, lejos de la familia y cuantos pudieran importunarme. Era el único momento de la semana en que me sentía dueño de mi tiempo, el tiempo de una felicidad pequeña, pero exclusivamente mía, en la que no había interferencias acechando a mis pensamientos más íntimos. Por eso lamenté haber encontrado a Escobar al comienzo del paseo de Papalaguinda, en la desembocadura del Puente de los leones, a unos metros del semáforo, porque su presencia siempre me había inquietado en la oficina. Solo podría recuperar el sosiego sabatino, si me acercaba desde los jardines que había a su espalda, y comprobaba que efectivamente no se trataba de él, contra mi corazonada y unas escuetas evidencias observadas desde lejos. Pero no, no sucedió así para desgracia mía. Me bajé el gorro hasta las cejas y subí la bufanda hasta los párpados inferiores, para que no me reconociera. Hubiera sido un verdadero engorro desagradable que lo hubiera hecho y nos hubiéramos visto obligados a saludarnos, y lo que es peor, a mantener una conversación cada uno sobre su mundo, desconocido, indiferente para el otro ─ignoro por qué se me ocurrió esta última posibilidad, si sabía de sobra que ese pormenor comunicativo siempre había sido imposible con él─. Vestía un pantalón vaquero ajado, no como esos que venden rotos con aspecto envejecido y a un precio carísimo. La tela, esta sí, ciertamente desgastada, casi dejaba traslucir los huesos de las rodillas. En la parte de arriba llevaba un chambergo azul, tan sobado que los brillos del tejido refulgían cuando los rayos del sol se posaban sobre su superficie. En el calzado solo me fijé cuando puso el primer pie en el furgón: unos playeros deshilachados con las suelas despegadas en las punteras. No había duda, aquel rostro le pertenecía, solo que estaba irregularmente hinchado, más en los pómulos y en los carrillos que hacia el mentón, aun así se le podía reconocer. Los detalles que ratificaron su identidad fueron los gestos que hacía con su cabeza inclinada de medio lado, su mirada oblicua y los pasos cortos y nerviosos que trazaba en círculo, mientras hablaba sin parar por el móvil, que mantenía en su mano derecha pegada a la oreja, y que de vez en cuando separaba para teclear algo con rapidez, con un extraño, sereno nerviosismo, como siempre había sido costumbre suya.

Juan Alberto Escobar comenzó siendo un compañero afable, servicial, discreto y distante. Sin embargo este carácter y comportamiento le duraron solo unos años, durante los cuales nadie consiguió intimar lo más mínimo con él. Siempre se escabullía entre silencios y evasivas, como si tratara de protegerse frente al mundo de algo impreciso susceptible de amenazarlo. El cambió que se operó al principio fue apenas perceptible. Pocos se percataron de que dedicaba cada vez más tiempo primero a teclear su móvil, después a realizar o contestar llamadas a razón de varias en cada jornada, para lo cual salía con premura al patio, donde nadie pudiera escucharlo. Cuando regresaba de la conferencia, en ocasiones mostraba un gesto circunspecto y en otras una sonrisa de triunfo malicioso. Pero llegó un momento, varios meses más tarde, en que atender el teléfono ya no fue su única actividad, aparte de realizar el trabajo correspondiente, poco, la verdad, porque era un departamento creado ad hoc por los directivos, para enchufados de altas personalidades, todo hay que decirlo. Pero no nos desviemos del asunto principal. Juan Alberto dio muestras de atender la pantalla del ordenador con una dedicación desorbitada para nuestros usos y costumbres. Nadie se explicaba qué es lo que escribía y consultaba con fruición. Si alguien se acercaba con el propósito de enterarse, inmediatamente minimizaba el navegador o los documentos. Como su concentración en el móvil y sobre todo en el ordenador le absorbiera hasta unos límites insultantes, máxime cuando quien más quien menos lo encendíamos al llegar, aporreábamos un poco el teclado para disimular ante no sé quién, quizás ante nuestra conciencia, leíamos la prensa digital, interveníamos en alguna red social y alguno que otro veía algún video pornográfico, porque, no lo he dicho, todos allí éramos hombres, sin que ello tuviera ninguna relevancia, pero era así. Al poco el aburrimiento nos vencía y terminábamos en la cafetería, tomando café a primera hora y más allá de las doce de la mañana, cañas, salvo él, que permanecía aherrojado a su silla y al relampagueo del monitor. Siempre declinaba nuestra invitación. Se limitaba a mirarnos de abajo arriba con una mueca que pretendía ser una sonrisa sardónica que, con los días, se fue transformando en un rictus de desprecio y superioridad respecto a nosotros. Tanto fue el misterio que lo rodeaba, que siempre terminábamos hablando de él, especulando sobre si se dedicaba a buscar pareja en una de esas webs de contactos, si estaba haciendo un curso on line de cualquier cosa, hacía visitas virtuales a museos de todo el mundo, si miraba a la gente que aparecía en las webcams de ciudades lejanas, presenciaba espectáculos de dudosa legalidad, o vaya usted a saber qué se le ocurriera ese día a cada uno de los cinco compañeros que constituíamos la troupe, según tuviéramos de acentuada la animadversión hacia él, porque sin darnos cuenta, habíamos empezado a tomarle una manía insoportable, y lo que es peor, alguno de nosotros comenzó a referirse a él como el ser más detestable de la creación, allí sentado, como si su labor consistiera en inventarse un trabajo que no tenía para fastidiarnos, allí sentado, con su semblante grave, como si se elevara de entre el vulgo, nosotros, pobres imbéciles, parásitos sin más horizonte que la sumisión a seres como él. Daban ganas de atizarle un par de hostias de vez en cuando, en aquella jeta de gilipollas, para que dejara de andarse con esas ínfulas de superioridad, de cretino no menos comemierda e indigno que quienes compartíamos aquel estado de lujosa beneficencia laboral. Si no averiguábamos su secreto, acabaría con nuestros nervios, y quién sabe si hasta con nuestro dorado modus vivendi, porque si había algo turbio y reprobable en aquella frenética actividad, tal vez terminara por afectarnos a todos.

