Foto / M. Ramone
Sapos
Nada
perturbador había en el paisaje urbano, contemplado desde el decimoquinto piso.
Los plátanos de la avenida lucían sus primeras hojas, de un verdor cristalino,
exultante. La calzada estaba limpia, sin ningún desperdicio a merced del
viento. Así como las aceras, transitadas solo esporádicamente por algún
viandante presuroso. Ni un solo indicio de degradación había hecho mella en
nada hasta donde alcanzaba mi vista, y eso que ya habían transcurrido cinco
semanas desde el principio del confinamiento de toda la población en sus casas.
Siempre que me asomaba a la ventana de la salita, tenía la impresión de que la
calle y todo lo que en ella había, semáforos, tiendas, farolas, señales viales…
hacían cada segundo un esfuerzo titánico por contrarrestar el paso del tiempo,
para mantenerse incólumes, con la esperanza de que sus inanimadas naturalezas
fueran a recibir en breve la atención de una muchedumbre, como si estuvieran
instalados en la inmediatez de una constante espera. La veracidad de estas percepciones
quizás estuviera distorsionada por la distancia vertical que me separaba de la
realidad a pie de tierra. Atemperé dicha inquietud, mirando al mudable cielo,
que a pesar de su variabilidad primaveral, brillara el sol, lloviera, se
poblara de nubes o atardeceres anaranjados, reflejaba más certezas que la
mirada hacia abajo. Con esto lograba equilibrar mi estado anímico cada vez que
salía a tomar el sol o subía el estor para que la luz de los días grises
inundaran el sofá donde pasaba sentado hora tras hora, pulsando la pantalla
táctil de la tableta en busca de información y consuelo. Aun así, mi atracción
irremediable por los abismos, escapada de una pesadilla huérfana, terminaba con
mis ojos escudriñando en la lejanía la pequeñez del mobiliario urbano de la
calle y lo muy poco que en ella sucedía.
Un
atardecer, cuando el sol se ocultaba tras la línea de los edificios de enfrente
y las sombras comenzaban a sugerir la noche, pude otear poco más que la
minúscula figura de un animal de cuatro patas, de una especie sin determinar debido
a la considerable distancia. Atravesó los pocos metros de parque que había dentro
de mi campo de visión, llegó hasta una rotonda con una fuente en medio y se
encaminó hacia aquí. Al pasar por delante de mi edificio, el tamaño había
aumentado por la mayor cercanía, lo bastante como para darme cuenta de que se
trataba de un jabalí, pero no para saber con seguridad si era un ejemplar
adulto. Tal imprecisión vino impuesta sobre todo por la rapidez con la que
corría y se perdía en las intersecciones con otras calles. Nunca había
aparecido por las inmediaciones un animal que no fuera doméstico o un ave
propia del ecosistema metropolitano. Sobre la misma hora del día siguiente
ocurrió lo mismo al caer la tarde, pero esta vez fue un lobo quien se internó
en este barrio del norte de la ciudad. Trotaba veloz, pegado a las paredes,
casi rozando sus flancos con las fachadas. Pronto se perdió mimetizado en el
color pardo de la atmósfera vespertina. Empezaba a acostumbrarme al espectáculo
de los invasores. Así lo atestigüé cuando aparecieron en días sucesivos,
ciervos, liebres y toda clase de animales presentes en los montes cercanos.
Hubo un momento en que ya no fueron solo ejemplares solitarios los que se
atrevieron a ocupar el espacio abandonado por los seres humanos, venían en grupos,
según sus costumbres. Bien es verdad que solo bajaban cuando los supermercados,
farmacias y tiendas de alimentación habían cerrado, y ningún sonido distinto
del viento los disuadiera de su empeño. A la cita diaria con la naturaleza
reconquistando sus espacio hurtados, asistíamos alborozados todos los vecinos
desde nuestros ventanales y balcones, los niños en primera fila, detrás los
hermanos mayores y padres, toda una lección de zoología en vivo, más intensa
para quienes ocupaban los primeros pisos, que podían observar con todo lujo de
detalles las idas y venidas de aquellos seres, más propios de un documental que
otra cosa. Las sucesivas escenas que nos brindaban cada día, contribuían a
distraernos del terrible acoso al cual estábamos siendo sometidos por el pernicioso
virus que nos mantenía encerrados.
