Hace unas semanas publiqué en Heraldo este libro sobre higiene. Sexual, preferiblemente. Higiene sexual tal y como la contaban algunos libros de mitad del siglo XIX y principios del XX. Creo que os sacará al menos unas sonrisas.
LIBROS DE HIGIENE SEXUAL
Los libros de higiene fueron habituales durante muchos años. No había tradición higienista y era preciso educar a la gente en usos y costumbres saludables, pues la higiene era -y es- fundamental para evitar enfermedades y epidemias. Yo conocía dos libros de Ciro Bayo dedicados a la higiene. Ciro Bayo, uno de los grandes amigos de Baroja y de quien éste escribió que era “un viejo hidalgo quijotesco, un poco absurdo y arbitrario”, fue todo un personaje. Le prometió a Baroja su reloj de oro si a su muerte leía unas cuartillas ante su tumba, y cuando la Enciclopedia Espasa le pidió una foto para ilustrar su biografía, entregó -solo por enredar- la de su padre, el banquero Adolfo Bayo, de quien era hijo natural, así que la fotografía que durante años circuló de don Ciro era falsa.
Bayo, gran aventurero y viajero, a quien Valle-Inclán inmortalizó en ‘Luces de bohemia’ tras el personaje de don Peregrino Gay, había publicado en 1912 un libro, ‘Con Dorregaray. Una correría por el Maestrazgo’, en el que recordaba al general Cavero, aquel carlista aragonés tatarabuelo del escritor Ignacio Martínez de Pisón, de quien éste habla en ‘Ropa de casa’, su reciente libro de memorias.
Pero los dos libros de Ciro Bayo de los que vamos a hablar hoy están relacionados con la higiene. El primero es ‘Higiene sexual del soltero’ (mi edición es de 1925), en el que explica cómo debe conducirse éste para llevar una vida sexual sana. El libro, leído con los ojos de hoy, es muy divertido. Para prevenir el contagio de enfermedades venéreas, don Ciro recomendaba “retirar el miembro enseguida de la eyaculación” cuando el coito era con mujer desconocida -y sobre todo si se trataba de una meretriz “que trata con varios hombres al día”-, pues es cosa probada que en el momento del derrame seminal es cuando “el prepucio puede absorber el virus latente en la vagina. La rapidez del acto es esencial: cuanto menos tiempo se está en contacto con el peligro, menos será el riesgo que se corre” (pensé mientras lo leía que de haber sido yo quien escribiera eso hubiera elegido otro verbo en lugar de “se corre”). No creía Bayo en los preservativos, a los que llama “estuches de goma o película” y que pomposamente se anunciaban por entonces como ‘acorazados’, y recordaba que el doctor Marsillach los definía como “coraza para el placer” y los consideraba ineficaces “a causa de su podredura y fácil rotura”.
El otro libro, ‘Higiene en el verano y de los veraneantes”, tenía un capítulo con ilustraciones para enseñar a nadar; y en el titulado ‘Nociones generales de higiene en el verano’ se refería a los vestidos que había que llevar (sombreros, calzado, ropa interior), a lo que había que comer y beber…. Por ejemplo, el almuerzo de un hombre “de buena constitución y de vida poco agitada” debía consistir en “un par de huevos, dos costillas de cordero o su equivalente, fruta, dulce de compota y queso”. La ropa interior, la que va “pegada al cuerpo”, recomendaba renovarla a menudo y vestirla “con aseo irreprochable”, para contrarrestar así “los defectos de nuestros vestidos exteriores, variables y supeditados a la moda más que a la razón y a las conveniencias higiénicas”.
Estos días he estado leyendo otro raro libro sobre higiene. Se trata de ‘Higiene del matrimonio o El libro de los casados… Reglas o instrucciones necesarias para conservar la salud de los esposos, asegurar la paz conyugal y educar bien a la familia’. Lo escribió el doctor Pedro Felipe Monlau y mi edición la publicó Piferrer en Barcelona en 1865. Al ver el índice me fui rápidamente al capítulo de la copulación. ¿Qué se nos diría a mitad del siglo XIX sobre la cópula? Pues que “pasada la fogosidad de la luna de miel o consumido ‘el pan de la boda’… en cuanto al intervalo que debe discurrir ente coito y coito… el esposo ha de preservarse mucho de toda vanidad, y no creer en las paradojas que acerca de este punto oirá referir”. Solon, se nos recuerda, había prescrito a sus conciudadanos en Atenas la satisfacción del débito conyugal tres veces al mes, pero para tranquilidad de sus lectores el autor asegura que “el esposo de 20 a 30 años de edad puede ejercer sus derechos cuatro veces cada semana”; de 30 a 40 años, dos veces por semana; de 40 a 50, una sola vez; y de 50 a 60, una vez cada quince días o cada tres semanas”. A partir de los 60 ya no dice nada, así que pensé: “Melero, date por jodido” (podía haber puesto “Melero estás acabado”, pero juzgué que lo de “jodido” estaría más en consonancia con el tema). Aún era peor lo del doctor Georget, que aseguraba que “el hombre que desea vivir mucho y con salud… debe renunciar a la cópula desde que cumple los 50 años”. Como se ve ni una palabra sobre la sexualidad de las mujeres, que parecían no existir o ser meros instrumentos del placer de los varones.
José Luis Melero / Facebook
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