21 de mayo de 2022

El jardín de los perros




EL JARDÍN DE LOS PERROS



—Sí, fui yo quien lo hizo. Pero todo tiene su razón de ser. No crea que la maldad lo explica todo en lo que se refiere a mí, aunque bien puede decirse que está en el origen del suceso. Cuando puede rastrearse una retahíla de causas y efectos, la lógica convierte cualquier hecho en razonable, por peregrino y luctuoso que pueda ser el desenlace final. Claro que esto no significa justificación ninguna. Y si me apura un poco, con la narración adecuada..., hasta más de un observador daría la resolución por incontrovertible. Lo cual nos llevaría a cuestionar si actué con iniquidad gratuita, como más de uno estará pensando por la molicie de no ponerse a cavilar con este calor agobiante. Por si acaso duda de mi salud mental por comenzar así, ya le digo que loca no estoy. Mi entendimiento se encuentra en perfectas condiciones. No lo digo como prueba de mi soberbia, ni como advertencia engreída. Si me deja expresarme sin interrupciones, verá que tengo razón. A lo sumo admito un cierto desvarío, pero solo en cuestiones domésticas que no afectan a lo que nos trae aquí, como quizás tenga oportunidad de comprobar en algún momento de mi relato, aunque trataré de evitarlo, no sea que alguien lo mal interprete, saque conclusiones espurias y me ocasione un grave perjuicio. Así que... tras este exordio mínimo, dispongámonos a dar cuenta de los detalles. Todo comenzó cuando a Gustavo le alquilaron el apartamento que hay frente al mío. Como ambas viviendas comparten un pequeño rellano, si coincidíamos a la vez resultaba asfixiante la presencia del otro, y no digamos si alguno portaba el carrito de la compra o cualquier cosa de cierto tamaño, el exiguo espacio nos oprimía. Durante toda la mudanza estuve pegada a la mirilla de mi puerta, con la intención de recopilar datos sobre la clase de persona que era. Ya se sabe que en estos tiempos la desconfianza es una práctica que te puede evitar muchos problemas, según está el mundo. Sin embargo, poca información pude obtener de mi acecho: media docena escasa de muebles desmontables, unos cuantos enseres domésticos y una maleta de viaje. Se diría que estaba acostumbrado a cambiar de casa con cierta frecuencia por la parquedad de su mobiliario, simple y barato. Tal vez se tratara de un funcionario en comisión de servicio, destinado ocasionalmente a algún organismo del gobierno autonómico, o quizás de un empleado con contrato temporal en alguna de las pocas empresas de las afueras, quién sabe. Supe que había terminado de instalarse cuando vi su nombre puesto en el buzón: Gustavo Mendivil. Aunque parezca mentira, durante la semana que tardó en trasladarse, no pude especificar si de todos aquellos que le hicieron la mudanza, alguno era él. Todo apuntaba a que era el más bajito con barba, más que nada por las instrucciones que una tarde dio a los otros, cargados con un cabecero de cama y un espejo de cuerpo entero, pero no estaba segura de ello. No es que tuviera poco acierto en mis pesquisas, sino que tampoco hacía guardia constante tras la puerta. Quizás haya exagerado antes al decir que estuve pegada a la mirilla a todas horas. En realidad solo me asomaba con cautela cuando el ruido me alertaba de que había movimiento, y no tantas veces como estará usted conjeturando con malicia, porque la edad me estaba privando de agudeza auditiva. Después tardé varias semanas en verle la cara, dada la rapidez y el sigilo con los que salía y cerraba su puerta, sobre todo porque se lanzaba veloz hacia la escalera para bajar los cinco pisos, en vez de tomar el ascensor, lo cual me habría dado unos segundos para contemplarlo. A partir de ahí comenzaron todo tipo de sospechas. No era normal ese comportamiento. Los otros inquilinos siempre tuvieron la deferencia de presentarse, en vista de nuestra más que cercana vecindad, apenas metro y medio puerta con puerta. Este en cambio, no. Dudé si atribuirlo a su mala educación. O tal vez pretendiera esquivarme. Pero... ¿por qué? Antes de nuestro primer saludo traté de curiosear acudiendo a Internet. Ni rastro de su nombre y apellidos. Me sentí perdida, más bien desangelada, por mi fracaso. Era la primera vez que no encontraba ninguna huella de alguien, por mínima que fuera. Tal vez no supiera buscar, pensé. Mis destrezas con las nuevas tecnologías dejaban mucho que desear, eso era innegable. Desvié la importancia del hallazgo frustrado hacia esta consideración por no inquietarme más. Aun así, no me di por vencida. Bajé al garaje por si, como suponía, tenía automóvil. La marca, el modelo y el precio me suministrarían algunos indicios sobre su poder adquisitivo, algo es algo... ¿verdad? Con esas evidencias podría poner en marcha un rosario de deducciones, aunque, por otra parte, seguramente fallidas, porque hoy todo es apariencia e impostura, de modo que me induciría al error, pero como no tenía otra cosa, pues... Con todo, en esta ocasión tuve éxito. Junto a mi viejo Renault Megane había un imponente BMV todocamino. Apunté hasta la matrícula en la pequeña libreta que solía llevar en el bolso