TRILOGIA DE LOS REGRESOS
Primer regreso
Desde que el director general me propusiera hacerme cargo de la expansión de la empresa en Melbourne y aceptara el reto, habían pasado ocho años ininterrumpidos sin regresar a casa, ni aun por vacaciones. Tanto me había absorbido el trabajo, que no me había dejado tiempo ni para consultar allá para cuando las noticias de mi país vía Internet. Un verano, aprovechando que mi hermana me había comunicado que mi padre estaba muy delicado de salud, decidí no aplazar más la visita a la familia. Tomaría el primer vuelo sin dilación. Jamás pensé en lo que me esperaría al abandonar el último control del aeropuerto de Barajas, porque quienes se ausentan siempre esperan encontrarse a la vuelta las cosas en el mismo estado que las dejaron, cuando no mejor. Recogí la maleta de la cinta transportadora y me dispuse a abandonar la terminal. Me extrañó que los carteles que indicaban la salida estuvieran confundidos con los de entrada, aunque no supuso ningún inconveniente, puesto que me sabía de memoria el camino, hacía muchos años había frecuentado dos veces por semana aquel trayecto rutinario. Pero no fue esto lo más chocante. Al preguntar en información por una empresa de alquiler de coches, el empleado me dirigió hacia la más próxima, pero lo hizo con las instrucciones contrarias, como si estuviera aquejado de una dislexia monumental. La evidencia era tan clara, que no le reproché nada ni le discutí lo que me estaba diciendo. Me limité a hacer lo contrario, a mirar en dirección opuesta mientras este me señalaba al otro lado. Aún más me sorprendió que el empleado tomara mi actitud con la naturalidad de quien está entendiendo bien su mensaje. El caso es que me presenté delante del mostrador de Avis. Allí me costó lo indecible alquilar un utilitario para circunvalar la ciudad sin tediosas esperas y llegar hasta mi pueblo natal, un centenar de kilómetros al sur. Esta vez me resultó más difícil comprender lo que el encargado quería transmitirme. Interpretar lo contrario de lo que había de hacer, según se desprendía de sus palabras, me resultó frustrante, porque me dio la impresión de que me estaba tomando el pelo. Sin embargo deduje que no había intencionalidad de engaño por su parte, una vez que poco a poco, con dificultad, me avine a utilizar la correspondencia antónima de cada término para entenderme con él. Hubo momentos en los cuales creí que estábamos hablando idiomas diferentes. Y hubo veces en las que me revelé contra semejante sinrazón increpando a mi oponente, pero visto el nerviosismo con el que aquel miraba hacia un lado y otro, como si temiera el advenimiento de algún mal procedente de los alrededores, dejé de expresarle mi ansiosa turbación. Agotado por el largo viaje como estaba, me centré en realizar los trámites adecuados para sentarme al volante cuanto antes y terminar con aquella pesadilla absurda, donde los significados de las palabras habían sido corrompidos, hasta el extremo de virar hacia su contrario. Se diría que quienes me habían atendido se habían puesto de acuerdo en amargarme la tarde. Tampoco me fue fácil dar con el auto que me habían asignado, perdido en aquel galimatías contradictorio de pasillos y matrículas, donde lo aparente nada tenía que ver con lo que reflejaba el plano en mi poder del extenso aparcamiento. Hasta dar con el vehículo di varias vueltas tratando de situarme al otro lado de los significados, con el propósito de acelerar la consecución de mi objetivo. Fue entonces cuando me acordé de un libro de Orwell que nos hicieron leer durante el primer curso de bachillerato, en el que se narraba una situación parecida. Como deseché que nada así pudiera ocurrir en un país que se tenía por civilizado, llegué a pensar que el problema estaba en mí mismo, producido por el trastorno del jet lag que estaba sufriendo. Introduje la maleta en los asientos traseros en vez de en el maletero, me senté y accioné la llave de contacto con expectación. Menos mal que ha funcionado como se espera, me dije con sorna. Engrané la primera marcha, aceleré con precaución y, tras varias vueltas que me devolvieron al mismo sitio, salí por fin a la autopista que conocía bien. Antes de incorporarme a la misma, transité por una calle en la que había varios hoteles y numerosos transeúntes a lo largo de sus aceras. Hacia el final un stop regulaba la desembocadura de otra vía a mi derecha, lo cual significaba que tenía prioridad de paso. Pero lejos de ello, el conductor que se aproximaba, hizo caso omiso de la señal, con lo cual estuvo a punto de provocar un accidente por alcance conmigo. El conductor negligente detuvo el automóvil, se apeó y me increpó con violencia. En pie ambos, cara a cara, comenzamos a discutir con aspavientos sin que ninguno escuchara al contrario. Al percatarse de la trifulca, acudieron varias personas a contemplar el espectáculo. Me defendí aduciendo mis razones, señalando que tendría que haberse detenido porque así lo indicaba la señal, a lo que el otro contestó que precisamente por eso había hecho esa maniobra, porque tenía un stop. Ya era demasiado, lo de aceptar que aquella indicación de tráfico significaba lo contrario era el colmo para mi paciencia. Perdone, pero acabo de llegar de Australia, allí se conduce por la izquierda, pero una señal de stop significa lo mismo en todas partes, argumenté. Contra toda lógica, los observadores accidentales tomaron partido y le dieron la razón. Pero... ¿cuánto tiempo lleva usted fuera del país? Me espetó con desprecio el oponente zanjando el asunto mientras se dirigía malhumorado a su coche para reanudar la marcha. Solo la mirada melancólica de dos de los transeúntes que se habían congregado sin haberse pronunciado a favor o en contra de ninguno de ambos, me salvó de la derrota y la enajenación. ¿Qué me encontraría al llegar a casa de mis padres? Me pregunté temeroso cuando alcancé la velocidad de crucero, ya en la autopista rumbo a mi destino.