A Martín Gálvez se le ocurrió que si Juan Alberto Escobar no había tomado la precaución de borrar los archivos temporales de internet tras cada jornada, tal vez pudiéramos averiguar algo. Acordamos que a la salida uno lo seguiría a distancia hasta que estuviera lo suficientemente lejos, otro se quedaría apostado en la calle, a la entrada del edificio, otro montaría guardia al comienzo del pasillo, y los dos restantes, Martín y yo, demoraríamos nuestra salida con cualquier pretexto. Pusimos en marcha el ordenador y fisgoneamos en el historial del navegador. Trataríamos de conseguir nuestro objetivo antes de que se personara por allí el vigilante de seguridad o alguien del servicio de limpieza. Con los primeros descubrimientos supimos que nos llevaría mucho más tiempo del que disponíamos, entender el verdadero alcance de toda aquella información, y eso a falta de lo que trajinaba a través de su móvil. Al parecer estaba metido en inversiones en bolsa, cuyas acciones consultaba todos los días, si no, no se entendía. Pero también participaba en el sector inmobiliario mediante portales de compraventa de inmuebles de todo tipo y explotación de bajos comerciales. Pero no quedaba ahí la cosa, porque los minutos vacíos entre una transacción y otra, y las visitas a los tres bancos con los que trabajaba, los dedicaba a visitar las webs donde, por los indicios que había dejado, adquiría, subastaba y liquidaba todo tipo de enseres usados, desde algo despreciable de cuyo escaso valor poco margen de beneficio habría de obtener, a otros de más enjundia y precio. Era apabullante el rastro que había dejado los últimos tres días, más que eso, era de locos que una sola persona pudiera manejar todo aquello con tanta rapidez y gestionarlo en su provecho. A partir de entonces lo vimos como un buitre sobrevolando la red en busca de cualquier debilidad que le proporcionara ganancias seguras y sustanciosas, desde las más ínfimas hasta las que por su cantidad comportaban un cierto riesgo financiero. Nada escapaba a su olfato de hiena. Como tampoco, seguramente, cabía en su alma la piedad, a juzgar por su proceder de usurero desconfiado. Solo así podía entenderse aquel delirante tráfago de negocios.

Con un wasap enviado al resto del grupo, quedamos en un bar de las inmediaciones para hacerles partícipes de nuestras pesquisas. Fue Hugo Bermúdez quien basándose en el detalle de los ínfimos tratos comerciales para ganar solo unos miserables euros, además del paulatino descuido en su aseo personal, junto con su ropa en descomposición orgánica, llamó la atención sobre una posible psicopatía. Pormenor que fue descartado por los demás, porque preferíamos el argumento de la codicia, la ambición e incluso la maldad, para explicar aquel sinvivir metafísico suyo. Resultaba más propicio para la charleta de taberna, la maledicencia, el chismorreo, el infundio y hasta la difamación. No se sabía a cuál de las dos opciones daba más solidez lo que contó Arsenio Ferrero en una de estas sesiones de escarnio y vilipendio. Al parecer había visto a Juan Gabriel en el restaurante chino más barato de un centro comercial a altas horas de la madrugada, acompañado por alguien que parecía una mujer solo en alguna de las facciones de su rostro, pues por lo demás se diría que había perdido toda determinación sexual en su aspecto, neutro y desaliñado...

Estos recuerdos fueron interrumpidos cuando un furgón con el rótulo “Hospital Psiquiátrico Santa Isabel” se detuvo frente a Escobar, del cual se apearon dos hombres uniformados de blanco y se dirigieron a él con el propósito de llevárselo. De nada le valieron los intentos para zafarse de ellos. En pocos instantes se vio levantado en volandas e introducido en el vehículo. En el forcejeo se le cayó el móvil. Mi antigua curiosidad respecto a sus actividades me llevó a lanzarme a rescatarlo, con el fin de continuar con las inquisiciones interrumpidas. El aparato solo era una carcasa muerta, un juguete infantil.

José Miguel López-Astilleros 



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