como apoyo de mi maltrecha memoria. Quiso la casualidad que cuando subí en el ascensor hasta la quinta planta, justo en esos momentos él estaba cerrando la puerta con dos vueltas de llave. Me apresuré a saludarlo antes de que tomara las de Villadiego. Nada más girarse, encontró mi mano extendida, mi presentación y la oferta de que si necesitaba cualquier cosa, no dudara en solicitar mi ayuda, que para eso éramos vecinos. Efectivamente, el inquilino era el bajito con barba, algo patizambo y con un rostro impenetrable, obtuso, me atreví a juzgar con maledicencia cuando se hubo marchado. Me sorprendió que alguien con ese aspecto tan vulgar y con pinta de poco avispado tuviera un coche tan grande y tan caro, incluso en el caso de que fuera de segunda o tercera mano. Seguro que se debía a algún tipo de complejo psicológico relacionado con su propio tamaño corporal. Estuve por creer que no se avendría a estrechar mi mano y a cumplir con las reglas del decoro, si no fuera porque noté que algo insistía en rozarse contra mis tobillos. Era un cachorrito de buldog francés de varios meses con manchas blancas y negras en su pelaje. «¡Anda, le ha caído usted bien a Turpin!» Me dijo, prodigándome una sonrisa que dejaba ver sus incisivos separados de granuja, y alargando su mano derecha hacia la mía. «¡Turpin, no molestes a la señora!» Lo conminó severo mientras tiraba de la correa hacia sí con brusquedad para alejarlo de mis piernas. Nunca había tenido simpatía por los perros, es más, tenía cierto reparo hacia ellos y hacia sus dueños, pero ahora no vienen al caso los motivos de dicha aversión. No obstante, como Turpin había sido el detonante de nuestra presentación, no reaccioné de la manera violenta que era de prever. «Me llamo Enriqueta, si necesita algo estoy a su disposición». Ofrecimiento de cortesía que a su vez me devolvió, eso sí, huero absoluto del más mínimo entusiasmo. Al parecer acababa de traer al perrito de casa de su hermana, según me dijo. El chucho pasaba mucho tiempo solo, porque se tenía que ausentar durante muchas horas, a veces incluso días, por lo cual solía dejarle comida y agua en abundancia, aunque le molestara que al regreso hubiera de recoger sus excrementos por toda la casa, a más de ventilar durante horas para que se fueran los olores estancados por doquier. Pero qué se le iba a hacer, no podía hacer otra cosa, argumentó. Nunca había caído en la cuenta de estos pormenores nauseabundos, que me hicieron tener una opinión peor de los canes. Después de aquella bienvenida me resultó extraño el comportamiento de Gustavo tras varios meses, tiempo suficiente para establecer sus rutinas, tales como horas de salida hacia el trabajo, de llegada, de sacar el gozquecillo, de traer compañía al menos algún fin de semana... Nada de esto pude deslindar. Salía y entraba del apartamento sin orden, varias veces a lo largo del día, tantas que el golpe de la puerta me llegó a desquiciar, máxime cuando las entradas y salidas se sucedían con un intervalo de escasos minutos entre ellas, fuera por la mañana, tarde, o cerca de la media noche. No había una directriz que permitiera adelantarse a estos ajetreos erráticos, al menos que se me ocurriera. Aparte del hecho en sí, lo único relevante consistía en que allá para cuando solía llevar con él una o varias bolsas de plástico de distinto tamaño, así como mochilas de reducida capacidad. Tenía la certeza de que el secreto de su comportamiento residía en el contenido de aquellas, que a fecha de hoy todavía ignoro, a pesar de las muchas disquisiciones que hice. No perdí la esperanza de que la naturaleza de sus invitados, familiares o amigos me suministraran información decisiva para conocer su personalidad, y quién sabe si alertarme o no de peligros futuros. Una mujer sola y con una posición económica más que desahogada siempre es una víctima propiciatoria, así es que nunca está demás adelantarse a las circunstancias. Y qué diablos, por qué no decirlo, aun no siendo lo más importante, me divertía pergeñar estrategias de investigación, a imitación de los detectives de las viejas novelas de género negro que solía leer, como las de Patricia Highsmith, Raymond Chandler, Georges Simenon o Dashiell Hammett. Contra todo pronóstico, nadie apareció por allí, ni siquiera una o un amante furtivo de horario intempestivo hizo acto de presencia, por más que sus cuarenta y tantos años y su probable soltería lo demandaran. Ya digo que era todo muy raro. ¿Y si padeciera alguna disfunción sexual o psicológica que le impidiera este tipo de relaciones? En este caso... ¡Madre mía, por Dios, no quería ni pensarlo! Mis reservas hacia él aumentarían hasta límites insoportables. ¡Qué digo reservas, con taras así me enfrentaría al terror de vivir al lado de un psicópata! Me sobrepuse a estas corrupciones del pensamiento, no sabía si suyas o mías, trasladando mis reflexiones hacia otros aspectos menos escabrosos. Su condición fantasmal aumentó conforme fui comprobando la ausencia de todo sonido que no se relacionara con los lamentos del perrito o las palabras de enojo que le dedicaba al llegar, después