13 de abril de 2017

Genarín







¿Genarín?

Todo comenzó un domingo de enero, sobre las nueve de la mañana, en el Rastro de León. Bajo los rigores invernales, los curiosos transitaban encogidos mientras los vendedores aporreaban el suelo con los pies para espantar el frío y de paso quitase de encima la escarcha helada. Como casi todos los domingos, J., catedrático de Historia, se dirigía al Casino a su cita con el tenis, y  como siempre, tuvo que sortear, con visible desagrado, varios puestos de venta de los que se sitúan justo a la entrada del recinto. Todas las gentes del rastro eran transparentes, invisibles para él, excepto aquellos mercachifles que se empeñaban en ponerse a las mismas puertas del Casino pregonando sus despreciables mercancías.

Pero lo de aquel domingo ya era demasiado. Tubo que pasar sobre una bicicleta sin ruedas, y al sortear una descascarillada taza de váter casi perdió el equilibrio y fue a tropezar contra una pila de libros que quedaron desparramados por el suelo helado. Esto sacó de la hibernación a la mujeruca que estaba al frente del paupérrimo negocio, quien con desparpajo le pidió a J. que al menos le comprara un libro para compensar el descalabro que había producido. Sin disimular su enojo se disponía J. a replicar cuando se fijó en el libro que tenía aquella mujeruca en la mano. Se trataba de El entierro de Genarín. Desde que había llegado a León procedente de un instituto de Huelva, hacía varios años de esto, todas las Semanas Santas había oído hablar del pellejero Genarín y su liturgia apócrifa. Algo sabía sobre aquel pillo, amante en extremo de las libaciones de orujo. El empedernido borrachín, murió atropellado por el primer camión de la basura del Ayuntamiento de León, al parecer mientras aliviaba las tripas, la madrugada de un Viernes Santo de poco antes de la República. Para recordar aquel hecho los amigos y demás cofrades tabernarios se reunían y en grotesca procesión recorrían, bebiendo orujo de lo lindo, las callejuelas por donde habitualmente transitaba el pellejero hasta llegar al punto exacto de la calle de los Cubos donde falleciera. Allí se le tributaba sentido homenaje, dejándole una botella de buen orujo, una naranja y un trozo de queso. Esa procesión paralela ha llegado hasta nuestros días con algún que otro período de prohibición.

Inesperadamente, allí se le presentaba la oportunidad de saber algo más acerca del príncipe de los heterodoxos cazurros. La mujeruca, maestra de la venta callejera, leyó al momento el interés en la cara de J., y haciéndole notar que para ella era un gran sacrificio, le ofreció el libro por cinco euros para ver si le podía sacar tres. El catedrático viendo que el libro estaba impecable, con desapego,  le ofreció uno. La vendedora, haciéndose la ofendida y nombrando a toda la prole que tenía que alimentar se lo rebajó a tres, pero J., inmutable, sacó una moneda y poniéndosela delante le espetó que un euro o nada. La mujer no daba el brazo a torcer cuando otro miembro de aquella subespecie de gentes del rastro surgió de la nada comiendo un trozo de lo que parecía bacalao seco con pan de hogaza. De edad indeterminada, pequeñajo y enjuto, malencarado y con una colilla amarillenta pegada a los labios que parecía una prolongación de su ser, vestía pantalón y chaleco que en su día serían de pana, un abrigo de pieles de origen indescifrable, calaba boina capada y  raída.  Supersticioso, con voz cazallosa  dijo a la mujer que no se podía rechazar la primera oferta del día, que eso traía mala suerte para el negocio, así que le dio a J. el libro a cambio de la moneda. Mordido por el frío, enfiló J. hacia la puerta del Casino oyendo mascullar entre dientes a la mujeruca algo sobre su tacañería. Él no se lo dijo pero pensó para sus adentros que bien pagado estaba el libro con el euro que le había soltado más la parte de sus impuestos que daban para mantener a aquellos desarrapados.

El partido de tenis lo dejó seco. Para entonarse un poco J. tomó dos vermús, en el bar, los de siempre, pero curiosamente sintió lo mismo que si bebiera dos vasos de agua, es decir, nada. Salió del Casino pensando en poner una queja en dirección. Con tanto recorte habían metido mano también en la bebida. ¡Vaya porquería de vermú! Al salir a la calle se topó con aquellos dos desastrados que le habían vendido el libro. El hombre le despidió con una turbia sonrisa perruna.