Segundo regreso
Tras sesenta kilómetros por la autopista, tomé la desviación hacia la carretera local por la que llegaría al pueblo donde vivía mi familia. Diez minutos después el paisaje de la meseta, áspero y seco, se extendía ante mí en toda su dramática desnudez. Atravesé pequeños pueblos miserables con humildes casas de un solo piso cerradas a cal y canto, como si quisieran conservar el secreto de mejores tiempos pasados. Nada parecía haber cambiado en ellos desde hacía no se sabe cuánto, quizás centenares, miles de años. Para mitigar la monotonía encendí la radio y busqué una emisora. Tras darle la vuelta al dial fui incapaz de encontrar otra cosa que no fueran sonidos de explosiones y tableteo de ametralladoras, así como disparos aislados. Me sorprendió la unanimidad en todas ellas, no por el hecho en sí, sino por el motivo bélico que habían elegido para ello. No pude aguantar mucho la emisión porque aquel sinsentido me estaba sacando de quicio, de modo que apagué el aparato. Aun así, no pude escapar del terrorífico eco en mis oídos, porque segundos después comencé a ver cráteres que se extendían a un lado y otro de la carretera. Se diría que aquellos vestigios sonoros habían dejado un desgraciado rastro en el terreno. Como temí que aquellos testimonios albergaran algo de realidad, por disparatado que pudiera parecer, decidí acercarme a la estación de servicio que vislumbré a unos mil metros de distancia a mi izquierda. Paré con la excusa de llenar el depósito, aunque mi pretensión era informarme sobre aquellos dos fenómenos de reciente aparición. Nada más detener el automóvil frente al surtidor, por delante de mí pasaron varios soldados ataviados con uniformes de los años treinta del siglo XX. Portaban fusiles máuser, con la excepción de uno de ellos que cargaba sobre su hombro derecho una ametralladora Fiat-Revelli, como la que había visto más de una vez en alguna película ambientada en la última guerra civil. Envueltos en el humo de sus cigarrillos, giraron por detrás de la caseta de los aseos hasta desaparecer por completo. Acto seguido se personó el gasolinero, a quien, antes de que abriera el tapón y me preguntara por la cantidad que había de poner en el depósito, le pregunté por aquellos soldados, los estampidos de las emisiones de radio y los cráteres.
─Usted no es del país, ¿verdad? ─me interpeló con un gesto de desconfianza.
─Bueno, sí, soy de la zona, aunque hace muchos años que no vengo por aquí ─le contesté sin saber qué relación tenía con lo que le había preguntado.
No se debió fiar de mi aclaración, porque se quedó callado e inexpresivo. En vista de su respuesta, me resigné a permanecer ignorante, así que me limité a decirle que me lo llenara. Una vez concluida la operación, extraje de mi cartera la tarjeta de crédito y lo acompañé hasta la tienda, donde le pagaría los dieciocho litros dispensados. Antes de entregarme el resguardo, me miró durante unos instantes a los ojos y se acercó a mi oído derecho, en ademán de transmitirme una confidencia íntima.
─Tenga mucho cuidado, extreme las precauciones, acaba de comenzar la campaña electoral para las elecciones que se celebrarán dentro de quince días ─me susurró con apenas un hilito de voz temblorosa.
Me pregunté si... no, no podía ser...