de ausentarse durante muchas horas. Porque había semanas que no daba muestras de vida hasta llegar por la noche, tal si fuera el huésped de una pensión a la que solo se va a dormir. Me ponía de los nervios la probabilidad de que Turpin permaneciera solo durante días, quién sabe si semanas... No soportaba pensar que el animalito estuviera muriéndose de hambre y sed al otro lado de la pared, sin que pudiera hacer nada sin entrometerme en la vida privada de nadie. Sí, ya sé que he dicho que detestaba a los perros, pero no hasta el punto de ser indiferente a su sufrimiento. Por analogía con mi situación personal conseguí empatizar con el bicho. De esta manera, a través de Turpin me compadecía de mí misma, como suelen hacer los solitarios resentidos si no disponen de esclavos a los que martirizar. Por cierto, ahora que me viene a la memoria, le va a llamar la atención cómo descubrí un detalle que me llenó de zozobra, y que dirigió mis pesquisas hacia la posible pertenencia de Gustavo al mundo del hampa. Era muy difícil que por estos predios alguien le pusiera un nombre tan rebuscado a un perro sin conocimiento de causa. Con esta apreciación escruté en Internet el posible origen de tan desafortunada decisión, como se verá más adelante. Una vez descubierto, encontré la explicación a todos los enigmas suscitados por mi enrevesada mente respecto a mi vecino, y adjetivo “enrevesada” con ironía hacia mí, porque aún distingo la ficción de la realidad, no sé si con mucha claridad, dicho sea de paso. Pero no crea que esto es fruto de mi provecta edad, no, nada de eso, la verdad es que siempre he vivido con un pie metido en la fantasía, quizá fruto de mi afición malsana por la lectura de truculencias, acorde con el oficio desempeñado durante mi carrera laboral. Debo confesarle que esta chaladura me ha traído más de un problema. Aún así, no soy la única que ha sucumbido a esta debilidad, ¿no?, ¡qué le voy a contar a usted! Los múltiples ángulos que proporciona el manejo del lenguaje y la ingesta de grandes cantidades de literatura hace que la realidad se perciba de otro modo, incluso se altere hasta desligarla de lo que el común de la gente tiene como verdad. Me figuro que no le sorprende este razonamiento, dada la experiencia que denotan sus canas. Que conste que no está en mi intención congraciarme con usted para obtener favor alguno, lo digo por si se le ocurre pensarlo, ya no estoy para maniobras de mala actriz. Bueno, sigamos tras esta digresión, que no quiero abusar de su santa paciencia. Vaya por anticipado que este hallazgo está relacionado con el desenlace final que daría carpetazo a su informe. La teoría más plausible sobre aquel apelativo canino, según los acontecimientos e interrogantes planteados, estribaba en adjudicarle una procedencia inglesa, en virtud de la cual se relacionaría con el legendario bandolero del siglo XVIII Dick Turpin, quien acuñó por primera vez para la historia aquello de “la bolsa o la vida”, tan célebre desde entonces. Deseé que el pobre perro al menos no terminara sus días colgado por el cuello, igual que el bandido. No sabíamos entonces ni el tuso ni yo cuál sería el fin de su malograda existencia. El caso es que no podía ser de otra manera: solo un delincuente ilustrado pondría un nombre tan histórico a un perro de su propiedad. A pesar de la imposible conjunción del binomio delincuencia e ilustración en una misma persona, le atribuí dichas características sin más, como las más fidedignas de cuantas había imaginado. A partir de ello supuse que aquella compulsión contumaz de ausencias, idas y venidas tenían como objeto el tráfico ilegal de algo por determinar por falta de evidencias, que era lo que transportaba oculto de arriba abajo. A pesar de dicha constatación, tomada como objetiva con carácter permanente, y mi prevención hacia él a partir de aquello, tuve la osadía de atenderlo cuando una mañana se presentó ante mi puerta y pulsó el timbre. Quería que me quedara con Turpin unos días, mientras durara su ausencia, que no supo o no quiso concretar. Me dejaría la comida necesaria, su camita, su juguete favorito y por supuesto la correa para sacarlo un par de veces al día, mañana y tarde, suficiente para que no se hiciera sus necesidades en casa, además, si lo llevaba al parque que hay a dos manzanas, y más concretamente al jardín de los perros, situado en uno de los extremos del mismo, no tendría que recoger nada del suelo, porque allí no hacía falta. Superado el asombro, me disponía a declinar el ruego cuando, como una exhalación, Turpin vino corriendo hacia mí atravesando el descansillo como un bólido loco, se coló entre mis piernas y se encaminó a la salita, donde procedió a tumbarse en mi sillón de lectura. Desde allí me miraba con cara de satisfacción y agradecimiento, aunque aquel movimiento de centella más parecía una huida y solicitud de socorro que otra cosa, a juzgar por la negativa a salir, después de que su dueño lo llamara de inmediato. Ante esta demostración no sé si de afecto o disparate perruno, me dejé seducir por sus cucamonas, que interpreté de desamparo. Como no le