Conocí a José Luis Melero hacia finales de los años setenta en la facultad de Filosofía y Letras. Asistíamos ambos a las clases de italiano de Luisa Capecchi. José Luis me llevaba cuatro años de diferencia a una edad en la que cuatro años son muchos años. Mientras yo apenas estaba asomándome al mundo de los adultos, él ya había tenido tiempo de fundar una revista de cultura aragonesa, de leerse toda la poesía española y buena parte de la prosa, de entablar relación con algunos de los escritores más prestigiosos. Para él la literatura era “necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto”. Se aprendía más conversando con él que asistiendo a muchas de las clases de la facultad.
Su condición de lector apasionado no era una fase preparatoria para más tarde dar el paso a la escritura. A mí esa actitud tan diletante me sorprendía porque para mí todo tenía que tener una finalidad ulterior. Si aprendía italiano, era para luego licenciarme en Filología Italiana. Si leía poesía o novela, era para acabar probándome como poeta o novelista. Si me matriculaba en una carrera, era para terminarla. Él no. Él hacía las cosas por el puro placer de hacerlas: si se matriculó en Filología no fue por acumular méritos académicos sino por hacer aún más estrecho su contacto con el mundo de la literatura. De hecho, lo que le gustaba era leer, no escribir, y prefería que escribiéramos los demás.
La palabra diletante viene, a través del italiano, del latín ‘delectare’, disfrutar. La de José Luis es la historia de alguien nacido para disfrutar. En definitiva, la de un hombre feliz. El destino puso bastante de su parte para que así fuera. Alguien como él, que ama tanto Zaragoza, tuvo la suerte de nacer precisamente en... ¡Zaragoza! Alguien que, como él, adora la poesía de Miguel Labordeta, las canciones de su hermano José Antonio, la trenza de Almudévar, el Real Zaragoza, la jota, la historia de Aragón, los paisajes aragoneses, el Ebro, la cocina aragonesa, etcétera, tuvo la inmensa fortuna de venir al mundo en el territorio de esa poesía, de esas canciones, de ese equipo de fútbol… ¿Se imaginan que el destino hubiera querido hacer una travesura y obligar a alguien tan aragonés como él a nacer en Alaska o en Nepal?
Su aragonesismo es abierto, integrador, generoso, hospitalario. Gran viajero por España, su fórmula no es muy distinta de la de José Antonio Labordeta, otro buen conocedor de la geografía española: amor por lo propio y respeto y curiosidad por lo ajeno
Conozco a José Luis desde hace cuarenta y muchos años, y ya entonces era un ferviente aragonesista. Su aragonesismo, que es sobre todo de naturaleza cultural, no tiene nada que ver con los nacionalismos tradicionales, siempre recelosos, siempre suspicaces, eternamente instalados en el agravio. Su aragonesismo es abierto, integrador, generoso, hospitalario. Gran viajero por España, su fórmula no es muy distinta de la de José Antonio Labordeta, otro buen conocedor de la geografía española: amor por lo propio y respeto y curiosidad por lo ajeno. Exactamente eso es lo que José Luis siente y reclama, y solo se irrita si desde fuera no se muestra hacia Aragón ese respeto y esa curiosidad que todos los territorios merecen.
He dicho antes que el destino acertó a hacerle nacer en el lugar que le correspondía: en el centro mismo de Zaragoza, una especie de ‘aleph’ desde el que observar todo Aragón. Luego, ya se encargó él de no alejarse demasiado. Cuando se unió a la que iba a ser su eterna cómplice, Yolanda Polo, se fueron a vivir a unos pocos portales de la casa en la que hasta entonces había vivido con sus padres. José Luis siempre ha vivido en la misma calle. Desde ese céntrico punto de la ciudad su vida ha seguido avanzando en la misma dirección: compró unos cuantos miles de libros y luego compró unos cuantos miles más, después tuvo a su hija Iguácel, compró más tarde otros miles de libros y tuvo a su hijo Jorge, siguió comprando miles de libros y, como quien le pone un piso a la querida, acabó comprando un trastero donde poder guardar los miles de libros que seguiría comprando… ¿Para qué alejarse de su calle si a través de los libros podía viajar a cualquier rincón de Aragón, de España, del mundo entero?
En la mayoría de los casos, la bibliofilia no es sino una variedad del coleccionismo. En su caso no. José Luis siempre ha comprado libros para leérselos. Para leérselos, además, concienzudamente. Lo recuerdo, ya en aquellos primeros años, haciendo fichas de todos los libros que leía, recopilando informaciones que luego cotejaba en otras fuentes, llenándolos de notas y señales. Como para él un libro, cualquier libro, siempre ha tenido algo de sagrado, esas notas no podían tomarse de cualquier manera y a la diabla: de ahí que desarrollara una elegante caligrafía de pendolista que enaltece márgenes y páginas de respeto. Su curiosidad sin límites le ha llevado a atesorar los saberes más diversos, no siempre útiles. Esa novela de escasa difusión que nadie había hojeado en los últimos cincuenta años la ha leído él; esa crónica zaragozana que en su momento interesó solo a unos pocos, ahora no interesa a nadie más que a él; esa revista estudiantil de la que apenas quedan ejemplares…
Como un Noé decidido a salvar la historia de la cultura, José Luis optó por centrar sus esfuerzos en las especies más débiles antes que en esas otras, fuertes y grandes, a las que nunca les faltarían rescatadores. Si él no se acordaba de esos autores y esos libros, nadie se acordaría de ellos.
En algún momento de su vida comprendió que su vocación de lector, por muy íntima y privada que fuera, tenía una dimensión social. No podía ser que todos esos saberes quedaran circunscritos al pequeño circuito de nuestras conversaciones y tertulias. Fue entonces cuando se decidió a escribir sus memorias de bibliófilo, abandonando oficialmente esa condición de ágrafo vocacional que había pregonado en su juventud.
El libro, lleno de apasionantes historias de y sobre libros, no podía llamarse más que ‘Leer para contarlo’ (Ibercaja/IFC, 2003; Xordica, 2011) Es el mejor que yo he leído sobre el amor a los libros y, por suerte, el primero de una serie que se prolongaría en entregas posteriores como ‘La vida de los libros’, ‘Escritores y escrituras’, ‘El tenedor de libros’, ‘El lector incorregible’ o ‘Lecturas y pasiones’. En todos esos libros ha seguido José Luis Melero leyendo por y para nosotros, lo que nunca le agradeceremos suficientemente.
Ignacio Martínez de Pisón (El Heraldo)
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