18 de enero de 2021

Exuvios


 


Exuvios


     El curso había comenzado con la expectación acostumbrada: libros nuevos, profesores nuevos, aula nueva y... no... los compañeros sí eran los mismos de siempre. Después de transcurrido un mes desde entonces, superadas las novedades, Hugo Carriedo nos recordó en un recreo que ese sería nuestro último curso en el colegio, tras el cual iríamos al instituto. Nos contó un sinfín de cosas terribles que nos ocurrirían allí, según le había contado su hermano mayor durante las noches de verano en el pueblo. Carlos Benavides no pudo dormir esa misma noche, pensando en lo que le esperaba, así que en el siguiente recreo sacó un calendario de bolsillo, para mostrarnos que hasta entonces quedaba mucho tiempo, un tiempo tan lejano, según nuestro cómputo, que nos tranquilizó y alejó dichos temores, tan vívidos como perversos en la imaginación malévola de Hugo, quien vio desactivado así su poder sobre el grupo, hecho que le fastidió sobremanera, porque los nuevos liderazgos todavía se estaban forjando entre nosotros, dado que siempre variaban en función de la nueva madurez que íbamos adquiriendo con los años.

     Arturo ya no mostraba tanto interés por los dinosaurios, ni Dina por coleccionar objetos de Hello Kitty, del mismo modo que a su íntima amiguísima Paula le repateaba jugar de portero en uno de los equipos de chicos, como solía hacer antes, desde que se lo propusieron el día que le apostó su bocadillo de Nocilla a Roberto Gancedo, a que pararía el penalti que iba a lanzar contra la portería contraria, que supondría ganar o perder el partido, en vista de que el timbre estaba al tocar.

     Entre unas cosas y otras, llegamos a mediados de noviembre sin mayor sobresalto en nuestra vida escolar. Todo iba conforme a lo esperado en la tarea de ir encontrando nuestro nuevo lugar dentro del grupo, o descubriendo las bondades, manías y debilidades de cada profesor, algo que se nos antojaba tedioso en algunos casos, porque no contábamos con nadie que nos precediera para echarnos una mano en tales revelaciones, y así evitar errores aciagos cuanto antes.

      Un lunes, que se prometía rutinario, apareció en clase de Historia un hombre moreno, de una altura considerable y de complexión delgada, vestido con unos pantalones chinos negros y una americana del mismo color. Su presencia nos intimidó a los dos segundos de permanecer allí mirándonos, desde unos ojos que no comunicaban empatía alguna. Nos dijo que nuestro anterior profesor, Germán, había contraído una enfermedad que lo tendría postrado durante mucho tiempo, por lo que él se encargaría tanto de la clase como de la tutoría. Solo al final supimos su nombre, Ernesto Maldoror, un nombre que, pronunciado lentamente con su voz gutural y distante, irradiaba un fulgor tan frío como un diamante afilado penetrando en el aire. Antes de ausentarse nos advirtió de que lo llamásemos Maldo. Nadie osó hacerle la más mínima objeción a los requisitos que él exigía tanto en cuestiones académicas como respecto al comportamiento y actitud. Ni siquiera el contestatario Álvaro Fernández, que siempre tenía alguna reconvención en espera, se atrevió. Muy al contrario, parecía vencido por la extraña autoridad repulsiva que emanaba el visitante.

     En días sucesivos advertimos que mientras para Germán el pasado estaba constituido por sucesos luminosos, en los cuales se mezclaba la historia y la leyenda, para Maldo era algo sombrío, poblado por las fuerzas de un mal abstracto, lejano y regido por conspiraciones nebulosas, cuyas consecuencias llegaban hasta nosotros, nos rodeaban y amenazaban con estrangularnos, y que de no andar listos sucumbiríamos a sus escabrosos designios, nos alertaba. Si para Germán el imperio romano nos dejó un legado de civilización, a pesar de que el indómito caudillo Viriato tratara de preservar la libertad bárbara de su pueblo, para el otro los romanos solo habían sido unos imperialistas sanguinarios, que habían terminado por corromper a los pueblos dominados, solo así se explicaba la traición y muerte de nuestro héroe lusitano. Otro día la Edad Media constituía un período en el que las oscuridades poblaban la superficie de la tierra, repleta de furibundos nobles sedientos de sangre. Lejos quedaba esta visión de aquella que había alumbrado Germán, llena de asombrosos caballeros, dragones y princesas, además de los estamentos nobiliario, eclesiástico y pueblo llano, y las simpáticas esculturas y pinturas románicas.