quitara la vista de encima, Gustavo interpretó que accedía a su petición. Al minuto tenía en casa todo el equipo completo para atender a Turpin, tras lo cual el desalmado maleante se marchó sin más, ni aún darme las gracias por semejante favor, el muy sinvergüenza, porque nunca pronunciaron mis labios permiso alguno para admitir al faldero en mi casa. Se aprovechó de mi desconcierto para tomar mi reacción como un hecho consumado, y así no ponerme ante la disyuntiva de negarme. Hacía miles de años que un ser vivo no me necesitaba, y esa feliz responsabilidad me hacía soñar con librarme de mis recurrentes jaquecas. Así que, todo hay que decirlo y entre nosotros, conseguí mi sibilino propósito: quedarme con Turpin sin mostrarle a Mendivil mi anuencia, y mucho menos mi soterrado entusiasmo. Cerré la puerta y esperé a oír la de enfrente, señal de que podía dar el primer paseo con mi perrito sin la amenaza de su vigilancia. Le enganché el mosquetón de la correa al collar y con docilidad se puso a mi lado, dispuesto, moviendo el rabito de contento, a emprender la marcha. Como no entendía la psicología canina, no supe a qué atribuir que en ningún caso se adelantara o atrasara a mis pasos, si a una rigurosa educación recibida o a una entregada fidelidad hacia mí. Llegamos al parque, para mí desconocido, porque no era de esas que se sientan en un banco a dar de comer a las palomas, a pasear melancólica bajo la sombra de los chopos o a extasiarse con el perfume de las flores en primavera. Me molestó tener que circundar todo su interminable perímetro hasta dar con el jardín de los perros. No era más que una reducida porción de terreno delimitada por una estacada verde de no más de un metro de altura, dentro de la cual sobrevivían a los orines y las defecaciones caninas un par de setos de boj con poca salud, unos cuantos moños de un césped amarillento y alguna que otra florecilla casual en la base de las estacas que lo circundaban, lo demás solo era una mezcla de tierra pegajosa y arena húmeda, donde acaso se aligeraban el vientre y la vejiga todos los congéneres de Turpin que vivían en las proximidades. Me resultó repulsiva la existencia de lugares así, pero mejor eso que no ir pisando sus cacas por las aceras ¡¿a que sí?! Localicé la entrada en un lateral y lo solté. Se conoce que ya tenía elegido el lugar en el que se encontraba más cómodo para hacer sus deposiciones. Corrió hacia una de las esquinas opuestas, inclinó sus patas traseras y ahí soltó lo que tenía que soltar, después se allegó hasta uno de los listones, donde orinó a placer. Como le molestara que un minúsculo yorkshire viniera a olisquearle el esfínter anal, se separó cuanto antes de él, pero no fue este el único, también lo hicieron un dálmata y un labrador, a lo cual reaccionó alejándose ipso facto con premura. No debía ser muy sociable con sus iguales, pensé. Me congratuló que en esta especie animal también hubiera misántropos, aunque no se les pudiera llamar así por razones lingüísticas. Esto reforzó mis simpatías hacia el perrito, en el cual me veía cada vez más reflejada en muchos aspectos. Estuve observando su comportamiento varios minutos, hasta que desvié mi atención hacia los dueños de los otros chuchos, ignorados hasta ese momento. Me llamó la atención que solo hubiera hombres y estuvieran charlando en grupo, a varios metros del recinto para no soportar los malos olores, ajenos a los quehaceres evacuatorios de sus canes. Por la tarde identifiqué a algunos individuos que había visto por la mañana, a cuyo corro se unían otros distintos. En cuantos recalaban por allí predominaba una mirada huidiza, y retadora cuando por casualidad se encontraba de paso con la mía o la de cualquier otra persona. Por esta razón, tras varias jornadas, me acerqué a las inmediaciones del grupo con el fin de escuchar su conversación. Supe que mi presencia había levantado suspicacias entre ellos, porque de pronto enmudecieron por completo. A pesar de ello no duró mucho el silencio, siendo así que no salí de mi asombro al escuchar que su propósito no era sacar al perrito, como era de suponer, sino el trapicheo delictivo con todo tipo de mercancía o encargo ilegales que ofrecieran un buen negocio, proveniente del robo, contrabando, corruptelas de todo jaez, o vete a saber qué cosas peores. Me arredró el pánico cuando uno abandonó la conversación y llegó hasta Turpin, le acarició la cabezota y le dedicó unas palabras, no sé si amigables, porque el tuso corrió despavorido a mitad de la maniobra, tras lo cual se dirigió a mí para preguntarme si me había enviado “Turpin”, así fue como intuí que se refirió a Gustavo, y si traía algo para ellos. Menos mal que acudieron a mi lengua evasivas convincentes para zafarme del peligroso cerco al que estaba siendo sometida. Aunque mi ingenio no fue lo más disuasorio, sino el hecho de que fuera reclamado por un compinche al grito de “Roy”. Pero lo más extraordinario de todo es que al mismo tiempo atendió por este nombre un bóxer artrítico, que salió del jardín y se puso a merodear cabizbajo alrededor de quien me había estado interrogando.

