Aunque a la muchedumbre no le importe
que Europa valga poco y crea en nada,
o se hiele eclipsada por la luna,
yo quiero recordar a quien importa.
Por ejemplo, a ese rey de los polacos,
por su mérito rey no por la sangre,
que dijo el dulce nombre de María
una mañana nueva en Jasna Gora:
niña de las montañas deslumbrantes;
niña de las montañas trasparentes;
niña de los azules imposibles;
niña de los azules que más valen;
niña de los comienzos diminutos;
niña de la humildad recompensada;
lluvia fuerte que arrastra la miseria;
lluvia limpia que lava nuestras almas.
Los soldados cristianos qué sabemos:
sólo de la extensión de las estepas,
de la feliz e interminable nada,
de la ansiedad sin fin de las estepas:
sólo de la estrechura de los bosques,
de los desfiladeros infinitos,
de las ciudades que arden en la noche
como estrellas en medio de la nada.
Los soldados de Cristo qué valemos
sin tu mano de niña que nos lleva
hasta la luz final del laberinto.
Sin tu mano de niña qué valemos.
Un doce de septiembre frente a Viena,
contra la densa reja de las picas
y contra los mosquetes infernales
los soldados de Cristo se lanzaron.
La hora que pertenece a nuestro ahora:
contra la muchedumbre de las picas
y contra las tormentas infernales
la carga de los húsares alados.
Colección Poesía Adonáis, Rialp, Madrid, 2016
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