10 de diciembre de 2019

D A K O V I K A 3 (Una Novela por entregas)



                                         Capítulo 5

Los días siguientes estuve cubierto de costras que se iban desprendiendo poco a poco y cuando caminaba de un punto a otro de la chamarilería veía mi rastro de postillas secas por el suelo. Karenino aprendió a ladrar a las musarañas de forma que estas se espantaban al instante y así, aunque sabíamos que estaban por todas partes no las veíamos. Se escondían detrás de los objetos y las sentíamos vivir como por una ciudad hecha para ellas con las cosas ensombrecidas del pasado, alimentándose del brillo que les desaparecía.
Una semana después volvió el Barón de Teive. Le llevé hasta el fondo de la tienda y le puse encima de la mesa el atadijo de papeles roídos de Dakovika para que creyera que eran inéditos de Garnach. Los desenvolvió cuidadosamente y cuando se vieron sacó unos guantes blancos de su chaqueta para no tocarlos directamente mientras los examinaba.
—¡Admirable! —exclamó después de varios minutos.
—¿Le interesan? —pregunté.
—¿Cómo no?
Entonces buscó de nuevo en sus bolsillos y extrajo una chequera larga y un bolígrafo de oro. Justo cuando iba a empezar a escribir una cifra se le fueron los ojos al cajón medio abierto del librovejero. Asomaba un libro con cubierta de piel de cabra.
—Ese es muy viejo… —dijo señalando el volumen con el bolígrafo dorado.
Lo saqué del cajón y lo hojeé antes de dejar al Barón ver su interior. Enseguida me recordó al libro que había encontrado en la habitación del hombrecillo del hotel Oliden, el listado de los pertenecientes a la Secta del Topo, que desde sus cimientos desearon destruir la catedral de la ciudad a la que consideraban una maldición. Se veía claramente que era de la misma época, un grueso volumen que estaba siendo rellenado con escritos desde el siglo XIII; pero no entendía absolutamente nada, estaba escrito con rasgos reconocibles, trazos de letras comunes, párrafos, renglones… pero cuando me ponía a leer todo se desvanecía, eran líneas que se perdían como en laberintos y aunque todo ello parecía un texto no se trataba de ninguna lengua conocida, ningún idioma existen o del pasado.
 El Barón se puso muy nervioso al pasar sus páginas como si hubiera descubierto algo más valioso para él que los falsos inéditos de Garnach. Abría los ojos de una forma esperpéntica como si le estuvieran transmitiendo una verdad mística y, de pronto, cerró de golpe el libro como para tomar aire y tranquilizarse o asimilar lo que había leído en esos folios. 
Volví a meter el ejemplar en el cajón con la idea de examinarlo mejor y le dije al Barón que si lo quería viniese en unos días porque había otro cliente al que también le interesaba.
Al día siguiente el Barón acudió de nuevo a la tienda y esta vez no trajo la chequera sino un maletín lleno de billetes. Me enseñó el dinero y sin mediar palabra le entregué el libro secreto. No se atrevió a abrirlo y lo envolvió en una gasa blanca y ancha que traía. Sacó los billetes del maletín dejándolos en un montón sobre la mesa e introdujo el texto encriptado en la maleta.
Esa misma noche se declaró un incendio en la torre norte de la catedral. Un filo negro de humo recorría, como la línea de un lápiz, todo el cielo que se podía ver desde la tienda entre los edificios. Luego el humo bajó al atardecer como un velo gris suspendido horizontalmente a metro y medio del suelo. Salí hasta la plaza a ver el fuego. Como las escaleras no eran lo suficientemente largas como para llegar a la cúspide de la torre, los bomberos esperaban abajo a que se consumieran solas las llamas. Sin embargo estas eran cada vez mayores, cuando llegaron a la altura de las mangueras ya eran decomunales y pasaron a las naves centrales. Toda la madera vieja que sustentaba las tejas ardió como el infierno en pocos minutos y el agua que llegaba sólo contribuía con su peso a hundir una bóveda tras otra. En cosa de dos horas toda la catedral era una antorcha. Había que retirarse hacia atrás para evitar el mucho calor que daba y había gente llorando, gritando y huyendo por las calles, como si aquello fuese el comienzo del fin del mundo. 
En cierta medida yo sentí alivio, porque veía en esa destrucción reflejo de la mía.

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