No podía dar crédito al espectáculo al que estaba asistiendo. Allí se daba cita una banda de delincuentes, conocidos entre ellos por los nombres de sus perros, que no representaban otra cosa que una coartada para reunirse con asiduidad sin levantar sospechas. Disculpe que haga un inciso, no sé si estoy abusando de su resignación, pero como le veo tan entusiasmado por mi relato, no escatimo en algunos detalles, ya veo que a usted también le gustan las palabras. Bueno... continúo si no tiene inconveniente, la recompensa por haber aguantado hasta aquí no ha de tardar. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Mis miedos y precauciones no pudieron sustraerse a la curiosidad de averiguar con qué traficaban y hasta dónde llegaba la gravedad de sus delitos. De paso cumpliría con la prioridad de completar la caracterización de mi vecino. Pensé que no me sería difícil, habida cuenta de que Turpin, el perrito, me servía de salvoconducto, y por ende no me vieran como alguien hostil, dispuesta a delatar sus maquinaciones, sobre todo por mi supuesta pertenencia al entorno de Mendivil. Lo que no supe calibrar fue el grado de desconfianza suscitada por el hecho de ser la única mujer que se aventuraba por allí, quizás no entendieran por qué me había enviado Gustavo, o me relacionaba con él, máxime tratándose de una señora madura, ¡aunque todavía de buen ver, que todo hay que decirlo, si no es pecar de vanidad! Pero no crea, tampoco corrí mucho riesgo, porque apenas me dio tiempo a profundizar en ello, debido a la precipitación de los acontecimientos, cuyo detonante más visible fue la aparición de Gustavo en el jardín de los perros. Sin reparar lo más mínimo ni en Turpin ni en mí, se acercó a tres sujetos con cara de asaltar en cualquier momento a una víctima elegida al azar, sin miramientos morales ni deontología profesional, ¡es un decir! Corroboré que su apodo, como el de los demás, era el mismo que el de su perro, porque así lo nombraron nada más verlo aparecer. Descolgó una mochila negra que pendía del hombro izquierdo y extrajo un paquete envuelto con papel kraft, que le entregó a quien tenía la mirada más aviesa de los tres, uno bajito con hechuras de primate, dientes de castor y fuertes brazos cubiertos de un vello tan oscuro como espeso, no sin antes haber saludado previamente a todos levantando la palma de la mano a la altura del pecho, para dispensar a cada uno un estrechamiento informal abrazando sus pulgares extendidos. De inmediato, un colega del receptor le correspondió con un sobre acolchado de color marrón, que guardó en la misma mochila sin apenas mirarlo, como si tuviera prisa. A continuación se despidieron, esta vez chocando con él sus puños derechos uno detrás de otro, tras lo cual se alejó en dirección al jardín de los perros. Desde la valla gritó el nombre de Turpin, quien, lejos de acudir a su llamamiento, abandonó el reciento como alma que lleva el diablo, para refugiarse tras mis piernas. Mendivil se aproximó para decirme con gesto malhumorado que mañana por la noche pasaría a recogerlo. Mientras desgranaba con sequedad aquellas palabras tajantes, pronunciadas con rivalidad hacia mí, noté el cuerpecillo perruno temblando entre mis pantorrillas hasta que lo perdimos de vista entre unos sauces. Estuve rumiando toda la tarde la crueldad y la perversidad de la que sería capaz con Turpin cuando cayera en sus manos. Y aún conmigo si le diera ocasión, como me dictaron sus ojos inyectados de una maldad sanguinaria. No podía permitir que se lo llevara, de ninguna manera. Por más que le di vueltas al asunto, no sabía cómo impedirlo sin arriesgarme a una represalia que me llevaría con toda seguridad a territorios inexplorados del dolor. Cuanto más pensaba en ello, más encarnizada imaginaba su venganza sobre ambos. Por eso envenené a Turpin, señor juez, para evitarle la tortura a la que sería sometido. Usted, con esa cara bondadosa que tiene, seguro que hubiera hecho lo mismo. Pero no hay por qué preocuparse, le administré una despedida feliz e indolora, como ya le habrán informado los de toxicología.