Tercer regreso
Llegué a casa de mis padres al anochecer, con las luces del coche encendidas. Como no quería molestarlos ni que se preocuparan en caso de una demora por cualquier circunstancia fortuita, no les advertí de la hora exacta en la que estaría allí. Estacioné el coche frente a la puerta grande que daba acceso al patio de la casa, a donde metí el automóvil después de abrirla con mi propia llave. Como oyeran el ruido del portón abriéndose, bajaron a recibirme los tres, mi padre, mi madre y mi hermana. Tras los abrazos y besos pertinentes, ya en la vivienda, repartí unos regalos que traía para ellos. Me sorprendió el buen aspecto físico que tenían, sobre todo mi padre, a quien esperaba encontrármelo convaleciente, o al menos no tan saludable como parecía, cosa que me alegró, y por lo cual, por supuesto, no le pedí explicaciones a mi hermana, dado que me había informado de lo contrario. A lo largo de la noche, durante la cena, les conté cómo me estaba yendo en las antípodas con mi empresa. Ellos por el contrario no supieron qué decirme sobre sus propias vidas durante los ocho años que había durado mi ausencia. Tan solo se miraron entre sí con la complicidad de quienes comparten un secreto, a la vez que sonreían con una malicia seráfica, bondadosa podría decirse. Mi hermana Soledad me dijo que en días sucesivos cada uno de ellos me mostraría las novedades del pueblo. Mi padre me enseñó el casino remodelado por completo con unas columnas de mármol en la fachada, que le daban un aspecto de templo griego, según su criterio. Me quedé perplejo, porque aquel vetusto edificio tenía el mismo aspecto decrépito de siempre, según mi apreciación, no podía ser cierto que me estuviera describiendo el mismo edificio. Hice un amago de llevarle la contraria, pero su reacción iracunda hizo que me retractase y le diera la razón, tras lo cual volvió a su rostro la sonrisa orgullosa y satisfecha que estaba mostrando. Más patético me pareció que en el interior se ufanara del lujoso mobiliario, adquirido hacía dos años, según él. Nada en su relato hacía sospechar los muelles saliéndose a través del cuero de los sillones, ni los espejos faltos de azogue, o las mesas tambaleantes donde se jugaba al tute con riesgo inminente de derrumbe. Sea como fuere, determiné que no había venido a estar con ellos diez días para agriar nuestro encuentro. Mi madre en cambio siempre se encargaba de ponerme al día sobre los conocidos, vecinos y demás familia. El segundo día me enseñó la nueva casa que mi antiguo compañero de colegio y amigo de la infancia, Martín Castro, se había hecho construir hacía cuatro años, cuando se quedó al mando de la vieja fábrica de cerveza que había regentado su padre, y que tras recibir una subvención pública, modernizó y amplió, convirtiéndola en la industria más importante de la comarca, además de la principal fuente de empleo. Como prueba de ello me llevó hasta las afueras, para que viera las magníficas instalaciones. Tampoco le quise llevar la contraria, porque la casa no era más que una antigua casona con paredes de cal desconchadas y celosías carcomidas por el óxido, en cambio en el lugar de la cervecera solo había en pie el resto de una nave desvencijada de la que salían grajos por los huecos de las ventanas. En el paseo que di con Sole al tercer día, me llevó a ver el hospital nuevo, que daba servicio a toda la comarca, y en el que ella misma trabajaba como conserje. Pero como sucediera en los casos anteriores, allí solo vi el dispensario médico de toda la vida, sin que nada indicara que se hubiera modernizado siquiera algún detalle, las mismas puerta metálicas cubiertas de óxido, las mismas persianas con lamas de madera enrollable en las ventanas... En esta ocasión estuve aún más lejos de discutirle la veracidad de su narración que a mis progenitores. Su mirada, presa de un arrobo encandilado según contemplaba lo que yo era incapaz de ver, latía de contento, fanática e intolerante. Los demás días añadieron otras novedades que llenaron las sobremesas de cada comida y cena. Muchos fueron los insomnios que dediqué a encontrar una respuesta psicológica o médica para explicar aquellas fantasías. No la encontré, puesto que por lo demás no había hallado ningún otro signo de desvarío. A dos días de mi partida, después de darme una ducha, abrí un cajón del aparador en busca de las tijeras para cortarme las uñas, que es donde mi padre las solía guardar. No di con ellas, pero si con unos folletos de propaganda electoral de hacía ocho años, donde se reflejaban los proyectos que los tres daban por concluidos. Supe entonces que para no perderlos debería quedarme con ellos y compartir el mundo de ficticia ilusión en el que vivían. Por el contrario, me pregunté si desde el otro lado del mundo podría... Quizás mi verdadero problema radicaba en que siempre me hacía demasiadas preguntas.
José Miguel López-Astilleros
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