     A falta de dos semanas para las vacaciones de Navidad, observé en mis compañeros una repentina transformación en la clase de Historia. Según los miré uno por uno, todos presentaban el mismo rostro lúgubre de Maldo, sus mismas facciones, su misma mirada de resentimiento, su misma falta de vida plena. Se diría que sus palabras desesperanzadas los habían envuelto hasta penetrar dentro de sus almas, hasta al punto de modelar su aspecto físico, lo cual confirmaba visiblemente el éxito de su doctrina siniestra. Pero lo peor fue cuando preguntó a varios de ellos sobre el contenido que estaba impartiendo en ese preciso instante. Todos contestaron con sus mismas, exactas palabras y expresiones, sin desviarse lo más mínimo de las que él había pronunciado, como si obedecieran a un dictado grabado en sus mente tras infinitas y sucesivas repeticiones. No había duda de que habían perdido los rasgos que los individualizaban, para devenir en clones del omnipotente maestro, en el que se había convertido Maldo, quien en un alarde de poder le pidió a David Cantero un razonamiento personal sobre su última exposición. El niño respondió como esperaba, reproduciéndola con absoluta precisión, sin añadir nada de su cosecha. No había duda, discurrí por segunda vez, la personalidad, el pensamiento de cada uno de los alumnos habían sido sustituidos por los suyos.

     Si con estas percepciones me preocupé, más lo hice cuando pensé en mí, en la posibilidad de que me hubiera ocurrido lo mismo que a ellos, aunque no era probable, puesto que si hubiera solicitado mi intervención, no hubiera respondido como los demás. Por otro lado, la silente metamorfosis quizás solo me hubiera afectado en todo caso al rostro y no a la mente, pensé. Me palpé las mejillas a escondidas en busca del intruso, bajo la mesa, para lo cual arrojé un lápiz al suelo, y así disimular mis pesquisas. Pero nada pude averiguar con tal iniciativa. La incertidumbre me devoraba por momentos. Necesitaba un espejo con urgencia. Quizás el papel de plata del bocadillo pudiera despejar mi intriga, conjeturé. Lo saqué de la mochila y lo puse frente a mi cara. Las numerosas arrugas deformaban tanto los reflejos que nada pude sacar en claro, ni siquiera un detalle que me permitiera concluir algo, por débil que fuera dicha conclusión. En estas disquisiciones y zozobras me hallaba, cuando sonó el timbre del recreo. Maldo salió con celeridad, como acostumbraba, y todos los alumnos se arrojaron sin dilación al patio con sus correspondientes almuerzos. En el exterior comprobé que, afortunadamente, todos habían recuperado sus propias fisonomías y demás particularidades.

      A primera hora del día siguiente teníamos de nuevo Historia con Maldo. Y volvieron a repetirse los mismos acontecimientos luctuosos de la anterior jornada. Esta vez no me alarmaría en exceso, pues esperaba que el sortilegio desapareciera al acabarse la clase, como ya sucediera al llegar el recreo anterior. No contaba con la sorpresa que nos tenía deparado el día, qué digo el día, la hora siguiente. Javier, el profesor de Naturales, se presentó en al aula, pero no lo reconocimos hasta que no le escuchamos el tono de voz. Su rostro se parecía enormemente al de Maldo, y el ritmo con que dejaba caer de sus labios las palabras se asemejaba cada vez más a la dicción de aquel, incluso su porte había adoptado el aspecto hierático del modelo. Nadie mostró ni la más leve sorpresa. ¿Acaso era el único que me había percatado de ello? La mañana nos depararía algunas perplejidades más, que nos dejarían atónitos, bueno... me dejarían, porque a los demás no parecieron afectarles en absoluto estas eventualidades. Así pues, lo mismo les ocurrió a Sonia, la profesora de Inglés, a Rosa, la de Matemáticas, y a Marcos, el de Educación Física, a última hora, cuando creí que corriendo al aire libre estaríamos por fin a salvo de su apremio ominoso a través de persona interpuesta. Resultaba increíble que Maldo los hubiera colonizado en las reuniones que solían tener los profesores cada cierto tiempo. Aunque lo más sorprendente era que, tratándose de adultos, la abducción les durara más que a mis compañeros, siendo estos niños. En días sucesivos se repitió todo tal como había ocurrido hasta ahora. Es más, la posesión incluso se había perfeccionado, logrando que el parecido, la sintonía, sería más apropiado decir, fuera cada vez mayor con el supremo y avieso hacedor de semejantes encantamientos. Para regocijo nuestro, Sonia, la profesor de Literatura, había conseguido librarse de la maldición, al menos de momento. Solo ella había logrado zafarse de tan perniciosa influencia. Pero la rebeldía le duró apenas un día, porque al siguiente Maldo nos comunicó que había contraído una grave enfermedad, como ya le sucediera a Germán, y por tanto se ausentaría durante no sabía cuánto tiempo, de modo que hasta Navidades él mismo se ocuparía también de la asignatura. Un temblor me recorrió la espina dorsal y desembocó en algún lugar recóndito de mi cerebro, desencadenando una descarga de repugnancia atroz en miles de neuronas, solo de pensar en que esas horas en las que Sonia construía fascinantes historias, cuyas imágenes nos transportaban a mundos venturosamente inimaginables, fueran a ser ocupadas por vapores mefíticos, trocados quien sabe si en expresiones que recreaban espacios angustiosos, henchidos de ideas lamentables sin más entrañas que una oquedad sin fin.