Después del almuerzo, apoltronado en su rincón de lectura y acompañado de una generosa copa de ron caribeño, como era costumbre para sus lecturas ligeras, cogió El entierro de Genarín, y comenzó a leerlo. Mediado el segundo capítulo, la copa estaba vacía. J. cayó en la cuenta que se había tomado tres buenos lingotazos, pero el puntín ese que da el ron no había aparecido, era como si no hubiera tomado nada. Lo atribuyó a la copiosa comida que se había embuchado poco antes. Al momento sintió sed. Se levantó de la poltrona, se dirigió a la cocina y cogió agua del grifo. Al contacto del agua con los labios sintió tales arcadas que a punto estuvieron de vaciarle las tripas. Extrañado por la reacción volvió a intentar tomar agua, pero esta vez las náuseas provocaron la salida incontrolada de toda la comilona que quedó desparramada por la cocina. Perplejo, J. hizo un rápido reconocimiento mental sobre su cuerpo buscando la causa de aquel insólito suceso.  Se palpó la frente buscando síntomas de fiebre, pero no la encontró más caliente de lo habitual, y al no sentir ni dolores ni mareos pensó que algo habría comido en mal estado. Curiosamente, y contra lo que él preveía, el estómago se le asentó en el momento y no volvió a darle problemas. Sólo cuando pensaba en el agua se le revolvían las tripas, y aunque seguía teniendo sed prefirió no beber nada para no provocar los vómitos. Volvió a retomar la lectura del libro pero la sed aumentaba a medida que pasaba las páginas, e inevitablemente asociada a la sed se encontraba el agua, lo que le provocaba tal repugnancia que de tener algo en el buche al punto lo hubiera arrojado. Turbado, decidió salir a dar un paseo esperando así entonar el cuerpo.

Sin embargo la sed no le daba cuartel. Sentía los labios ajados y la boca pastosa, pero imaginar agua o cualquier otro refresco le torturaba las vísceras. Aún así entró en un bar y algo le reconfortó ver la hilera de botellas de licor detrás del mostrador. Ansioso pidió una copa de  whisky (sin hielo por favor) que desapareció en dos tragos. Para la segundo copa sólo necesitó un trago. J. se extrañó de que el alcohol engullido no le produjera más efecto que calmarle la sed, que no era poco. Recordando que ni los vermús matinales ni el ron en su casa le habían producido el mínimo efecto se fue a su casa un tanto atribulado.

Llegó a su casa rumiando las posibles causas de los síntomas tan extraordinarios que padecía, pero no encontraba ninguna explicación convincente. No cenó. Se acostó temprano pensando en el extraño día que había tenido y al poco se durmió  con la esperanza de levantarse totalmente restablecido. Pero la jornada no había acabado todavía para J. Fue como si todo el alcohol que había ingerido, sin efecto alguno aquel día, se estuviera destilando en su cabeza mientras dormía. Espantosas pesadillas se adueñaron del sueño, tan espesas y viscosas que le impedían despertarse. A la mañana siguiente despertó para comprobar que tenía una terrible sed y aún más, si cabe, aversión al agua. Tal que ni se pudo duchar. Calmó la sed a base de ron, y durante todo el día, sin probar bocado, se tragó dos botellas enteras sin producirle más efecto que calmarle momentáneamente la sed. Pero al llegar la noche, durante el sueño volvieron las espeluznantes pesadillas de las que vagamente recordaba algo al despertar.

Y así fue transcurriendo la semana, sin probar bocado y sin tomar una sola gota de agua, calmando la sed con cada día más cantidad de alcohol. Mayor angustia que la sed, que era mucha, le producían las febriles, pegajosas pesadillas, mil veces peor que el insomnio, de las que al despertar solo recordaba turbiamente un rostro que le miraba. Durante el día ese rostro le martilleaba la cabeza, pero cada mañana las telarañas que velaban aquella cara se iban haciendo más tenues hasta que llegó la madrugada del domingo, en la que al despertar J. reconoció claramente aquellas facciones: ¡eran las del canijo gañán  que le vendió el libro El entierro de Genarín!

Algo en su interior le arrastraba hacia aquel quincallero. Tenía que verlo. Se malvistió y cogiendo la última botella de ron que le quedaba se dirigió como un poseso hacia el Rastro. Allí se lo encontró, a las puertas del Casino, tal como lo había dejado el domingo anterior. Con la misma indumentaria, con la misma cara, comiendo lo mismo. Si J. no estuviera tan ansioso hubiera pensado que no parecía que hubiera pasado una semana sino unos instantes desde la primera vez que lo vio. Se acercó al buhonero canijo y éste en cuanto lo vio, sin decir palabra, extendió una mano. J.,vehemente, depositó un billete de veinte euros en aquella mano apergaminada. Mientras una mano recogía el billete, la otra hurtaba la botella de ron que sobresalía del abrigo del catedrático. J. volvió a ver en el rostro de aquel desgraciado la enigmática sonrisa perruna que le martirizara en los sueños y al momento sintió el alivio que presta la expiación de un negro pecado y comenzó a caminar a paso ligero paseo arriba con una urgencia creciente.

El lunes siguiente se podía leer en los diarios leoneses, en un pequeño apartado de las hojas finales, un extraño suceso que había tenido lugar el domingo anterior en la plaza de Guzmán. Al parecer, según relataron varios testigos a los policías locales que se personaron en el lugar de los hechos, un individuo que venía corriendo por Papalaguinda sorteando a los transeúntes que caminaban por el rastro, se lanzó sobre la fuente que hay al principio del paseo. Al ver que no salía agua del grifo, corriendo y con gran griterío se precipitó de cabeza a las heladas aguas de la plaza de Guzmán. Atónitos por el suceso, varias personas se acercaron para socorrer al sujeto. Lograron sacarlo del agua no sin gran esfuerzo pues ofrecía tenaz resistencia, pataleando y gritando que tenía sed. Curiosamente uno de los testigos, médico de profesión, manifestó que el sujeto mostraba claros síntomas de deshidratación.



[Cuento premiado en el Concurso Pilas Tudor, Villafranca del Bierzo, 2017]

[El Amanuense]




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