12 de enero de 2021

Falenas




                                                 Falenas


     Desde que murió mi madre e ingresé a mi padre en una residencia geriátrica suelo pasar las navidades en un país musulmán: Marruecos, Egipto, Argelia, Turquía... Las celebraciones y las fiestas me producen una melancolía insufrible, insoportable y... dolorosa si se trata especialmente de estas. A punto estuve de poner fin a mi vida en las primeras que pasé solo. Por eso decidí huir en esas fechas a lugares donde no hubiera rastro de ellas. Menos en las últimas, hace ahora un mes.

     Debido a los disturbios en Bamako y a la sospecha de un próximo golpe de estado en Malí, cancelaron todos los vuelos a la capital. He de decir que no me interesaba hacer turismo en los países que visitaba. No daría paseos en pinaza, ni visitaría los mercados africanos, ni contemplaría la arquitectura sudanesa, ni me interesaría por los dogones, nada de eso. Me limitaba a dar paseos por las inmediaciones de los hoteles, en espera de que llegara el día de regreso sin que mis emociones padecieran lo más mínimo.

     Como ya no tenía tiempo para organizar un viaje alternativo, no tuve más remedio que pasarlas en casa. La Nochebuena se acercaba y no se me ocurría qué podría hacer para afrontarla. Tenía miedo a caer en una depresión o algo así. El caso es que llegó esa noche y me sentí profundamente inquieto, ansioso. Dudé si tomar una cena ligera a eso de las diez de la noche y acompañarla con un potente somnífero, aunque no confiaba en esto último, porque en algunos estados de agitación, en ocasiones pasadas, no me habían hecho efecto, y sus consecuencias habían sido devastadoras para mi estabilidad psíquica durante semanas.

     A las diez y media fui al garaje, me senté frente al volante de mi coche, arranqué el motor y callejeé por la ciudad hasta que perdí el control de la dirección que iba a tomar en cada cruce, tal era mi estado de alienación. A pesar de que no sobrepasé la velocidad permitida, sentí que una aceleración me conducía hacia un túnel, que desembocó a las once y cuarto en el pueblo de mi padre, a veinte kilómetros de allí, donde habíamos vivido la familia hasta el día del funeral de mi madre. Aparqué frente a la casa, situada a las afueras, a escasos metros del pequeño cementerio. Delgados y ligeros estratos de niebla prestaban un cierto aire fantasmal a la noche, a toda la ribera de esa parte del río. Apagué el motor y me quedé en silencio. Tuve cierto reparo en dirigir la vista hacia la fachada. Cada vez que me presentaba allí para ver si se había producido algún desperfecto, me ocurría lo mismo, se me aceleraba el ritmo del corazón y sentía una oclusión desagradable en la garganta. Por eso no solía ir a menudo. Ni siquiera entraba a la casa. Daba una vuelta alrededor, inspeccionaba el tejado, las paredes, las ventanas, y me marchaba de inmediato. Rehuía enfrentarme al pasado, intacto allí dentro, igual que un feto sumergido en formol, tal como quedó el atardecer en que vinieron a recoger a mi padre los de la residencia. El pobre permanecía en estado vegetativo, sentado una silla de ruedas desde hacía un tiempo que mi madre nunca quiso precisarme, en vista de que mi memoria no había seleccionado ciertos recuerdos para perdurar. Del mismo modo que tampoco quiso nunca explicarme la verdadera causa de dicho estado. Solo estaba interesada en que le ayudara a sobrellevar esa carga. «Entre ambos lo cuidaremos sin ayuda de terceros», repetía a menudo. No sabía por qué había ido allí, sobre todo aquella noche, si era lo último que se me hubiera ocurrido de estar en mi sano juicio.

     La extraña fuerza que me condujo a aquel encuentro siguió actuando cuando bajé del automóvil. Me apoyé en su costado y fijé la vista en las ventanas superiores, las únicas con las persianas subidas, atraído por la anodina inmovilidad que emanaba su quietud, quizás a la espera de alguna remembranza. Tras varios minutos, dos de ellas, las que correspondían al salón, comenzaron a iluminarse muy despacio con una luz amarilla y acogedora. Más arriba, en su perpendicular, el humo ascendía por la chimenea, mezclándose con la niebla.