     La posibilidad de revertir aquel proceso de usurpación se me antojaba imposible, habida cuenta que nadie más parecía darse cuenta de la tragedia. Mi única esperanza me la proporcionó Anne-Marie, una niña que se había incorporado al grupo hacía unas semanas. Tras fallecer sus padres en un accidente de automóvil, la trajeron de Paris a vivir con su abuela paterna. Solía traer para el almuerzo un sándwich de jamón y queso, y un Huevo Kínder de postre, de esos que llevan en su interior una cápsula con un pequeño juguete, y que siempre, tras comérselo, guardaba celosamente en su estuche, salvo el día en que nos dieron las vacaciones. Se acercó con sus ojos azul marino hasta mi mesa, abrió mi mochila sin mediar palabra y depositó dentro un pequeño ángel dorado con las alas plegadas en la espalda, acompañado de un guiño de complicidad. Me reconfortó el detalle, que surtió un efecto balsámico en el alivio de la soledad en la que me encontraba, porque interpreté ese gesto como la constatación de que toda aquella peligrosa deriva en la que estaba sumido todo nuestro entorno escolar, no era invención mía, ni me estaba volviendo loco.

     Nada más sonar el timbre que inauguraba las vacaciones de Navidad, todos salieron del aula en tropel, gritando y a toda velocidad. Me hice el remolón recogiendo mis cosas y no les acompañé en la estampida, por ver si captaba la atención de Anne- Marie y retrasaba también la salida, así podría hablar con ella en privado. Lejos de esto, a punto estuvo de salir la primera, no sin antes dedicarme una mirada furtiva de desaprobación. Esa fue su manera de manifestar que por nada del mundo se arriesgaría a ponerse en evidencia delante de nadie. «No soportaría que en un grupo de wasap se comentara a mis espaldas que había caído en tus redes, Alonso, por mucho que me gustaras tanto tú como tus delirantes “fantasías”, a las que nos tenías acostumbrados», pensó. Así las cosas, no tuve más remedio que darme por vencido y marcharme tras un par de minutos.

     Antes de salir al pasillo, me quedé mirando al aula. Entonces tuve una visión que me inquietaría hasta el regreso al colegio. En cada una de las sillas permanecían sentados los exuvios queratinosos de todos y cada uno de los alumnos, cual insectos que hubieran abandonado su anterior naturaleza, ahora hueca y con ojos melancólicos, en espera de que algún milagro les restituyera la vida, el espíritu mismo. La escena me resultó dantesca, espantosa en grado sumo, sobre todo cuando contemplé específicamente mi propio tegumento, transparente, muerto. A pesar de ello reconocí en él una parte de mi verdadero yo, de manera que tanto el Alonso del lado de allá como del lado de acá estaban incompletos, escindidos, del mismo modo que lo estarían los otros. No pude soportar más desorden ni más horror, así que me lancé a la calle como alma que lleva el diablo.

     Durante las Navidades me puse en contacto con Anne-Marie por wasap. Poco a poco, para no asustarla, no fuera que mis intuiciones respecto a ella fueran equívocas, le fui contando paso a paso todo lo que había observado respecto a Maldo y las mutaciones de quienes le rodeaban. No fue una sorpresa que me confirmara que ella también se había sentido prisionera. Quedamos en que, aprovechando que estábamos despidiéndonos de nuestra infancia, la noche del día cinco de enero, a las doce de la noche, desearíamos al unísono que al volver a clase, aquel pérfido personaje hubiera desaparecido de nuestras vidas.

     El día siete de enero no supimos cómo interpretar la aparición de Maldo en el telediario de mediodía. Estaba sentado tras la mesa de un austero despacho. Hablaba de manera ininteligible con una voz impostada de mal actor, de algo incomprensible para nosotros.

     El día ocho de enero, en la primera hora de clase, tomamos posesión de nuestros exuvios y recuperamos todas las imperfecciones individuales que nos hacían humanos, aunque eso sí, a algunos les costó embutirse en ellos, porque habían crecido. Germán continuó el tema de la Edad Media donde lo había dejado hacía varias semanas.


José Miguel López-Astilleros




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