4 de diciembre de 2022

Crónica ultramarina



                                                                                                             
                                                                                                         Foto / Juan Luis García



3 de diciembre de 2022

(Crónica de la presentación de La Galerna 7, ‘Viejos viajeros’, tabloide crítico de Manual de Ultramarinos)


Eran ya las doce del mediodía más frío hasta los ahora habidos cuando, en mitad de dos puestos del mercado de cosas viejas, la voz estentórea de nuestro editor atronaba. Bien barbado lo escuchaba el primero de los nuestros y un abrigo naranja, arriba del Rastro, nos hizo creer erróneamente por unos momentos que se personaría Gromov en vivo. 
Vino el suscriptor de oro con un libro pescado reciente, un manojo de hojas en lengua británica con páginas iniciales floreadas a principios de siglo. Entramos a la almoneda que, como todo la ciudad, aunque helaba estaba repleta. Nos hicimos hueco echando a algunos curiosos e impidiendo la entrada de otros, colocamos la revista en los remos de la maqueta de un velero de madera y nos regocijamos entre los cacharros añosos de presentar la nueva entrega de los ultramarinos sobre viejos viajeros. 
Se le pidió al chamarilero, como siempre, que nos vendiera algunos libros de los allí dormidos rechazando la mitad por diversos motivos: estarlos leyendo él o ser de su biblioteca privada. Había el buen librovejero liberado unos pocos intonsos del Azorín que meses atrás había tanto ponderado y, al declarar el suscriptor de oro que si se tenía que quedar con algún escritor sería con Azorín, le replicó el Cuervo que si incluso antes que Machado y añadió Mortisaga que por moderno de entonces Unamuno y hasta el chamarilero, tan azoriniano otrora, se le puso un poco de frente, respondiéndoles el otro que esas eran cosas distintas. Luego insistió en que en las escuelas había que enseñar a los niños a escribir castellano con Azorín y que si Azorín fuera francés otro gallo nos cantara.
Aprovechó el revuelo Larsen para sacar de su zurrón mágico el libro de los cafés literarios que tenía prestado desde hacía más de cuatro años y medio y devolvérselo con disimulos al chamarilero quien podría haberle pedido un alquiler por él sustancioso y con retrasos.
De muchas otras cosas de libros se habló y pidióle el Cuervo al de la Alberca que le tasara un tomo gordo que biografiaba a Baroja con fotografías de todos sus amigos de jóvenes, reparando que precisamente la foto del albercano de veinteañero en la prensa de la semana pasada había hecho furor entre las gentes lectoras. 
Fuéronse luego los ultramarinos con pena de dejar al chamarilero con sus cuitas y negocios en pleno apogeo a tomar un vino al bar llamado El Infierno. Dioles la cocinera unas sopas de ajos mientras les preguntaba si eran escritores al oírles un hablar tan selecto y comentarios librescos, pues ella era muy lectora y teniente de libros desde su padre y hermano heredados, ya casi ejemplares de un siglo. Declaró la señora que un libro que le había gustado era ‘Papillón’, añadiendo el Cuervo que un su cuñado salía en la versión cinematográfica haciendo de preso y que cuando ponían en la tele la película él le preguntaba qué cuál era, respondiéndole él que no sabía, que uno de esos. Sacáronse fotos con ella y allí se habrían a comer quedado de no haberse quedado —paradójicamente al nombre del bar infernal— helados. 
Buscaron otro lugar a la lumbre pero una avalancha de gentes tomaba la ciudad vieja. Decidieron irse a la idea primera de comer en el viejo mesón del crucero bajo el chivo negro que fue su comienzo. Para ello tomaron el coche de Larsen que era nuevo y no aquel blanco y pequeño que tantos libros del Rastro llevó y que ya salía en la novela Dakovika. Ni siquiera pudieron sentarse bajo el gran chivo disecado pues una manada de bárbaros allí pacía sin oírse unos a otros ahogados en sus propios gritos. Se habló mucho del fin de los ultramarinos con las costillas del chivo y el vino de roble añejo, el más caro nunca a ellos servido, se comieron chorizos y callos y hasta calamares fritos, se barajó la posibilidad de publicar ‘La saga de Mortisaga’ y de su traducción al rumano, se comentó bastante si sería aquella la postrer comida, si se produciría la cancelación de los sueños soñados de los ultramarinos, los sueños soñados por unos cuantos humanos chiflados como aquel chivo.

El Cuervo

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