9 de noviembre de 2021

El libro de arena




El LECTOR DE ARENA



El Departamento de Matemáticas de la Universidad de Oviedo había convocado un congreso a mediados de noviembre, que tendría lugar en el salón de actos de la Universidad Laboral de Gijón. El motivo por el que me inscribí en el mismo fue el título de una de las conferencias, cuya exposición corría a cargo de un matemático desconocido para mí, KlausVerrückt. No es de extrañar, puesto que mi especialidad era la estadística aplicada a la economía, no las matemáticas teóricas. De hecho ejercía la docencia en la Facultad de Económicas y Empresariales de Valladolid. El título era «La eternidad en las Matemáticas». El tema no me hubiera atraído si no fuera un lector consumado del escritor argentino Jorge Luis Borges. Nada más conocer la propuesta, me vino a la mente el final de su cuento “La biblioteca de Babel”. Tras leerlo la primera vez, hacía años, indagué sobre las ideas que proponía, cuyos antecedentes estaban, según apuntaba en su ensayo “La biblioteca total”, en las obras El certamen con la tortuga de Theodore Wolff, Sylvie and Bruno de Lewis Carroll y en el relato “La biblioteca universal” de Kurd Laßwit. No podía dejar pasar la oportunidad de retomar este viejo enigma que me acompañaba desde hacía años. Quizás encontrara alguna respuesta verosímil desde un punto de vista científico, al margen de la literaria. Llegué incluso a fantasear con el hallazgo de una solución categórica a dicha obsesión. ¿Sería posible la eternidad, aunque solo fuera teórica? Me fui preguntando sin parar durante mi viaje en tren, hasta que llegué al hotel y la gestión de mi alojamiento me distrajo de esta quimera.

Puesto que solo me interesaba la disertación de Verrückt, me dediqué a pasear por la ciudad mientras no le llegara su turno. Según el programa le tocaba exponer el cuarto día, pero a los asistentes nos comunicaron por correo electrónico una alteración en el orden previamente establecido, de modo que cerraría el congreso, demorando así tres días su intervención. Los organizadores no explicaron la causa ni se excusaron, hecho que hubiera agradecido, pues tenía pensado marcharme por la tarde, tras escuchar a Verrückt por la mañana. Durante todo el tiempo que estuve ocioso, vagando de calle en calle, por parques e incluso sidrerías, me amparé en decenas de lucubraciones fantasiosas sobre lo que podría aportar aquel matemático alemán. Llegué a elaborar teorías delirantes sin, por supuesto, base matemática ni filosófica alguna. Pretendía de esta guisa soportar la melancolía inducida por la falta de luz, propia de estas latitudes septentrionales, acostumbrado como estaba a la luminosidad fría de la meseta. Tan inmerso estaba en mis delirantes cavilaciones, que sin darme cuenta fui creando dentro de mi psiquis la atmósfera ideal para recibir los planteamientos del Dr. Klaus Verrückt, que aceptaría sin la menor objeción, como un adepto asume los principios fundacionales de una secta política o religiosa.

De la conferencia salí obnubilado por la contundencia profética de sus afirmaciones, a pesar de que nada pude apreciar de concluyente en ellas desde el punto de vista que esperaba. Sin embargo, sus palabras enlazaron con el caldo de cultivo que había crecido en mi cerebro y alimentado en sucesivos arrebatos por mi imaginación durante los últimos días. Todo este entramado de hermetismo e intuiciones, a saber si disparatado o no, ganó la batalla en mi intelecto, que se decantó hacia la única salida posible, el de la interpretación literaria. Y así me tomé el magisterio de Verrückt, como algo que pertenecía al género de la ficción fantástica, más cerca de Borges que de Bernhard Riemmann. Esta consideración no menguó la realidad de la misma, a la que doté de la misma categoría de existencia que la de todos los tratados matemáticos. Tan fuerte arraigó en mí ser esta apreciación, que salí de aquella sala pensando que los fundamentos sobre los que había construido mi vida, se habían empezado a escorar hacia el concepto meramente especulativo de las disciplinas humanísticas, lo cual temía por no estar acostumbrado a la inestabilidad en la que se movían los razonamientos en ellas, a pesar de que mi dieta intelectual siempre estuvo formada por pequeñas cantidades de filosofía, historia y todas las artes.

Como había llegado el primero a la conferencia para no quedarme sin asiento, me senté en la primera fila para seguirla sin la menor perturbación. Una vez concluidas las dos horas estipuladas, Verrückt reunió los papeles que había dispersado por la mesa, los introdujo en su cartapacio y dio las gracias también en inglés con una inclinación de cabeza antes de marcharse. Cuando varios minutos después disipé los peores efectos de las conjeturas vertidas por el matemático, me levanté de la butaca para abandonar el recinto, con la esperanza de encontrar en los rostros de los presentes algún gesto, señal, que me indicara una mínima hermandad con ellos, prueba inequívoca de que seguía en el bando de los cuerdos. Inútil, porque descubrí que el alemán se había dirigido en todo momento solo a mí, pues había sido el único asistente. Así caí en la cuenta de por qué lo habían relegado al final del congreso. Verrückt había sido elegido para poner un toque humorístico y frívolo a las sesudas disquisiciones de los colegas que lo precedieron.