     Tengo cinco años, mi tío Fernando y mis dos primos han venido a casa para pasar la Nochebuena, como todos los años. Carlos es tres años mayor que yo y es mi héroe, en cambio Carolina es de mi misma edad. Jugamos los tres en mi habitación hasta la cena, lo estamos pasando genial. También nos revelamos mutuamente los regalos que hemos pedido a Papá Noel. Mi madre y mi tía Teresa conversan sobre sus respectivos trabajos en la ciudad mientras preparan los primeros canapés. Se les oye reír porque han llegado al capítulo de cotilleos. Mi padre y tío Fernando charlan en el salón, sentados plácidamente en sendos sillones, frente al fuego. Lo hacen en voz muy baja, porque hablan sobre mi tío Manuel, a quien solo veré en una ocasión en mi vida. Hasta ese momento solo será un nombre unido a un silencio hermético y una pena encubierta.

     La humedad y la baja temperatura tensan mi cuerpo y me pongo a tiritar. Abro la puerta trasera y saco mi parka, con la intención de seguir atento a lo que suceda en la casa un rato más. Vuelvo a dirigir mis ojos hacia las dos ventanas del salón. Las luces siguen encendidas, pero ahora ya no percibo el mismo movimiento apacible en su interior, sino una calma envenenada, impaciente. Una discusión acalorada y violenta entre dos hombres descuartiza la felicidad. Oigo a mi padre gritar aterrado «¡Noooooo!». A continuación obtiene la respuesta de uno de ellos «¡Apártate!». Una detonación seca apaga sus voces. La herida de mi padre no es letal, pero el traumatismo craneoencefálico que sufre al golpearse con la mesa tendrá consecuencias fatídicas. Décimas de instantes después, a otra detonación le sigue el estrépito de un segundo cuerpo golpeando también el suelo al desplomarse.

      No, no estoy ante aquella Nochebuena dichosa de mis cinco años. La melancolía me ha confundido. Tengo diez años. Mi tío Manuel ha venido a pasar la Nochebuena con nosotros desde Sttutgart, donde trabaja en una fábrica de coches desde hace mucho tiempo. No tiene esposa ni hijos. Se muestra retraído y desconfiado. Hechas las presentaciones, nos obligan a darle un beso antes de enviarnos a mi cuarto. Nos retiramos con un regalo que nos ha traído a cada uno de los tres sobrinos desde Alemania. Lo ha hecho de una manera tan solemne, que dista años luz de la alegría propia de la celebración. Carlos propone dejarlos bajo el árbol de Navidad junto con los demás y abrirlos después de la cena. Pronto olvidamos el asunto. A ello contribuye la historia que Carolina nos contó. Según ella nacíamos con miles de falenas dentro de nuestros brazos, piernas, corazón y cabeza, y eran ellas quienes desde la oscuridad hacían posible el movimiento de la vida, volando de aquí para allá, dentro de nuestro organismo... y aun de nuestra alma, apostilló.

     Tras los disparos, mi madre entra en mi habitación con el rostro desencajado y nos dice que bajo ningún concepto salgamos de allí hasta que ella nos lo diga. Los lamentos desgarrados de tía Teresa presagian la tragedia que aún no conocemos. Vemos destellos de color ámbar y azul sobre la fachada de la casa de enfrente. La presencia de dos ambulancias y un coche de policía en servicio de emergencia una hora más tarde desgarran con su fatalidad la reconciliación de la última y ya desahuciada esperanza.

     Estoy aterido de frío. El viejo sabor de la desolación ha penetrado en mi boca y recorre el tuétano de mis huesos. Si no me marcho cuanto antes, la helada acabará por cobrarse la victoria sobre el poco calor que me va quedando en las vísceras. Antes de entrar en el coche vuelvo a escuchar las dos detonaciones, tras ellas el humo de la chimenea se transmuta en miles de falenas que vuelan hacia mí. Unos metros antes de llegar a mi altura desaparecen entre transparencias gélidas, fundiéndose con la niebla, ahora más densa. Al mismo tiempo la luz de las ventanas va perdiendo intensidad lentamente, hasta apagarse y dejar la casa sumida en la indiferencia del abandono.

     El día de Navidad me acerqué a la residencia a ver a papá. Allí seguía, sentado y ausente. Le di dos besos en las mejillas y otro en la cicatriz que le quedó en el cráneo tras la operación quirúrgica. Por un momento, para sorpresa mía y de cualquier neurólogo que hubiera estado presente, se le animaron los ojos con un fulgor sobrecogedor, al tiempo que silabeaba con esfuerzo y un casi imperceptible hilo de voz la palabra «¡Fa-ná-ti-cos!», para internarse de nuevo en el sopor mineral del vacío. Aquellas sílabas y su mirada me ayudaron a comprender definitivamente a mi madre.

     ─Alonso, hijo, mi silencio no te evitará el dolor, pero te librará de un rencor que no es tuyo.

José Miguel López-Astilleros 



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