Capítulo 13
Subimos por los barandales de Papalaguinda y aparecimos llenos de espinas tiesas de rosales secos por la helada que se incrustaban en nuestras ropas como incubándose. Debía ser domingo y día de Rastro. A lo lejos el rumor de voces y los gritos de los gitanos que amanecían montando sus puestos. Un gorrión cayó a plomo delante de nosotros. Sonó como una piedra hueca que rebotó contra el cemento. Tenía los ojillos casi cerrados como del instante primero de la muerte y las patitas colgaban. Materia solo. La materia que me perseguía con la muerte. La muerte como un proyecto para que la materia acabe con la vida. Un soplo de hielo le levantó una pluma grácil que se mantuvo derecha unos segundos.
Eché a Dakovika dentro del petate de la colcha, lo icé a mi hombro y cobijé a Lamieva bajo mi brazo y caminamos hacia el Rastro mientras notaba cómo el hilo de sangre me bajaba por la pierna.
Ver gente después de tantos días escondidos en el Oliden y en las cloacas me subió el ánimo. Nos acercamos a la churrería a calentarnos al lado del aceite hirviendo y el humo grasiento de la fritada nos cubrió templando nuestros doloridos cuerpos. Entonces comenzó a nevar. Cuajarones esponjados, grandes como el hueco de la mano, como de azúcar y viento que caían despacio, navegando el aire. El calor de la sartén hacía que la nieve se derritiera en el aire en derredor de ella. Y así permanecimos un tiempo indeterminado medio dormidos o dormidos del todo sin pensar nada al calor aquel.
Después de un rato nos despertamos cubiertos de un manto blanco. Tres o cuatro hombres escudriñaban un puesto de libros bajo una lona negra toda llena de nieve. Pensé en ir a ofrecerles el libro que llevaba en el petate pero no notaba las piernas que habían quedado lejos del calor de la sartén y estaban sepultadas. Desde debajo de la nieve una mancha creciente ascendía, primero rosa y luego encarnada. Metí la mano debajo y encontré la herida encharcada y templada. Me golpeé las piernas hasta que se reavivaron y con mucha dificultad me puse en pie. No quedaba nadie en el Rastro pero entre los abetos del paseo de la Facultad vi una figura sinuosa, encorvada y mezquina, cubierta de varios abrigos harapientos y con bolsas de supermercado repletas de libros en ambas manos. Era Larsen sin duda. No pude seguirle a pie porque estaba entumecido pero lo hice con la vista. Corrió por un sendero que otros había hecho en la nieve hasta su coche, esa librovejería ambulante, que estaba estacionado enfrente de la iglesia de San Claudio. Dejó las bolsas y estuvo unos minutos hociqueando en el maletero hasta que se levantó con un rimero de libros que metió bajo el brazo y se fue hacia El Albéitar. Se dejó, como tantas veces, el portón del maletero abierto. En eso cogí a Dakovika y Lamieva y emprendimos una carrera desesperada. Los pies se cargaban de la nieve seca y formaban dos bolas cada vez más grandes que hacían que nuestra carrera fuera a cada paso más lenta. Tuvimos que parar a descansar y al final alcanzamos el coche. Forcé el respaldo posterior y nos metimos dentro. Cerré y tenteé debajo del volante los cables del encendido para hacer el puente. Entonces noté que había perdido sensibilidad en los dedos, sobre todo en las puntas, y un hormigueo como de agujas me llegaba casi hasta los codos. También me ocurría esto en los pies y no sabía muy bien dónde tenía los miembros. los nervios estaba transformados en hilos de agujas de tal manera que si me tocaba en la rodilla sentía clavos en la planta del pie. Tuve que hacer el empalme de los cables como si mis manos fueran de corcho, como si fueran un par de trozos de madera que me hubieran puesto en su lugar o una manos de un muerto. Al fin saltó una chispa que dejó una marca negra en toda la zona de abajo y el coche arrancó. La calefacción se puso a andar sola y un aire tórrido nos sopló y sentimos como si aquel infecto habitáculo fuera el útero materno y nada malo nos pudiera ocurrir, los tres juntos en el mejor sitio del mundo.
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