Con la autoestima por los suelos por el presumible ridículo que había hecho, me dirigí al paseo marítimo. La brisa del mar Cantábrico me calmaría los nervios. No había mejor manera de encarar el viaje de regreso y el olvido de todo aquel cúmulo de sinrazones, mías y ajenas. Caminé pegado a la barandilla blanca de hierro forjado, con la vista puesta en las distantes olas, que por estar la marea baja, dejaban expedita una ancha franja de playa a los paseantes. Me fijé en dos de ellos porque me pareció adivinar algo familiar en sus figuras. Agucé la vista hasta enfocarlos con más precisión. Eran dos hombres, uno de mediana edad y otro anciano. Caminaban lentamente mientras mantenían una conversación animada, a juzgar por los gestos de las manos y la atención concentrada que se prodigaban. Desde donde estaba no podía escucharlos, aunque sí verlos cada vez con más detalle, porque se fueron desviando poco a poco hacia donde me encontraba, el muro de contención, continuando en dirección paralela a la mía, pero a diferente altura, lo cual me generaba la ilusión de ser alguien superior respecto a ellos, dada la perspectiva desde la que los contemplaba. Aun así ninguna de sus palabras eran audibles para nadie que no estuviera a su lado. En un momento determinado se me taponaron los oídos, como si una subida de presión inusitada me hubiera dejado sordo. Pero no, no estaba sordo, oía el sonido del mar amortiguado, apenas un zumbido marino que dejaba escuchar una voz nítida. Y por sorprendente que pueda parecer, esa voz era la mía, sin embargo no estaba hablando. Me sobresalté porque si no provenía de mí mismo... ¿De dónde, entonces? ¿Acaso estaba sufriendo un episodio de esquizofrenia? Además, esa voz, mi voz, se expresaba con independencia de mi pensamiento, con plena autonomía. Miré en derredor mío, a todos lados, para comprobar si alguien se había percatado de que me había convertido en un extraño ventrílocuo. Cuando en mi campo de visión aparecieron aquellos dos personajes de nuevo, advertí que las palabras que escuchaba se acoplaban exactamente al movimiento de los labios del más joven. Con visible nerviosismo eché a andar con celeridad para adelantarme y mirarlos de frente, no fuera que... Sí, su rostro era el mío, y hasta su porte y su manera de andar se correspondían con los míos. Pero no solo eso, al detenerme en el otro, observé que era el vivo retrato de Borges. Y aún más, también escuché su voz, que recordé por haberla oído en más de una entrevista. No sabría decir si era más sorprendente enfrentarme a un doble mío o al escritor resucitado. Intentando encontrar alguna explicación racional, por peregrina que fuera, como persona de ciencia que soy, recordé que Verrückt había afirmado que si el universo tuviera una dimensión de un gúgolplex de metros, la posibilidad combinatoria de los átomos existentes haría posible que nos repitiéramos en la misma u otras circunstancias. No me paré a analizar si aquella escena que estaba aconteciendo delante de mí, obedecía a este sortilegio de la teoría matemática. Y no lo hice porque el escritor comenzó a revelarle al otro yo, o a mí mismo, que se había equivocado en el planteamiento de su relato “El libro de arena”. Al parecer había enfocado el tema y el protagonismo en el libro infinito, o casi infinito, cuando en realidad esto no era algo tan original. Y por si fuera poco pergeñó el desenlace de la manera más pueril que su imaginación le dictó, provocando el horror de su poseedor, un alter ego suyo que ocultó aquel objeto malévolo en la Biblioteca Nacional, para de este modo librar a la humanidad de una influencia tan perniciosa. Al llegar a este punto, Borges guardó silencio durante varios segundos, tras los cuales continuó su plática apesadumbrado. La verdadera solución narrativa, arguyó, no estaba en la desaparición del libro de arena, sino en encontrar a un lector capaz de leerlo sin ser devorado por él. Intuía que solo podría encontrarlo en lugares donde predominara la arena, en vista de que la referencia para expresar la infinita cantidad de sus páginas eran los minúsculos granos de este material. Había recorrido todos los desiertos de la tierra y de un sinfín de planetas ignotos sin encontrarlo. Razón por la cual había determinado inaugurar sus pesquisas por todas las playas habidas y por haber. Total, que en esas se hallaba, sin que tan esforzada e ingrata dedicación hubiera dado fruto alguno.

Hice un leve ademán de bajar por una de las escaleras hacia ellos, al que respondieron ambos mirándome de inmediato, como si un detector de proximidad les hubiera avisado de mis intenciones. El joven frunció el ceño para reprobar mi actitud incrédula, mientras el anciano me taladró los ojos con las cuencas vacías de los suyos. De inmediato dejé de escucharlos y de verlos, por lo cual deduje que las repeticiones periódicas de una realidad en un tiempo y espacio infinitos ocasionaban incompatibilidades entre sí a la hora de percibirlas, sobre todo si no compartían la misma naturaleza, real o ficticia, que tanto daba. Con estas introspecciones y pensamientos errando por mis sinapsis, seguí caminando por el paseo marítimo, que en Gijón llaman El Muro. Un centenar de metros antes de llegar a la desembocadura del río Piles, me detuve ante un hallazgo deslumbrante, revelador: un hombre modelado en arena leía un libro también de arena. Me alegré de que Borges viniera tras mis pasos y encontrara un final satisfactorio para su cuento. En cambio, para mí, uno de mis innumerables yoes, tal descubrimiento supuso la constatación de que mis átomos se parecían cada vez más a un montón de sílice, sometido al embate disgregador de un mar embravecido de tiempo implacable.


José Miguel López-Astilleros 


 

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