La
inocencia, el candor, la ingenuidad y hasta la envidia con la que admirábamos
aquellas apariciones durante cada crepúsculo, tras una semana se tornaron en
consternación. Al principio la irrupción se había producido de un modo
ordenado, primero vinieron los jabalíes, después los lobos, a continuación los
ciervos, más tarde las liebres, seguidas de los zorros… cada día una especie
distinta, pero cumplido este plazo, llegó la hora en que se presentaron todos
juntos, tal como vivían en los bosques. Y como tal se comportaron. Ante
nuestros ojos incrédulos tuvo lugar la batalla por la supervivencia: una manada
de lobos acosaba a un cervatillo, le hincaban los dientes y desgarraban su
piel. Un lince perseguía a una liebre, se abalanzaba sobre ella y le clavaba
los colmillos en el cuello. Y lo más sorprendente, un halcón que sobrevolaba la
zona, se lanzó en picado sobre una paloma de color ratón que en esos momentos pasaba
justo delante de mi ventana, extendió sus garras y le atravesó cuerpo y plumas
con sus afiladas uñas curvas. Para no perderme detalle, saqué de un cajón de mi
mesa de trabajo los prismáticos que había comprado hacía varios años. Pero no
enfoqué con ellos cada uno de los lances salvajes. Los dirigí hacia las
ventanas de los espectadores de enfrente, sería digno de ver la expresión de
sus caras. En una localicé a una familia con dos niños. Al darle a la rueda del
zum para acercarlos y tener acceso a un primer plano, casi se me caen de la
impresión que recibí al percibirlos con nitidez. Habían sufrido una
metamorfosis inconcebible, la mitad de los miembros poseían cabeza de león y la
otra mitad de cebra. Desvié las lentes hacia el piso de al lado. En esta
ocasión la familia estaba compuesta por tres hijos de muy distinta edad, unos
con aspecto de ñus y otros de cocodrilos. Separé los binoculares de mi retina,
por si estaba sufriendo una alucinación, pero en la lejanía creí adivinar el
mismo testimonio que se filtraba por las lentes de los gemelos. Enfoqué otro
piso más lejano y a una altura muy diferente, no estuviera todo aquello producido
por el perverso efecto visual de algún malvado reflejo sobre el objetivo. Allí
estaban, el padre y la madre con una niño de unos nueve años, a juzgar por la
estatura, pegados al cristal. Ajenos a su nueva esencia salvaje. Los dos
leopardos miraban con gula al joven antílope, en vez de dirigir su mirada a los
depredadores de la calle. Arrojé los prismáticos al suelo y di gracias al cielo
porque las autoridades hubieran prohibido el transporte aéreo de pasajeros,
para así impedir que mi esposa, que había ido a visitar a nuestro hijo a
Melbourne, regresara, de suerte que se libraría de mis sobrevenidos y feroces
instintos de la ley de la selva, según conjeturé que ocurriría.
Seis meses después, cuando el psiquiatra me dio el alta, mi
esposa me dijo que me había encontrado desnudo en la cocina, a gatas y
mordisqueando un trozo de carne cruda. De aquellas visiones solo quedan los
sapos. Surgen del televisor cuando Natalia lo enciende para ver las noticias y
los programas de debates sobre política. Pero no quiero decírselo para no
alarmarla, al fin y al cabo ella es muy fan de algunos de ellos.
José
Miguel López-Astilleros
Mis queridos ultramarinos, con esta última entrega doy por concluida la serie de veinte cuentos que he titulado Cuentos de pandemia. Lo hago con la esperanza de que no haya que continuarla por el brutal azote de una segunda oleada vírica, seguida de un no menos brutal confinamiento, cuyas consecuencias podrían convertir la ficción en realidad.
La colección de relatos queda cerrada con este texto:
"Estos cuentos fueron escritos durante la primavera de 2020, mientras la COVID-19 causaba una enorme mortandad y la población permanecía confinada durante meses en sus casas."
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