—Mi querida Enriqueta, es usted una mujer adorable, además de hermosa. No le he preguntado por la muerte de Turpin, sino por el envenenamiento de su vecino, Gustavo Mendivil. Pero ya da igual... no se preocupe... déjeme arreglar este asunto...

—Espero que mi hija no se entere de todo este tejemaneje. Se presentaría aquí desde Houston para testificar contra mí alegando cualquier cosa. Cuando murió mi marido llegó dos días después de su incineración por no haber encontrado vuelo directo a Madrid. Tras ponerse al corriente de lo sucedido, me acusó de haber influido sobre mis antiguos compañeros forenses, para que ocultaran la verdadera causa de su fallecimiento. ¡Un absoluto disparate...! ¿No le parece?

—Enriqueta, es usted prodigiosa. Estese tranquila, su hija no podrá enterarse de lo que no existe...

—¡Por favor..., Armando, llámame Quiti! ...

ANUARIO JUDICIAL

El día veintitrés de octubre del presente año Don Armando Ruiz Caballero, juez de Primera Instancia e Instrucción de lo Penal, escritor de éxito y antiguo amante de los deportes de riesgo, a dos meses de su retiro contrajo feliz matrimonio con la ex forense jubilada Enriqueta Maeztu Fermosel.

   

José Miguel López-Astilleros 






 

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