D A K O V I K A 3
(Una novela por
entregas)
RESUMEN DE LO ESCRITO HASTA LA FECHA
El cuervo y
Larsen son dos buscadores
de libros viejos que escarban como traperos del tiempo entre lo desechado para
hallar tesoros a punto de desaparecer. Un día ven en el Rastro a una muchacha
llamada Lamieva de la que El cuervo se enamora. Con ella llega a la casa Siena-Pombal, un
antiguo piso lujoso que un aristócrata había decorado para la amada que a última
hora le rechazó y que lleva clausurado cien años. Allí
el protagonista
siente detenerse el tiempo y descubre la industria que provee de versos a
Garnach, el poeta laureado de la ciudad, a quien asesina. Lamieva, asustada,
dispara al protagonista con una pistola de pequeño calibre en el costado causándole
una herida que no le parará nunca de sangrar.
Tras el asesinato
del laureado poeta Garnach, El cuervo, Lamieva y su padre, Dakovika, —que le
proporcionaba falsos libros viejos al anciano vate para plagiarlos— emprenden
la huida desde la mansión olvidada de los Siena-Pombal por los tejados de la
ciudad sin nombre hasta las cloacas. En ellas, siguiendo ríos pestilentes
entre miríadas de ratas y atravesando osarios subterráneos, descubren en el
abandonado hotel Oliden la existencia de la fantasmal secta de El topo, que
lleva siglos intentando destruir la catedral.
Continúan la
escapada en el coche robado a Larsen dirigiéndose hacia la confluencia de los
dos ríos que cercan la urbe mientras estos se desbordaban por las nevadas.
Sucumben a la riada. El cuervo busca a Lamieva y a Dakovika durante días, pero
sólo encuentra al viejo que se evapora en sus manos. Destrozado, vuelve solo
caminado hasta la ciudad donde halla el cadáver del librovejero de la calle
Cantareros a quien suplanta.
Capítulo 1
Durante mucho tiempo vi la luz
aparecer y desaparecer en los cristales de la entrada de la tienda. Los días y
las noches marcaron el ritmo de mi corazón quedando dormido con la primera
sombra y despertando con la primera luz. Los sueños durante aquel periodo
fueron lo mejor. Sin poder controlar lo
que pasaba en ellos mi mente se entregó a todas las cosas que anhelaba.
Aunque toda la vida me había
sentido solo fue entonces la primera vez que estaba sin nadie a mi lado. Bueno,
tenía a Karenino y al cadáver del librovejero. Al poco no necesité los recortes
de sus barbas porque me crecieron las mías y manteniéndome en la sombra, entre
los muebles bien callado, nadie notaba que lo había suplantado. Los visitantes
eran pocos. Gente huraña, de pocas palabras, más bien mirones que compradores,
gente aburrida que no sospechaba nada.
La tienda era un lugar inacabable.
No sé cómo ese hombre había conseguido colocar tantas cosas en aquel espacio.
Además de lo que se veía había un cosmos de cosas en cajones y cajas de madera
o de cartón, maravillas escondidas u olvidadas cuyo valor era una incógnita.
Objetos que no sabía si eran joyas, fragmentos de lámparas, de pulseras o de
anillos.
Lo más extraño era el ruido de un
viento que había en el interior de la tienda y el viento que se oía se metía en
mis sueños y soñaba siempre con Lamieva viva en un paisaje agitado por aires
polares que la impedían llegar hasta mí. Pero al menos la veía. Cuando
despertaba todo se volvía nuevamente materia, muerte. No sé por qué resistía.
Debía ser porque era lo único que había hecho toda la vida: resistir, aguantar,
esperar…
Enseguida empecé a buscar sin
saber qué. Removía todos los objetos que podía hasta caer rendido y me
asombraba luego porque no apreciaba diferencia en el aspecto de la tienda de
antigüedades. Daba igual. Siempre parecía que todo hubiera sido colocado con
cuidado para crear un escenario como ningún otro: Tres pianos rotos que aún sonaban, todo el
techo poblado de lámparas de araña unidas por banderines de fiesta, radios mudas,
relojes parados, el samovar, una sopera rosa, un reclinatorio, un largo banco
de iglesia, vajillas incompletas, juguetes infantiles que lo fueron de los que
están en el cementerio, un casco alemán, varios anteojos, todo un repertorio de
lámparas de pies torcidos, mesas cojas de todas sus piernas, sillas tristes y
desorientadas que se reunían como gacelas perdidas de dos en dos y de tres en
tres, esculturas pequeñas, lánguidas, cariátides de bombillas fundidas,
bibelots, periódicos amarillos, toda suerte de piezas de colección
desperdigadas, cosas que iban en grupo por la vida y ahí estaban solitarias,
rebaños de libros, un Cristo de ataúd y un millón de cosas más
Llevé el cadáver del librovejero
al fondo del local una noche, la primera que pasé en la tienda después de
volver de la inundación. Lo arrastré hasta el final y sus enormes pies iban
dejando un reguero de objetos caídos. Lo más difícil fue ponerlo tieso para
meterlo en el reloj de pared. Karenino observaba toda la maniobra con los ojos
muy abiertos y parecía lamentar no tener manos con las que ayudarme. Le até una
cuerda por debajo de los brazos y lo icé haciendo polea en el clavo de una lámpara.
Se balanceó ya en el aire y a duras penas conseguí empujarlo hacia dentro.
La portezuela se abrió sola a los
pocos segundos y el cuerpo del librovejero muerto se vino hacia mí lentamente
como si me fuera a dar un abrazo oscuro y dormido y a llevarme con él dentro
del reloj de pared. Entonces fue cuando noté que estaba amojamado, muy seco,
como si se estuviera momificando con el calor aquel que tenía ese local gracias
a las tuberías de calefacción que pasaban para el resto del edificio. Lo
introduje de nuevo en el reloj y coloqué una mesa delante que le impidiera
salir otra vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.